El gran reemplazo

otroyomismo

Madmaxista
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El buen observador se percata de los pequeños detalles de una escena que a los demás se les escapan. Pero el mejor observador se percata de los detalles que no están. El mejor observador presta un especial grado de atención a aquello que no está observando.

En el clímax de la indignación contra la amnistía, millones de españoles salieron a las calles en distintas ocasiones, bien en las manifestaciones convocadas por grupos como Revuelta (más cercanos a Vox), bien en la charlotada con DJ organizada por la PP sin otro propósito que facilitarles a sus votantes una estéril catarsis.

De todo hubo en aquellas manis. Peperos, voxeros, abstencionistas, independientes y, casi seguro, algún exvotante socialista espantado por la deriva traidora del PSOE, que, a pesar de haber pernoctado a lo largo de su historia en todas las páginas del código penal, al menos durante el actual periodo “democrático” (infinitas comillas) jamás se había situado de forma tan clara en el bando de quienes quieren abolir la Nación Española y arrastrarla por una senda balcánica.

Lo que no había era pagapensiones. Cierto es, había una pequeña dosis de hispanoamericanos, pero sospecho que muchos de ellos se manifestaban no tanto contra el gobierno Sánchez como contra el nítido reflejo en éste de los procesos populistas y autoritarios vividos en sus países de origen.

Los rostros de todas estas manifestaciones, los rostros de la indignación de tantos españoles contra la amnistía o las opacas negociaciones en Suiza, son los rostros de los linajes que llevan generaciones incontables agarrados a la piel de toro.

No quiere decir esto (aunque es obvio hay que decirlo) que todos los españoles de sangre se estén tomando a mal la deriva del país — pero los que se la toman a mal, son eso que se da en llamar españoles de toda la vida. No están todos los que son, pero son todos los que están.

Al cabo, quienes se toman España en serio, bien para romperla, bien para defender su unidad, son los españoles de generaciones, los españoles autóctonos. Nuestras, endémicas, son nuestras virtudes como nuestras patologías. Son españoles los que llaman a Pedro Sánchez me gusta la fruta, pero también lo son los de los tiros en la nuca o los que en Cataluña se manifestaban por la independencia en las Diadas de la marmota.

Pero, a un madrileño de origen chino, ¿qué más le da lo que las élites políticas hagan del país? ¿Qué más le da una España centralizada que una confederación disfuncional y asimétrica? ¿Qué más le da una Monarquía nacional que una República plurinacional (¡o nacional!) o que una provincia de la UE? ¿O a un jovenlandés? ¿O a un boliviano? ¿O a un nigeriano? Todos ellos conocen perfectamente, mucho mejor que Isabel Ayuso¹, la diferencia entre estar en España y ser España. Ellos [por regla general] no sienten que las cosas que le ocurren a España les estén ocurriendo a ellos, lo cual debe de ser todo un descanso.

Insisto en esto — yo he pasado los últimos años de mi vida viviendo en otro país de Europa, y he de decir que, pese a que le he cogido un más que cierto cariño y pese a ser el (otro) país de mis dos hijos, NO es mi país ni lo será jamás, y sus cuitas políticas, sus demonios (que como todos los países los tiene), sus patologías, no tienen poder alguno sobre mí. Su bandera y su himno tiran de mí lo que un imán de la madera. No soy ni me siento parte de un pueblo entendido como una larga cadena de generaciones formando una unidad.

Por tanto yo entiendo a todos esos cientos de miles de extranjeros residentes en España, nacionalizados o no, que miran desde la distancia nuestras convulsiones nacionales con un gesto de extrañeza mezclada con indiferencia. Ellos están a lo que están: a sacar un proyecto de vida adelante, trabajar, pagar un alquiler, ahorrar e intentar ser felices en la medida de lo posible. Esto los que no están viviendo de ayudas y cosas peores, pero no vayamos por ahí.

Las élites europeas han pensado que, si sólo pudieran cortar las raíces de los Estados, las que los conectan con la tierra, con los linajes, con las identidades y con las mitologías de Europa, entonces podrían hacer lo que les viniera en gana, y tienen razón.

Cuando dentro de dos o tres generaciones los españoles de toda la vida, de raza (quien vea racismo en esta expresión, váyase a la santísima cosa), seamos minoría, la vía quedará libre para que las élites políticas, española y europea, agarren el país y lo reinventen (o desinventen) a su real gusto sin oposición que valga. ¿Quién saldrá a manifestarse? Y a un subsahariano², ¿qué más le dará que a España la deshagan en 7 trozos que pasen todos a formar parte de los Estados Unidos de Europa?

El Gran Reemplazo no es una teoría de la conspiración; es la constatación de un proceso deseado y fomentado a conciencia por la Unión Europea (y, por extensión, por EEUU para Europa), cuyo objetivo esencial es disolver las lealtades nacionales (tan molestas) y reemplazar ciudadanos por súbditos — es decir, reemplazar las soberanías nacionales por una reedición del Antiguo Régimen. En el Nuevo Antiguo Régimen volverá el divorcio entre los Estados, manejados, divididos y agregados a su antojo por sus reyes, sus príncipes electores, etc., y las gentes del lugar, cuya importancia será la de un decorado más o menos pintoresco.

Amnistías, cambios constitucionales, harán mucho daño, pero aquí la carga de profundidad la pondrá el Gran Reemplazo de los españoles. Minorizados los españoles, es decir, segadas las raíces de España con el pasado, la guerra estará irremediablemente perdida. Paradójicamente, no sólo la oposición a la ruptura de España se desvanecerá, sino también las ideologías separatistas. ¿O acusarán los jovenlandeses de Salt a los chinos de Madrid de oprimirles? Será la tumba de España y, con ella, de sus demonios. No todo iba a ser malo.

1
Según Ayuso todos ellos serían "tan españoles como Abascal”.
2
Salvado queda de la generalización el patriota Bertrand Ndongo.



 
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