El periodista Juan Soto Ivars se larga de Cataluña

Henna

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Me voy de Barcelona. Ganas me dan de votar a Puigdemont

Por castigar a Pedro Sánchez, el exportador de 'procés', el perdonador de 'procés', y darle una lección íntima por resarcir al delincuente que nos robó la cartera, Puigdemont es, de hecho, el único candidato al que me apetece votar

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Este verano, mi familia y yo nos mudamos a Madrid. Dejamos Barcelona tras 12 años, así que las del próximo domingo serán mis últimas elecciones catalanas. En este tiempo habré votado como setecientas veces en autonómicas, y en cada fiesta de la democracia he sentido que votaba para nada.

Dejo aquí buenos amigos, recuerdos intensos y el lugar de nacimiento de mis dos hijos, Alejandro y Alicia, además de una colección de postales en las que se me ve descubriendo que el amor duradero no es ninguna renuncia, sino el requisito para una vida con sentido. Por amor permanecí cuando me daban ganas de irme, y con amor nos vamos a la siguiente etapa todos juntos.

En Cataluña hay una epidemia que se llama “política”. La epidemia tiene valles en los que te olvidas y picos en los que se cuela en las casas. Por eso detesto a Pedro Sánchez: nos exige ser políticos hasta explotar. Su supervivencia depende de que politicemos nuestra vida y la de los demás y lo veamos todo a través del conflicto. Me recuerda demasiado a lo que aquí es habitual.

En Barcelona he visto nacer y desaparecer líderes que mentían con desparpajo en la cara de electores que, en el fondo, estaban encantados con la estafa si a cambio les daban un sentimiento de superioridad sobre los otros. He pasado junto a multitudes que gritaban contra la prensa crítica, contra los jueces que investigan a políticos, y confundían "no me gusta" con "fascismo".

Con pasmo aprendí que la propaganda más agresiva sirve como terapia ocupacional para abuelitas y que las dentaduras postizas dan una presencia fiera a las caras del manifestante; y también que los jóvenes siempre están dispuestos a marchar uniformados a cambio de no tener que pensar, y que la ciudad más cosmopolita puede ser, a la vez, pasto de la gentrificación y el provincianismo.

Conozco esta intensidad, la manía de convertir cada minucia en momento histórico; cada respuesta en una lección; cada sentimiento en un derecho. Conozco demasiado bien al típico líder que se presenta como la encarnación del pueblo y se coloca tras la gente cuando se le ataca, ese puño de hierro para soltar palos, la mandíbula de cristal para recibirlas. También he visto cómo la disidencia es capaz de crear monstruos.

Sé que, si el proceso de Sánchez para España no se detiene, romperá amistades, endurecerá familias, erosionará instituciones y se desinflará sin haber dejado nada útil. Queda por ver si el guerracivilismo español tiene tanta potencia como el nacionalismo, y tengo esperanzas de que no sea así. De cualquier forma, después de 12 años en Barcelona -¡estos últimos 12 años!- me sé de memoria la pantomima en la que todo se agita y nada se mueve, en la que todo marcha y nada va a ninguna parte. He visto torcerse muchas cosas sin que nada llegue siquiera a derrumbarse, y por aburrimiento he llegado a desear que todo colapsara de una puñetera vez.

Llegué a esta ciudad cuando Montilla era presidente, me enamoré cuando Artur Mas forzaba la máquina para desviar las sospechas de corrupción, me casé cuando empezaba el disparatado espectáculo puigdemoníaco y en este tiempo me crucé con diez diadas, las masivas y las frikis, y aprendí que la hiperventilación tribal deja muy poco oxígeno para que los demás puedan respirar.
Hay plazas y calles que no se llaman como cuando llegué a vivir aquí: hoy homenajean actos ilegales. También he visto levantarse un museo del falseamiento histórico donde hubo un mercado, y he visitado un colegio público, planteándome si matricular a mi hijo, idea de la que he desertado al leer una placa en la puerta que rezaba: “Aquí votamos el uno de octubre, y ganamos”.

