El `País: Españoles que han dejado la ciudad por el rural a raíz de la esa época en el 2020 de la que yo le hablo. Testimonios

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La utopía urgente de volver al campo
Pablo de Llano

24 ENE 2021 - 18:11 CET
En el mundo urbano, irse al campo siempre ha sido un ideal de fuga hacia la buena vida, y nunca la ciudad nos había apresado tanto como durante la esa época en el 2020 de la que yo le hablo del cobi19. Algunos ya han elegido escaparse. ¿Estamos en un momento de cambio o ante el eterno retorno de la quimera rural?
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Carola es una niña de tres años que acaba de descubrir su amor por los tractores. Vive desde julio en Arboleya, una aldea asturiana de 30 vecinos. Antes vivía en Tetuán, un distrito de Madrid de 161.000 habitantes. Su hermano, Tomé, tiene seis años y le gusta la aldea porque aquí puede jugar. Hoy ha comido cocido. Hace frío y Tomé sopla con un pompero burbujas de jabón al aire limpio de invierno.
—En Madrid también podías jugar.
—Sí, pero aquí puedo salir a jugar solo.
En Ollauri (320 habitantes; La Rioja) ha reabierto la escuela con la llegada de varios niños. Héctor, un crío de largas pestañas y ojos de alma honda, es uno de ellos. Tiene nueve años y vivía en un décimo piso en Alcorcón. Durante la esa época en el 2020 de la que yo le hablo sus padres tuvieron que llevarlo al psicólogo porque creía que se iba a morir. En septiembre se mudaron al pueblo. Una mañana de diciembre, estaba en su pupitre haciendo con sus nuevos compañeros de primaria un árbol compuesto de cartulinas en las que escribían sus deseos navideños.
—¿Tú qué has pedido?
—Que nadie de mi familia se muera. Y de segundo, el Cortex Challenge, un juego de memoria.
Era una noche de octubre cuando Samara llegó con su padre en paro de la ciudad de Valencia a Villerías de Campos, una pedanía palentina con 60 vecinos. De aquella noche recuerda que, según se acercaban en coche, estaba todo oscurísimo e iba como hipnotizada por el extraño parpadeo rojo de los molinos eólicos. Tiene 12 años. Al principio temía que le costase integrarse en el instituto, pero le ha ido bien. Estudia en el Jorge Manrique de Palencia, a media hora en coche.
—¿Quién fue Jorge Manrique?
—No lo sé. Es que acabo de llegar…
—¿Podrías buscarlo en Google, por favor?
—Sí, espera que me acerco a la ventana para coger cobertura —dice en su cuarto, móvil en mano.
Teclea y lee que “Jorge Manrique fue un poeta castellano del Prerrenacimiento y un hombre de armas”.
El Frago (50 habitantes; Zaragoza) fue fundado en el siglo XII por Alfonso I el Batallador. Los Uruguayos —Verónica Giacoboni y Santiago Campiglia— llegaron en septiembre desde la costa levantina. Tienen dos perritas miméticas de raza Jack Russell que solo ellos logran distinguir: Mila y su hija Arya, a la que llamaron así por la valiente heroína de Juego de tronos que mató al Rey de la Noche.
El 21 de junio se terminó el primer estado de alarma. A los cinco días, Alona y Alberto se subieron a su furgoneta de camping y dejaron su adosado de alquiler en la sierra de Madrid para comenzar una nueva vida en una antigua casa campesina en Muras (Lugo), un Ayuntamiento de 642 vecinos que desde mediados del siglo XX ha perdido un 80% de población. La primera noche la pasaron en una tienda en el patio. De madrugada oyeron lobos. Para ahuyentarlos, pusieron música tecno.
Ana Moreno y Julio Albarrán, los padres de Tomé y Carola, ya tenían pensado irse al campo antes de que "todo esto" ocurriese. "Todo esto" fue lo que precipitó la operación, o, en palabras de Ana, “la necesaria y definitiva patada en el ojo ciego” para llevarla a cabo y al fin mudarse de la capital a un sitio sereno como Arboleya.
