Conductor RENFE: Ya pidieron antes cambio señalización curva Angrois y un tren ya pasó por allí por

AYN RANDiano2

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14 May 2010
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Conductor RENFE: Ya pidieron ANTES cambio señalización curva Angrois y un tren ANTES pasó por allí por error a 150Km/h

Lo dice "El País", señores. Esto es carne de Titular de Portada, pero en PRISA lo esconden en el cuerpo de la noticia:

Un compañero de Garzón Amo que se presta a explicar detalles con la condición de que no aparezca su nombre (“tenemos una cláusula laboral que nos prohíbe hacer declaraciones, a riesgo de complicarnos la vida”), relata que ese tramo siempre ha dado bastante que hablar entre sus compañeros, y que incluso “hubo un informe de jefes de maquinistas de Ourense que recomendaba cambiar la señalización”. “Son maquinistas que se dedican a formar al personal”, detalla, “y aconsejaban que los semáforos que hay dos kilómetros antes recibiesen el tren en naranja, anuncio de parada, en lugar de entrar en vía libre”, tal y como sucede antes de la curva de A Grandeira.

Por esa curva que hay que hacer a 80 kilómetros por hora ya había pasado un tren a 150 por culpa de la falta de señalización”, asegura este integrante del equipo de 35 maquinistas del que formaba parte Garzón. “Fue durante un trayecto de prueba, en el que viajaban conductores en prácticas y jefes de Renfe”, pero era “otro modelo” de ferrocarril, “sin unos generadores diésel como los del Alvia 730, que opinamos que pesan demasiado”.


Rutina a 200 por hora | Galicia | EL PAÍS

El tren de pruebas que pasó a 150 Km/h NO volcó, como tampoco debió haber volcado el Alvia.

El Alvia del accidente que pasó a 153 Km/h volcó. Por los generadores diesel que subían el centro de gravedad (era un tren "Híbrido", un aborto técnico necesario por meter esas velocidades con calzador en la tortudara orografía Gallega).

Agradezcamos a las castuzas PPSOE su sabiduría infinita que nos trae Aeropuertos sin aviones y Trenes asesinos:

[YOUTUBE]2GUf1LAd09A[/YOUTUBE]

Sale Aznar poniendo la primera piedra del AVE a Galicia en 2002. ¡Aquí no se libra ni Dios!.

Comentan lo carísimo y difícil de hacer un tren así en Galicia por la orografía demencial. ¿Seguro que era tan buena idea?.

Comentan el "pacto del Obradoiro" entre Blanco (PSOE) y Feijoo para hacer el AVE gallego. El AVE gallego es una criatura del PPSOE. El accidente del Alvia es un símbolo perfecto de todo lo que está mal en España.

Castuza PSOE:

[YOUTUBE]NA3eky99tbI[/YOUTUBE]

[YOUTUBE]3qhTRgqDtsc[/YOUTUBE]

Castuza PP:

[YOUTUBE]_71lblcctjc[/YOUTUBE]

[YOUTUBE]Z4EKjiD2Bjw[/YOUTUBE]

¡¡¡Escúchenlos, por favor!!!. ¡¡¡Escuchen como nos "regalan" la "alta velocidad" con el aire suficiente con el cual un Papá regala un juguete a un hijo pequeño!!!. ¡¡¡Así nos tratan!!!.

* Ya hubo antes un "susto" con un tren de pruebas en ese trayecto.

* Ya pidieron los técnicos de este asunto (los conductores) un cambio de señales.

Pero, ¿qué valor tiene para un Político lo que diga un Técnico?.

Me parece estar asistiendo a una reedición del desastre del Challenger de 1986:

[YOUTUBE]j4JOjcDFtBE[/YOUTUBE]

https://en.wikipedia.org/wiki/Space_Shuttle_Challenger_disaster

La diferencia es que allí sólo murieron 7 personas. También por negligencias públicas y por desoír a los Técnicos por presiones Políticas.

Quede como una lección (...y van miles) a los defensores de las "maravillas" de "lo Público". El Alvia accidentado estaba diseñado, mantenido y operado por el Estado Español, lo mismo que la línea por la cual circulaba.

Reposteo lo que "profetizó" Ayn Rand sobre este tipo de accidentes:

En "La Rebelión de Atlas" hay una detallada descripción de un desastre ferroviario como suma y síntesis de todas las irracionalidades colectivistas cometidas por la sociedad en la que sucede. En las películas basadas en la novela estos accidentes ferroviarios son prominentes:

[YOUTUBE]6W07bFa4TzM[/YOUTUBE]

El "Comet" -un tren "preferente"- transporta a políticos y colectivistas de variado pelaje en unos USA distópicos cada vez más colectivizados y disfuncionales.

Las averías ferroviarias son contínuas. El "Comet" sufre una y un Pez rellenito a bordo presiona a los técnicos -a los ferroviarios- para que prosiga viaje "como sea".

Los ferroviarios cumplen las órdenes que se les dan, aún sabiendo que van a llevar a una catástrofe.​

¿Paralelismos con el accidente de Galicia?: Parece una IMPRUDENCIA OBVIA meter a un AVE a 200 km/h en "vías mezcladas" con velocidades altas y bajas y con sistemas de seguridad antiguos y nuevos.

