Copiado de Forocoches: Las confesiones de los presos más violentos del país.

Cormac

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Atención: el hilo puede herir la sensibilidad debido a lo cruento y explícito de algunas de las declaraciones recogidas. Dichas declaraciones han sido recopiladas (y posteriormente literaturizadas) tras años de entrevistas con internos de régimen cerrado de centros penitenciarios de todo el país, los cuales siguen cumpliendo condena y permanecerán en el anonimato como parte del trato realizado con ellos mismos y con los responsables de la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias. No se proporcionarán nombres, apodos ni localizaciones reales.

Son retratos y confesiones de mentes perversas (o, en el mejor de los casos, mentes enfermas) y deben ser tomadas como tal. Breves ojeadas al mal que puede albergar un ser humano.


I. Gente guapa


Por todos los sitios gente guapa, gente guapa sin problemas. No hay nada peor que un domingo soleado de principios de junio. Todo el mundo sale con sus gafas de sol y sus camisas, se cogen de la mano y compran libros o flores en los puestos callejeros y luego se toman un helado. Y todos relucen como estrellas.

Yo iba por la calle con mi carrito de la compra. Lo llevaba para disimular. Años atrás llevaba una carretilla y la gente se apartaba, me miraban extrañados, como si apestara. Con el carro de la compra podía disimular, pero empezaban a darse cuenta de que no era como ellos, de que no pertenecía a la gente guapa. Con el carro nadie tiene por qué saber lo que llevaba dentro; son los pequeños objetos con los que me ganaba la vida y tenía que esconderlos. Decidí dejar el carrito en un rincón del parque que conozco bien, tras unos matorrales, casi invisible al ojo que no ande buscando. Antes saqué de él una bolsa de plástico.

Los seguí como podía haber seguido a cualquier otra pareja. El chaval era poca cosa, le sacaba una cuarta. La chica era una preciosidad. No me di cuenta de ello hasta que no estuve cerca. Delgada, muy delgada. Llevaba un vestido rosa muy corto y sus dos piernas eran como de muñeca Barbie. Casi parecía que fuera a quebrarse. Tenía varios pendientes en una oreja; cuando movía la cabeza, resplandecían como piedras preciosas, y no eran más que bisutería, imitación de plata, luego pude comprobarlo.

Empezaron a callejear cosa mala. Maldije las cuestas de esta fruta ciudad y mis rodillas. Los seguía a una distancia prudencial, pero creo que en un momento dado se dieron cuenta. Me desvié hacia una calle paralela y luego volví a localizarlos. Si hubieran sido listos se hubieran dado la vuelta en cuanto me perdieron de vista. Pero no. La gente es confiada y más a plena luz del día. Allí seguían los dos, caminando ajenos a que yo les estaba siguiendo, y pronto entramos en calles secundarias por las que apenas pasaba algún coche o transeúnte.

Se detuvieron en un portal y ella sacó las llaves de su bolso. Aceleré el paso al otro lado de la acera y crucé la calle justo cuando la pierna del chaval se perdía tras la puerta, la cual bloqueé con mi pie justo antes de que se cerrara. Los dos estaban esperando al ascensor y se quedaron atónitos, muy blancos, cuando me vieron aparecer. Creo que había algo en mis ojos que les anunciaba lo que iba a suceder. Dios, qué guapa era aquella chiquilla. Como de porcelana. El muchacho ni reaccionó cuando le di un puñetazo en toda la nariz. Sonó un crac que me puso los pelos de punta incluso a mí, y se cayó al suelo como un saco. La chica pegó un gritito e hizo un gesto absurdo con las manos, como el que hacen los futbolistas ante el árbitro. Me dio unos cuantos manotazos intentando alcanzar mi cara. Le puse la bolsa en la cabeza hasta que se quedó más tranquila, boqueando. Justo cuando tenía todo bajo control, apareció el ascensor.

La metí dentro y marqué el último piso, el séptimo. Me puse las botas tocándola por todas partes. La muchacha temblaba como un flan pero ya no daba manotazos. Cuando llegamos al séptimo y vi que había unas escaleritas que subían a la azotea fue como si alguien desde el cielo me hubiera hecho un regalo. La arrastré por esas escaleras y llegamos a un rellano oscuro. Intentaba gritar pero le metí parte de la bolsa en la boca hasta que dejó de hacerlo. Le arranqué el vestido. Tenía unos pechos pequeños que ni siquiera necesitaban sujetador, y llevaba unas ropa interior pequeñas de tonalidad blanco. Un hilito de vello asomó cuando las aparté hacia un lado y se la metí. Qué estrecho y jugoso. Ya pude quitarle la bolsa para poder verle la cara.

Qué guapa era. Como toda la condenada gente que pasea por el parque los domingos de junio.