¿Cuánta gente habrá hecho lo mismo desde marzo? ¿Desde dónde, hacia dónde, con qué motivos?
No tenemos ni idea. Lo que hay es un cúmulo de indicios que no sabemos si pueden o no suponer un hito de un proceso que debiera darse en España: el equilibrio estructural —y espiritual— entre lo urbano y lo rural en un país que concentra a 41 de sus 48 millones de ciudadanos en un 30% del territorio. Hay indicios subjetivos —como la cara de éxtasis de tu amiga en el selfi que te envía con su orondo bebé desde la aldea de su familia, a donde se ha ido a teletrabajar, y tu reacción a la foto desde la ciudad: “Quiero una aldea y un bebé orondo”—; y los hay objetivos pero puntuales: desde iniciativas de Ayuntamientos que tratan de atraer población joven con buen Internet hasta datos como el aumento de búsquedas de vivienda en municipios de menos de 5.000 habitantes registrado por Idealista (14,8% del total en noviembre pasado frente al 10,1% de enero de 2020), o el subidón de solicitudes para mudarse a un pueblo que ha tenido Proyecto Arraigo: 2.000 en 10 meses, tantas como en cuatro años desde que abrieron su empresa de ayuda a la repoblación. El Instituto Nacional de Estadística ha avanzado a El País Semanal que planea estudiar en los próximos meses los movimientos de población de la ciudad al campo que se hayan podido producir durante la esa época en el 2020 de la que yo le hablo. Análisis como este parecen indispensables para fundamentar las estrategias de la Secretaría General para el Reto Demográfico, creada en 2020; el órgano ad hoc de mayor rango en la historia del Gobierno estatal.
Por un camino de Arboleya pasa un vecino.
—¿Usted cree que el campo se reactivará?
—Yo no lo veré, pero no queda otra —responde.
Pues está lo del medio ambiente, lo de las grandes urbes (más caras, más desiguales, más saturadas), lo de la adicción a los móviles y toda esta convulsión existencial que viene siendo el siglo XXI y que tiene al ser humano sin poder respirar. Sin poder respirar de ansiedad y sin poder respirar por el bichito, que parece la materialización patógena de nuestro tiempo.
Julio Albarrán y Ana Moreno con sus hijos Tomé y Carola en Arboleya.
Julio Albarrán y Ana Moreno con sus hijos Tomé y Carola en Arboleya. THE KIDS ARE RIGHT

Carola y Tomé tienen una amiga que se llama Selma que vive en el pueblo de al lado. Selma vivió en Ciudad de México, y si bien allí le encantaba ir al cine —cómo olvidar aquella tarde en que vio Zootopia, protagonizada por la coneja policía Judy Hopps—, cree que aquí hay una cosa que le gusta todavía más: “El aire puro”.
Ana y Julio, artista textil de 40 años y fotógrafo de 37, se sienten seguros de la decisión que han tomado. “Vinimos con dudas, pero esto es increíble. A veces me quedo boba mirando por la ventana y me preguntó si algún día me hartaré”, dice ella desde su holgada vivienda de 400 euros al mes de renta con vistas a los Picos de Europa. “¿Aunque sabes qué echo de menos?”, añade. “De vez en cuando, una llamadita al Burger King”.
Las tierras de la comarca de Haro son ocres, marrones, rojizas. Tienen la gravedad metafísica de un lienzo de Rothko o del Perro semihundido de Goya, y dan unos vinos buenísimos. “Aquí te tomas por 80 céntimos un chato por el que en Madrid te cobrarían tres euros”, dice Javier Ruiz en la plaza de Ollauri, el pueblo del que escapó su progenitora hacia la ciudad en los años sesenta y al que él ha regresado con su familia escapando de la ciudad. “Jamás pensé que podría venirme a vivir aquí…”, cavila ante la fachada de una casa señorial cuyos escudos talló en arenisca Carmelo, su abuelo el cantero.