Yendo como periodista al Parlament, que está al lado del zoo, he presenciado en la puerta a gente acribillada de banderas y pegatinas que llamaba “fascistas” y “colonos de cosa” a los diputados de Ciudadanos, el PP y también del PSC. Por eso, cuando el PSOE necesitó a ERC y Junts y decidió importar el 'procés', me repugnó que los golpeados hablasen de reconciliación, dispuestos a golpear a otros golpeados, mientras los agresores se beneficiaban de ello y juraban que lo volverán a hacer.
Me voy sin que me pidan perdón y sin necesidad de que me pidan perdón, porque no me apetece perdonar. Vivo con mentalidad de mudanza y estas elecciones son para mí como el goteo del grifo viejo de la cocina de la casa de alquiler que dejaré: ya no es problema mío. Después del domingo, gobierne aquí Illa o Puigdemont, yo ya estaré en otra parte.

Será un acto de libertad no conocer el nombre de ningún 'conseller', no saber quién manda en cada partido, no tener ni la más reputísima idea de lo que publica hoy 'El Punt Avui'. Me pasa en estas elecciones: no he visto ni un debate, y en la calle encuentro carteles de Junts que me bastan para saber que Puigdemont aparecerá en Barcelona antes del fin de campaña: en la foto sale metido en un coche.

Por castigar a Pedro Sánchez, el exportador de 'procés', el perdonador de 'procés', y darle una lección íntima por resarcir al delincuente que nos robó la cartera, Puigdemont es, de hecho, el único candidato al que me apetece votar. ¡Y ya no estaré aquí para aguantarlo!

Este verano, mi familia y yo nos mudamos a Madrid. Dejamos Barcelona tras 12 años, así que las del próximo domingo serán mis últimas elecciones catalanas. En este tiempo habré votado como setecientas veces en autonómicas, y en cada fiesta de la democracia he sentido que votaba para nada.
 
Es un gran tipo Juan, uno de los mejores periodistas del país, de los pocos que quedan, y una persona extremadamente inteligente (lo cual no evita que cometa errores, como todos). Lo dicho, por si nos lee, le deseo lo mejor y que siga dando tanta caña como siempre.
 
Me voy de Barcelona. Ganas me dan de votar a Puigdemont

Por castigar a Pedro Sánchez, el exportador de 'procés', el perdonador de 'procés', y darle una lección íntima por resarcir al delincuente que nos robó la cartera, Puigdemont es, de hecho, el único candidato al que me apetece votar

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Este verano, mi familia y yo nos mudamos a Madrid. Dejamos Barcelona tras 12 años, así que las del próximo domingo serán mis últimas elecciones catalanas. En este tiempo habré votado como setecientas veces en autonómicas, y en cada fiesta de la democracia he sentido que votaba para nada.

Dejo aquí buenos amigos, recuerdos intensos y el lugar de nacimiento de mis dos hijos, Alejandro y Alicia, además de una colección de postales en las que se me ve descubriendo que el amor duradero no es ninguna renuncia, sino el requisito para una vida con sentido. Por amor permanecí cuando me daban ganas de irme, y con amor nos vamos a la siguiente etapa todos juntos.

En Cataluña hay una epidemia que se llama “política”. La epidemia tiene valles en los que te olvidas y picos en los que se cuela en las casas. Por eso detesto a Pedro Sánchez: nos exige ser políticos hasta explotar. Su supervivencia depende de que politicemos nuestra vida y la de los demás y lo veamos todo a través del conflicto. Me recuerda demasiado a lo que aquí es habitual.

En Barcelona he visto nacer y desaparecer líderes que mentían con desparpajo en la cara de electores que, en el fondo, estaban encantados con la estafa si a cambio les daban un sentimiento de superioridad sobre los otros. He pasado junto a multitudes que gritaban contra la prensa crítica, contra los jueces que investigan a políticos, y confundían "no me gusta" con "fascismo".

Con pasmo aprendí que la propaganda más agresiva sirve como terapia ocupacional para abuelitas y que las dentaduras postizas dan una presencia fiera a las caras del manifestante; y también que los jóvenes siempre están dispuestos a marchar uniformados a cambio de no tener que pensar, y que la ciudad más cosmopolita puede ser, a la vez, pasto de la gentrificación y el provincianismo.

Conozco esta intensidad, la manía de convertir cada minucia en momento histórico; cada respuesta en una lección; cada sentimiento en un derecho. Conozco demasiado bien al típico líder que se presenta como la encarnación del pueblo y se coloca tras la gente cuando se le ataca, ese puño de hierro para soltar palos, la mandíbula de cristal para recibirlas. También he visto cómo la disidencia es capaz de crear monstruos.