II. Nieve
Lo venían anunciando las noticias, venía un temporal de viento y nieve como no se recordaba en una década, y aun así el me gusta la fruta de mi jefe me obligó a partir con la carga y a recorrerme medio país de norte a sur.

No llevaba ni una jornada completa en carretera cuando me desviaron junto al resto de camiones, y finalmente nos retuvieron en el tercer carril de una autopista de peaje. La nieve ya caía como si el mundo fuera a acabarse, y allí nos tenían parados, muertos de frío porque no en tales condiciones la calefacción de la cabina no da para tanto. La válvula de paso del refrigerante se estropea, y también hay que dejar descansar al motor de cuando en cuando, aunque sean veinte minutos.

Dos máquinas quitanieves no paraban de trabajar en otro de los carriles, permitiendo el paso a una lenta hilera de coches. Mientras tanto, por lo menos veinte camiones estábamos detenidos justo al lado, y hubo una especie de motín contra los agentes de tráfico. Un tipo amenazó con cruzar su camión y jorobar el carril que aún seguía en funcionamiento. La radio decía que lo peor del temporal estaba por llegar a la zona. Finalmente accedieron a que uno de las quitanieves habilitara un paso de tres kilómetros hasta el área de servicio más próxima, y al menos podríamos tomarnos un puñetero café.

Esa zona de descanso tenía una gasolinera, un bar de carretera y un pequeño hostal con muy pocas habitaciones, algunas de ellas ocupadas. El mismo tipo que amenazó con cruzar el camión, llamó al sindicato y consiguió que nos pusieran habitaciones para que todos pasáramos la noche. A partir de entonces empezamos a llamarle «el mago» Acabamos teniendo que habitación con otra persona, y en algunas tuvieron que meter incluso a tres compañeros.

Ya estaba oscuro y sabíamos que al día siguiente tampoco íbamos a salir de allí, así que casi todos empezamos a beber en el bar. Me acuerdo de que los camareros tenían cara de mala leche porque esa noche no iba a poder volver a casa. Me emborraché, eran buena gente. Creo que el resto también estaban borrachos. Contamos historias de carretera. Los camioneros nos juntamos entre nosotros porque nadie nos entiende mejor.

Un par de familias se tomaron un bocadillo y se marcharon a sus habitaciones cuando las conversaciones subieron de tono. La única mujer que quedaba en la sala era una muchacha de la limpieza, sudamericana y regordeta, que se tomaba un refresco muy cerca de uno de los televisores, haciendo oídos sordos a las barbaridades que se oían alrededor. Ella también acabó marchándose sin que me diera cuenta. De pronto, quienes quedamos allí éramos como perros salvajes y el mago sacó un sobrecito con cocaína y dijo que tenía más dentro de la cabina del camión. Le dijimos que estaba loco, porque si te pillan con eso ya creen que es lo que estás transportando, y te paran la carga semanas enteras y después te empapelan a ti y a tu empresa. Pero a él le sudaba los narices.

Yo nunca digo que no cuando alguien me ofrece algo bueno, y menos si estoy borracho. Mi compañero de habitación, al que había conocido poco antes, un tal Jorge, tampoco hizo ascos a meterse unas rayas. Muy pronto, el mago tuvo que salir del bar y volver a por más. El muy me gusta la fruta nos la vendió a precio de oro.

Los camareros nos conminaron a irnos a nuestras habitaciones, pero Jorge y yo andábamos colocados como salvajes. Hablábamos de pilinguis, y nos asomamos a la carretera para ver si podíamos ir a algún club. La nevada era de aúpa, pero llegó un punto en que me hubiera arriesgado a conducir sobre la nieve. No sé qué tenía aquel polvo del mago, pero no notábamos el frío. Yo tenía tabaco de liar y nos fumamos un blanquito antes de meternos de nuevo en el hostal.

Una vez en la habitación, Jorge me metió en la cabeza la idea de que teníamos que buscar a la muchacha de la limpieza. Él también la había visto. Dijo que tenía que estar sola en una de las habitaciones, que seguro que podíamos ***árnosla entre los dos si le ofrecíamos suficiente dinero. Sabrá Dios que quiero a mi mujer con toda mi alma, pero entonces aquella me pareció una idea perfecta.

Empezamos como posesos a recorrer los pasillos de las tres plantas del edificio, poniendo la oreja en las puertas y riendo como niños pequeños jugando al escondite. Cuando escuchábamos voces de hombres o chiquillos pasábamos de largo, y cuando solo había silencio o el sonido de la televisión llamábamos. Confiábamos en que nos abriera la muchacha, pero el único que abrió la puerta fue un compañero al que despertamos y que nos llamó de todo.