Fueron demasiadas semanas metidos los cuatro en el piso con las noticias de la esa época en el 2020 de la que yo le hablo. Héctor empezó a decir que no quería comer, que tenía una espina en la garganta que no le iba a salir. El médico les explicó que era pura angustia. Pasaron el verano en Ollauri en casa de la difunta abuela de Javier y el niño mejoró. En septiembre regresaron a Alcorcón para el inicio de curso, pero les dio pánico volverse a quedar allí confinados. Tramitaron el cambio de expediente de Héctor al colegio de Ollauri y el de su hija Paula, de 13 años, al cercano instituto de Haro. Para aprovechar el espacio del coche, en vez de usar maletas, Leticia García propuso a su marido apretujar la ropa en bolsas de sarama de 30 litros.
—¿Qué sentiste al verlo todo así en tu casa?
—Alegría —contesta Héctor.
De Madrid echa de menos el metro y los trenes. Los domingos sus padres lo llevaban en metro hasta la estación de Atocha y allí, desde una pasarela, disfrutaba de las llegadas y salidas del AVE. El buen inglés que traía de su colegio bilingüe lo cuida con dos horas semanales de conversación telemática junto a niños de otros países dirigidas por un profesor desde Filipinas.
Héctor Ruiz García en su casa de Ollauri con su perra, 'Trufa'.
Héctor Ruiz García en su casa de Ollauri con su cortesana, 'Trufa'. THE KIDS ARE RIGHT

Paula no veía claro lo del pueblo, aunque lo único que le fastidiaba de verdad era distanciarse de su amiga Andrea. En sí, para ella la vida en Alcorcón no tenía grandes alicientes: “Allí no tenía nada que hacer aparte de estar en casa leyendo o tocando el piano”, dice. Aquí ha hecho pandilla y usa menos el móvil, lo que no impide que día a día siga por TikTok a @Payton, un influencer de 17 años del que valora especialmente “su pelo”.
En Alcorcón su progenitora era peluquera en un centro para mayores. Con la esa época en el 2020 de la que yo le hablo entró en un ERTE. Entre Ollauri y alrededores no ha tardado en encontrar trabajo cuidando a ancianos a domicilio. Por ahora, Leticia prefiere su nueva vida. Cree que en la ciudad “la gente solo va a su bola”. Cuando ya llevaban unas semanas en el pueblo, se murió su progenitora y ella se sintió arropada por el cariño de los vecinos. El viejo pésame.
La fibra llegó aquí el año pasado. Gracias a eso, Javier programa sin problema para su empresa de Madrid desde el comedor de su abuela Constantina. Escribe código sobre el mismo mantel de hule que había cuando lo llevaban de niño al pueblo y comían alubias pochas. Equipado con un portátil y un monitor de sobremesa, junto al ratón inalámbrico que le acaba de llegar por correo y dos cotorras enjauladas, se siente “superbién” en este cuarto, aunque tiene que acordarse de sacar de encima de un mueble una escalofriante ardilla disecada que le gustaba mucho a la abuela.
—Mamá, ¿me traes leche con cereales?
—Cereales no quedan, ¿quieres un colacao?
—Bueno, vale, pero échale azúcar bastante.
David es el mayor. Tiene 15 años y es el que menos quería venir de Valencia a este pueblo ventoso llamado Villerías de Campos. Lo suyo era andar por ahí con sus colegas, con su look a la moda de pantalones estrechos y chaqueta plateada reflectante. “Los primeros días aquí me agobiaba bastante”, dice. “Estaba todo el día solo y no salía de casa. Pero me voy acostumbrando”. David es un chico de agudo sentido estético, y una cosa que le frustró al llegar fue que en Palencia no le cortaran el pelo como pidió: “Me lo cortaron todo, y yo quería un degradado con flequillo corto por delante”.