Sé que, si el proceso de Sánchez para España no se detiene, romperá amistades, endurecerá familias, erosionará instituciones y se desinflará sin haber dejado nada útil. Queda por ver si el guerracivilismo español tiene tanta potencia como el nacionalismo, y tengo esperanzas de que no sea así. De cualquier forma, después de 12 años en Barcelona -¡estos últimos 12 años!- me sé de memoria la pantomima en la que todo se agita y nada se mueve, en la que todo marcha y nada va a ninguna parte. He visto torcerse muchas cosas sin que nada llegue siquiera a derrumbarse, y por aburrimiento he llegado a desear que todo colapsara de una puñetera vez.

Llegué a esta ciudad cuando Montilla era presidente, me enamoré cuando Artur Mas forzaba la máquina para desviar las sospechas de corrupción, me casé cuando empezaba el disparatado espectáculo puigdemoníaco y en este tiempo me crucé con diez diadas, las masivas y las frikis, y aprendí que la hiperventilación tribal deja muy poco oxígeno para que los demás puedan respirar.
Hay plazas y calles que no se llaman como cuando llegué a vivir aquí: hoy homenajean actos ilegales. También he visto levantarse un museo del falseamiento histórico donde hubo un mercado, y he visitado un colegio público, planteándome si matricular a mi hijo, idea de la que he desertado al leer una placa en la puerta que rezaba: “Aquí votamos el uno de octubre, y ganamos”.

Yendo como periodista al Parlament, que está al lado del zoo, he presenciado en la puerta a gente acribillada de banderas y pegatinas que llamaba “fascistas” y “colonos de cosa” a los diputados de Ciudadanos, el PP y también del PSC. Por eso, cuando el PSOE necesitó a ERC y Junts y decidió importar el 'procés', me repugnó que los golpeados hablasen de reconciliación, dispuestos a golpear a otros golpeados, mientras los agresores se beneficiaban de ello y juraban que lo volverán a hacer.
Me voy sin que me pidan perdón y sin necesidad de que me pidan perdón, porque no me apetece perdonar. Vivo con mentalidad de mudanza y estas elecciones son para mí como el goteo del grifo viejo de la cocina de la casa de alquiler que dejaré: ya no es problema mío. Después del domingo, gobierne aquí Illa o Puigdemont, yo ya estaré en otra parte.

Será un acto de libertad no conocer el nombre de ningún 'conseller', no saber quién manda en cada partido, no tener ni la más reputísima idea de lo que publica hoy 'El Punt Avui'. Me pasa en estas elecciones: no he visto ni un debate, y en la calle encuentro carteles de Junts que me bastan para saber que Puigdemont aparecerá en Barcelona antes del fin de campaña: en la foto sale metido en un coche.

Por castigar a Pedro Sánchez, el exportador de 'procés', el perdonador de 'procés', y darle una lección íntima por resarcir al delincuente que nos robó la cartera, Puigdemont es, de hecho, el único candidato al que me apetece votar. ¡Y ya no estaré aquí para aguantarlo!

Este verano, mi familia y yo nos mudamos a Madrid. Dejamos Barcelona tras 12 años, así que las del próximo domingo serán mis últimas elecciones catalanas. En este tiempo habré votado como setecientas veces en autonómicas, y en cada fiesta de la democracia he sentido que votaba para nada.
Este es un cagapoquito progre.
Estilo UTBH
 
Me voy de Barcelona. Ganas me dan de votar a Puigdemont

Por castigar a Pedro Sánchez, el exportador de 'procés', el perdonador de 'procés', y darle una lección íntima por resarcir al delincuente que nos robó la cartera, Puigdemont es, de hecho, el único candidato al que me apetece votar

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Este verano, mi familia y yo nos mudamos a Madrid. Dejamos Barcelona tras 12 años, así que las del próximo domingo serán mis últimas elecciones catalanas. En este tiempo habré votado como setecientas veces en autonómicas, y en cada fiesta de la democracia he sentido que votaba para nada.

Dejo aquí buenos amigos, recuerdos intensos y el lugar de nacimiento de mis dos hijos, Alejandro y Alicia, además de una colección de postales en las que se me ve descubriendo que el amor duradero no es ninguna renuncia, sino el requisito para una vida con sentido. Por amor permanecí cuando me daban ganas de irme, y con amor nos vamos a la siguiente etapa todos juntos.