Volvimos a la habitación sin éxito, y ninguno de los dos teníamos sueño. De pronto, cuando vi las dos camitas muy juntas, como las de una pareja que no hubiera encontrado cama de matrimonio, me puse de muy mala leche. Creo que a él le ocurrió todo lo contrario. Se bajó los pantalones y se puso de rodillas sobre la cama. Le pregunté que qué shishi hacía. Me dijo que podía hacer lo que quisiera con él, que un agujero caliente era lo mejor para una noche fría, que él «me lo prestaba». Me dio tanto ardor de estomago que le di un empujón que lo tiró de la cama. Entonces él empezó a reírse como un petulante, y le di un puntapié para que se callara. Nunca he sido violento, lo juro, pero esa risa me estaba matando por dentro.

Después se levantó y, sin dejar de reírse, me dijo que estaba de broma, lo cual me cabreó aún más. Intenté darle un tortazo, lo mismo que se le da a un niño, sin ánimo de hacer daño, pero me paró la mano y me empezó a apretar la muñeca. El me gusta la fruta, bastante más viejo que yo, estaba más fuerte de lo que uno podía esperar. Consiguió tumbarme en la cama, me inmovilizó. Y de pronto empezaron las risas de nuevo. Sentí sus testículos y su sudor en mi espalda y nunca había estado más enfurecido en mi vida. Me puso la cabeza sobre el colchón y por poco me deja sin respirar. Conseguí deslizarme sobre la cama y él trastabilló. Fue entonces cuando, con unas fuerzas que no sé de dónde salieron, le agarré la cabeza y se la hundí contra el pico de la mesa del televisor. Los ojos se le dieron la vuelta y supe que lo había apiolado.

Tenía un enorme boquete en el cráneo y de allí no salía sangre, sino un líquido viscoso que yo no había visto en mi vida. Su cuerpo se quedó recostado contra la pared, los pantalones bajados y la platano medio erecta, y sentí una repulsión que no es de este mundo. La cosa del mago hacía sentir las cosas mucho más fuertes, no sabría explicarlo. En ese momento, a él también lo hubiera apiolado, y esto sí que lo digo sin remordimientos.

Había un baño común para las habitaciones de cada planta. Fui al más próximo y me lavé la cara. Estaba sudando como si hubiera corrido diez kilómetros. Alguien se duchaba canturreando ajeno a toda la situación. Junto a cada váter había una pequeña papelera con una bolsita negra. Las vacié una por una en el suelo y me las llevé todas. También cogí todos los rollos de papel, hasta los de repuesto, y fui dejándolos en la habitación. Luego fui a los otros dos pisos e hice lo mismo. Me movía como si alguien me manejara desde otro sitio.

Serían las una de la madrugada. Tardé un buen rato en llegar al camión. Los copos de nieve eran como fantasmas muy pequeños que quisieran atraparme. Se hacía difícil caminar por el suelo movedizo. Del compartimento de la guantera cogí el cuchillo que usaba para comer a diario y me lo llevé a la habitación. No había nadie por los pasillos a pesar del jaleo que Jorge y yo habíamos montado durante toda la noche y en especial diez minutos atrás.

Cuando regresé, sí había empezado a salirle sangre de la cabeza. Lo tumbé sobre una cama de papel higiénico con la idea de que empaparía todo. Yo creo que estaba muerto, pero me pareció oír algo en su estómago. Las bolsitas eran muy pequeñas y con el cuchillo tuve que ir cortando trozos también pequeños, que cupieran ahí. Los huesos estaban duros, eso era normal, pero en aquel tipo los músculos también eran correosos y fuertes y el cuchillo muy poco afilado. Juro que antes de aquella noche no soportaba ver ni un poco de sangre. Hacía unos meses, mi hija se había hecho un corte en la frente y no pude ni mirarla hasta que la llevé al hospital. No sé qué me pasó ni cuánto tiempo estuve cortando y metiendo en bolsas. Me acuerdo del olor insoportable y de cuando llegué a la cabeza y el vientre. Todo se deshizo. Recuerdo que cogí las sábanas de las dos camas e intenté limpiarlo todo.

Luego pensé en llevar las bolsas al camión, pero de pronto me pareció una idea estulta, así que las enterré en la oscuridad, bajo una capa de nieve, y me fui a dormir. Lo único que recordaba con rabia y ardor de estomago era el ojo ciego peludo de aquel tipo y cómo me lo había ofrecido. Pese a ello, conseguí conciliar el sueño sobre la cama sin sábanas.

Desperté con una resaca de mil demonios. Habían pasado muchas horas y lo peor de la nevada ya había quedado atrás. La habitación estaba hecha un desastre pero, por algún extraño efecto que aún no había cesado, me daba absolutamente igual. Mi camión y el de Jorge eran los únicos que permanecían en el aparcamiento, como dos criaturas de hielo.

Cuando salí al exterior, la nieve comenzaba a derretirse. La limpiadora sudamericana, junto a otros dos hombres, acababa de encontrar más de una docena de bolsitas negras que supuraban sangre.
 
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