A Samara, la segunda, le gusta que en Villerías no hay tantos coches ni tanto ruido como en Valencia, “y eso mola”, y de Valencia le gustaban el verano y las Fallas, “porque está todo lleno de gente”. A la tercera, Tatiana, de 10 años, le parece que su ciudad era “muy chula porque había muchas niñas”, aunque en su clase en Ampudia —al lado de Villerías— tiene una compañera que se llama Alba que le cae de maravilla porque se parece a Lucía, su mejor amiga de Valencia, “y tenemos los mismos pensamientos”. En el pueblo sus sitios favoritos son “el estanque de las ranas” y el campo de fútbol de cemento, donde echa partidos con sus padres y con sus hermanos, entre ellos la benjamina, Carmen, de cinco años, que insiste en ser entrevistada como los demás y dice de carrerilla “A mí me gusta jugar con el viento pero no me puede gustar porque si no nos constipamos”.
Desde la izquierda: Tatiana hija, Samara, Carmen, Tatiana madre y David.
Desde la izquierda: Tatiana hija, Samara, Carmen, Tatiana progenitora y David. THE KIDS ARE RIGHT

Tatiana Arenas tiene 33 años y su marido, David García, 35. Ella era cocinera de un restaurante y entró en un ERTE en marzo. Él no conseguía un empleo fijo desde que hace dos años perdió su trabajo en una subcontrata de la empresa de frutos secos Churruca. “Cargaba para Turquía contenedores de sacos de kikos", dice. "A los turcos les flipan los kikos”. Cuenta que pasó los primeros meses de la esa época en el 2020 de la que yo le hablo echando una mano en reformillas y en un taller mecánico para sumar con el paro de su mujer lo básico para alimentar a sus hijos. Dejaron de pagar el alquiler. Un día, a Tatiana se le ocurrió buscar información sobre pueblos que necesitaban familias y dio con Proyecto Arraigo. La empresa de vocación social que dirigen Enrique Martínez y su hijo Juan, ambos ingenieros, los puso en contacto con Mariano Paramio, alcalde de Villerías, productor de un rico queso de oveja churra y hombre con un único objetivo: “Que nuestro pueblo sea un pueblo vivo”. Paramio vivió en su infancia el éxodo rural y sostiene que más de medio siglo después está asomando un “cambio de percepción” de aquel traumático rechazo del campo hacia su revalorización. Los hijos de los que se fueron, razona, están viniendo más de vacaciones e incluso rehabilitando las casas porque ven lo que disfrutan los niños —es decir: los nietos y bisnietos de aquellos que emigraron a las ciudades por el bien de sus hijos—. “Es como una espiral que, muy lento, empieza a girar del revés”, observa.
Villerías acababa de rehabilitar la antigua casa del cura y David y Tatiana tenían cuatro niños: un maná en un país en cuyas zonas rurales los menores de 15 años son el 12,4% de la población, los mayores de 65 el 23,8% y la tasa de envejecimiento ha aumentado un 30% en los últimos años, según datos oficiales. Les alquilaron la vivienda a bajo precio y les brindaron trabajo, a él de alguacil y a ella de encargada del bar del Ayuntamiento. Tatiana llegó con las dos niñas pequeñas en un coche de alquiler lleno de bolsas y con la leche, las legumbres, la longaniza y el pollo que le ofreció antes de salir su pastor evangélico de Valencia. Maestra paellera, en Villerías de Campos ha aprendido a cocinar sopa de ajo, va recuperando el tiempo que atrás no pudo dedicar a sus hijos y casi ha dejado de ver Sálvame. “Yo he sufrido mucho en esta vida, y como creo en el karma siempre he pensado que algo grande me tenía que pasar. Me imaginaba que sería la lotería o algo así; pero el otro día le decía a David: ‘¿Y si era esto lo que nos tenía que pasar?”.
En tanto que Javier Ruiz, en Ollauri, tiene la dicha de contar con “fibra de 100 megas”, José Ramón Reyes carga con la cruz de una cobertura precaria para su pueblo, El Frago, un precioso enclave medieval erigido sobre un peñasco de roca aragonesa. Afiliado al Partido Comunista desde los 14 años, el alcalde reflexiona una mañana de domingo: “Si Marx vio el potencial de la electricidad para cambiar el mundo, qué hubiera dicho de Internet”. Serán las diez, y suenan en el bar los bufidos de vapor de la cafetera que maneja Santiago Campiglia.
 
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