En Cataluña hay una epidemia que se llama “política”. La epidemia tiene valles en los que te olvidas y picos en los que se cuela en las casas. Por eso detesto a Pedro Sánchez: nos exige ser políticos hasta explotar. Su supervivencia depende de que politicemos nuestra vida y la de los demás y lo veamos todo a través del conflicto. Me recuerda demasiado a lo que aquí es habitual.

En Barcelona he visto nacer y desaparecer líderes que mentían con desparpajo en la cara de electores que, en el fondo, estaban encantados con la estafa si a cambio les daban un sentimiento de superioridad sobre los otros. He pasado junto a multitudes que gritaban contra la prensa crítica, contra los jueces que investigan a políticos, y confundían "no me gusta" con "fascismo".

Con pasmo aprendí que la propaganda más agresiva sirve como terapia ocupacional para abuelitas y que las dentaduras postizas dan una presencia fiera a las caras del manifestante; y también que los jóvenes siempre están dispuestos a marchar uniformados a cambio de no tener que pensar, y que la ciudad más cosmopolita puede ser, a la vez, pasto de la gentrificación y el provincianismo.

Conozco esta intensidad, la manía de convertir cada minucia en momento histórico; cada respuesta en una lección; cada sentimiento en un derecho. Conozco demasiado bien al típico líder que se presenta como la encarnación del pueblo y se coloca tras la gente cuando se le ataca, ese puño de hierro para soltar palos, la mandíbula de cristal para recibirlas. También he visto cómo la disidencia es capaz de crear monstruos.

Sé que, si el proceso de Sánchez para España no se detiene, romperá amistades, endurecerá familias, erosionará instituciones y se desinflará sin haber dejado nada útil. Queda por ver si el guerracivilismo español tiene tanta potencia como el nacionalismo, y tengo esperanzas de que no sea así. De cualquier forma, después de 12 años en Barcelona -¡estos últimos 12 años!- me sé de memoria la pantomima en la que todo se agita y nada se mueve, en la que todo marcha y nada va a ninguna parte. He visto torcerse muchas cosas sin que nada llegue siquiera a derrumbarse, y por aburrimiento he llegado a desear que todo colapsara de una puñetera vez.

Llegué a esta ciudad cuando Montilla era presidente, me enamoré cuando Artur Mas forzaba la máquina para desviar las sospechas de corrupción, me casé cuando empezaba el disparatado espectáculo puigdemoníaco y en este tiempo me crucé con diez diadas, las masivas y las frikis, y aprendí que la hiperventilación tribal deja muy poco oxígeno para que los demás puedan respirar.
Hay plazas y calles que no se llaman como cuando llegué a vivir aquí: hoy homenajean actos ilegales. También he visto levantarse un museo del falseamiento histórico donde hubo un mercado, y he visitado un colegio público, planteándome si matricular a mi hijo, idea de la que he desertado al leer una placa en la puerta que rezaba: “Aquí votamos el uno de octubre, y ganamos”.

Yendo como periodista al Parlament, que está al lado del zoo, he presenciado en la puerta a gente acribillada de banderas y pegatinas que llamaba “fascistas” y “colonos de cosa” a los diputados de Ciudadanos, el PP y también del PSC. Por eso, cuando el PSOE necesitó a ERC y Junts y decidió importar el 'procés', me repugnó que los golpeados hablasen de reconciliación, dispuestos a golpear a otros golpeados, mientras los agresores se beneficiaban de ello y juraban que lo volverán a hacer.
Me voy sin que me pidan perdón y sin necesidad de que me pidan perdón, porque no me apetece perdonar. Vivo con mentalidad de mudanza y estas elecciones son para mí como el goteo del grifo viejo de la cocina de la casa de alquiler que dejaré: ya no es problema mío. Después del domingo, gobierne aquí Illa o Puigdemont, yo ya estaré en otra parte.

Será un acto de libertad no conocer el nombre de ningún 'conseller', no saber quién manda en cada partido, no tener ni la más reputísima idea de lo que publica hoy 'El Punt Avui'. Me pasa en estas elecciones: no he visto ni un debate, y en la calle encuentro carteles de Junts que me bastan para saber que Puigdemont aparecerá en Barcelona antes del fin de campaña: en la foto sale metido en un coche.

Por castigar a Pedro Sánchez, el exportador de 'procés', el perdonador de 'procés', y darle una lección íntima por resarcir al delincuente que nos robó la cartera, Puigdemont es, de hecho, el único candidato al que me apetece votar. ¡Y ya no estaré aquí para aguantarlo!

Este verano, mi familia y yo nos mudamos a Madrid. Dejamos Barcelona tras 12 años, así que las del próximo domingo serán mis últimas elecciones catalanas. En este tiempo habré votado como setecientas veces en autonómicas, y en cada fiesta de la democracia he sentido que votaba para nada.


Ha reconocido que era Votante de Vox de la PSOE asi que mucho criterio no tiene.
 
Este se va a vivir a Madrid porque colabora como tertuliano en el programa de Espejo Público de Antena 3, que se graba en Madrid, que lo quiera adornar con lo que quiera pero esta es la fruta realidad, cuando trabajaba de colaborador para TV3 ganó durante 4 años con una colaboración semanal 25.400 euros, imaginaos que ganará en Antena3 como tertuliano diario.

25 mil euros por ir una hora a la semana a la TV pública a promocionarse como "experto de internet" es un buen sueldo. Fue de más en menos, empezó cobrando 8 mil euros y acabó cobrando 1200. El interés que despertaba en la audiencia fue como su sueldo: menguante. Ahora se sabe que el presupuesto estimado que cobraría en 4 años era de 32800 euros de los cuales acabó embolsándose 25400. Veinticinco mil cuatrocientos euros de dinero público. En twitter los que pagan este sueldo, catalanes que pagan impuestos.

 
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Por castigar a Pedro Sánchez, el exportador de 'procés', el perdonador de 'procés', y darle una lección íntima por resarcir al delincuente que nos robó la cartera, Puigdemont es, de hecho, el único candidato al que me apetece votar

Ver archivo adjunto 1895905

Este verano, mi familia y yo nos mudamos a Madrid. Dejamos Barcelona tras 12 años, así que las del próximo domingo serán mis últimas elecciones catalanas. En este tiempo habré votado como setecientas veces en autonómicas, y en cada fiesta de la democracia he sentido que votaba para nada.

Dejo aquí buenos amigos, recuerdos intensos y el lugar de nacimiento de mis dos hijos, Alejandro y Alicia, además de una colección de postales en las que se me ve descubriendo que el amor duradero no es ninguna renuncia, sino el requisito para una vida con sentido. Por amor permanecí cuando me daban ganas de irme, y con amor nos vamos a la siguiente etapa todos juntos.

En Cataluña hay una epidemia que se llama “política”. La epidemia tiene valles en los que te olvidas y picos en los que se cuela en las casas. Por eso detesto a Pedro Sánchez: nos exige ser políticos hasta explotar. Su supervivencia depende de que politicemos nuestra vida y la de los demás y lo veamos todo a través del conflicto. Me recuerda demasiado a lo que aquí es habitual.

En Barcelona he visto nacer y desaparecer líderes que mentían con desparpajo en la cara de electores que, en el fondo, estaban encantados con la estafa si a cambio les daban un sentimiento de superioridad sobre los otros. He pasado junto a multitudes que gritaban contra la prensa crítica, contra los jueces que investigan a políticos, y confundían "no me gusta" con "fascismo".

Con pasmo aprendí que la propaganda más agresiva sirve como terapia ocupacional para abuelitas y que las dentaduras postizas dan una presencia fiera a las caras del manifestante; y también que los jóvenes siempre están dispuestos a marchar uniformados a cambio de no tener que pensar, y que la ciudad más cosmopolita puede ser, a la vez, pasto de la gentrificación y el provincianismo.

Conozco esta intensidad, la manía de convertir cada minucia en momento histórico; cada respuesta en una lección; cada sentimiento en un derecho. Conozco demasiado bien al típico líder que se presenta como la encarnación del pueblo y se coloca tras la gente cuando se le ataca, ese puño de hierro para soltar palos, la mandíbula de cristal para recibirlas. También he visto cómo la disidencia es capaz de crear monstruos.

Sé que, si el proceso de Sánchez para España no se detiene, romperá amistades, endurecerá familias, erosionará instituciones y se desinflará sin haber dejado nada útil. Queda por ver si el guerracivilismo español tiene tanta potencia como el nacionalismo, y tengo esperanzas de que no sea así. De cualquier forma, después de 12 años en Barcelona -¡estos últimos 12 años!- me sé de memoria la pantomima en la que todo se agita y nada se mueve, en la que todo marcha y nada va a ninguna parte. He visto torcerse muchas cosas sin que nada llegue siquiera a derrumbarse, y por aburrimiento he llegado a desear que todo colapsara de una puñetera vez.

Llegué a esta ciudad cuando Montilla era presidente, me enamoré cuando Artur Mas forzaba la máquina para desviar las sospechas de corrupción, me casé cuando empezaba el disparatado espectáculo puigdemoníaco y en este tiempo me crucé con diez diadas, las masivas y las frikis, y aprendí que la hiperventilación tribal deja muy poco oxígeno para que los demás puedan respirar.
Hay plazas y calles que no se llaman como cuando llegué a vivir aquí: hoy homenajean actos ilegales. También he visto levantarse un museo del falseamiento histórico donde hubo un mercado, y he visitado un colegio público, planteándome si matricular a mi hijo, idea de la que he desertado al leer una placa en la puerta que rezaba: “Aquí votamos el uno de octubre, y ganamos”.

Yendo como periodista al Parlament, que está al lado del zoo, he presenciado en la puerta a gente acribillada de banderas y pegatinas que llamaba “fascistas” y “colonos de cosa” a los diputados de Ciudadanos, el PP y también del PSC. Por eso, cuando el PSOE necesitó a ERC y Junts y decidió importar el 'procés', me repugnó que los golpeados hablasen de reconciliación, dispuestos a golpear a otros golpeados, mientras los agresores se beneficiaban de ello y juraban que lo volverán a hacer.
Me voy sin que me pidan perdón y sin necesidad de que me pidan perdón, porque no me apetece perdonar. Vivo con mentalidad de mudanza y estas elecciones son para mí como el goteo del grifo viejo de la cocina de la casa de alquiler que dejaré: ya no es problema mío. Después del domingo, gobierne aquí Illa o Puigdemont, yo ya estaré en otra parte.

Será un acto de libertad no conocer el nombre de ningún 'conseller', no saber quién manda en cada partido, no tener ni la más reputísima idea de lo que publica hoy 'El Punt Avui'. Me pasa en estas elecciones: no he visto ni un debate, y en la calle encuentro carteles de Junts que me bastan para saber que Puigdemont aparecerá en Barcelona antes del fin de campaña: en la foto sale metido en un coche.

Por castigar a Pedro Sánchez, el exportador de 'procés', el perdonador de 'procés', y darle una lección íntima por resarcir al delincuente que nos robó la cartera, Puigdemont es, de hecho, el único candidato al que me apetece votar. ¡Y ya no estaré aquí para aguantarlo!

Este verano, mi familia y yo nos mudamos a Madrid. Dejamos Barcelona tras 12 años, así que las del próximo domingo serán mis últimas elecciones catalanas. En este tiempo habré votado como setecientas veces en autonómicas, y en cada fiesta de la democracia he sentido que votaba para nada.


¿ Y qué cosa tiene que ver pedro sanchez si lleva solo 6 años en el puesto ?
Como siempre un progre que se va huyendo pero no se atreve a señalar el verdadero origen del desastre que son los indepes
Es como Rosalia que se fue a Miami a "redescubrir su relacion con el mar" sin decir que no le apetecia que la siguieran sangrando a impuestos la h. pub. hezpañola
 
Bon vent i barca nova.

Sí...

Hasta que se mueren de sed.

Estonces todos los charnegos que "farfullan" barcelonés hablan en un mediocre castellano (no llegan ni al español de la Argentina) pidiendo "Solidaritat" al resto de españoles.

¡Ah! Y que en los remotos pueblos de los cuales escaparon sus padres/abuelos quieren aparcar en donde les parece mejor.

Típico de los "catalanes" mediocres. De los estúpidos que dicen "plegar" en lugar de decir "terminar".

Los catalanes, en España, son como los chicanos en EE.UU.
 
Demasiado tibio para algunas cosas. En otras me ha parecido correcto pero me gustaria saber si su pensamiento actual es una evolución de su vida en barcelona o ya era asi.
 
Esta es la máxima disidencia que admite el sistema.
Decir que estás tan quemado que ya te da igual lo que pase en tu país.
Pretender cambiar algo es de fascistas.
 
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