Pero claro, "los gallegos tenemos derecho a un AVE, como sea".​

El Alvia estrellado en Galicia estaba operado por RENFE, que es una EMPRESA PÚBLICA, dependiente del Ministerio de Fomento.

Les dejo con el extracto de "La Rebelión de Atlas":

—Mire, Dave —intervino Bill Brent, sabiendo que Mitchum demoraría todo aquello
durante otra hora, antes de adoptar una decisión concreta—, usted sabe que sólo queda
una cosa que hacer: retener al «Comet» en Winston hasta mañana, esperar al número 236
y hacer que la «Diesel» de éste lo lleve hasta la otra boca del túnel. Luego dejarlo
terminar su ruta con la mejor locomotora de carbón que tengamos en el lado de allá.
—Pero ¿cuánto retraso significaría eso? Brent se encogió de hombros.
—Doce horas… dieciocho… ¿quién sabe?
—¿Dieciocho horas de retraso… para el «Comet»? ¡Cielos! No había ocurrido nunca.
—Nada de lo que ocurre ahora había ocurrido nunca —le indicó Brent con un
sorprendente tono de cansancio en su voz competente y enérgica.
—¡En Nueva York nos van a armar un escándalo! ¡Nos echaran la culpa de todo!
Brent se encogió de hombros. Un mes atrás hubiera considerado inconcebible semejante
injusticia; ahora opinaba otra cosa.
—Yo creo… —empezó Mitchum compungido—, yo creo que no podemos optar por otra
solución.
—No existe alternativa, Dave.
—¡Dios mío! ¿Por qué nos ha de suceder esto a nosotros?
—¿Quién es John Galt?


A las dos y media, el «Comet», empujado por una vieja máquina de maniobras, se detuvo
en un apartadero de la estación de Winston. Kip Chalmers miró hacia el exterior, presa de
incrédula cólera, contemplando los cobertizos diseminados por aquella desolada vertiente
y el antiguo recinto de una estación.
—¿Y ahora, qué? ¿Por qué diablos nos detienen aquí? —exclamó pulsando el timbre para
que viniera el jefe de tren.
Con la vuelta del movimiento y la sensación de estar a salvo, su terror se había convertido
en cólera. Le parecía incluso haber sido objeto de una jugarreta por parte de quienes le
obligaron a experimentar un miedo innecesario. Sus compañeros seguían sentados a las
mesas de la antesala, demasiado nerviosos para poder dormir.
—¿Que cuánto tiempo? —preguntó el jefe de tren, impasible—. Hasta mañana, míster
Chalmers.
Chalmers lo miró, estupefacto.
—¿Que vamos a estar aquí hasta mañana?
—Sí, míster Chalmers.
—¿Aquí?
—Sí.
¡Mañana por la tarde tengo que asistir a una reunión en San Francisco!
El jefe de tren no contestó.
¿Por qué? ¿Por qué hemos de paramos? ¿Qué ha sucedido?
Lenta y pacientemente, con desdeñosa cortesía, el jefe de tren le dio cuenta exacta de la
situación
. Pero años atrás, en la Escuela Gramatical, en el Instituto y en la Universidad,
habían enseñado a Kip Chalmers que el hombre no vive ni necesita vivir por la razón.
¡Condenado túnel! —gritó—. ¿Creen que voy a permitir que me inmovilicen aquí por
un perversos túnel? ¿Quieren echar abajo proyectos vitales para la nación, por culpa de
un túnel? ¡Diga al maquinista que he de estar en San Francisco por la tarde y que debe
llevarme allí como sea!

—¿Cómo podrá hacerlo?
—¡Eso es cuenta suya y no mía!
—No existe modo.
—¡Pues encuéntrelo, condenado petulante! El jefe de tren no contestó.
¿Creen que voy a permitir que sus míseros problemas técnicos se interfieran en asuntos
sociales de la más alta importancia?
¿Sabe usted quién soy yo? ¡Diga a ese maquinista
que reanude la marcha si tiene en alguna estima su empleo!
—El maquinista obra de acuerdo con las órdenes que le han dado.
—¡Al diablo las órdenes! ¡Soy yo quien las da ahora! ¡Dígale que reanude la marcha!
—Quizá sería mejor que hablara usted con el jefe de estación, míster Chalmers. No tengo
autoridad para contestarle como quisiera —dijo el jefe de tren, saliendo.
Chalmers se puso en pie violentamente.
—Oye, Kip… —le dijo Lester Tuck, algo nervioso—, quizá sea cierto… Tal vez no
puedan hacerlo.
—¡Lo harán, si no hay más remedio! —exclamó Chalmers, acercándose resueltamente a
la puerta.
Años atrás, en la Universidad, le habían enseñado que el único medio quizá para impeler
a la gente a la acción es el miedo. En el mísero despacho de la estación de Winston se
enfrentó a un hombre soñoliento, de facciones lacias y cansadas, y a un asustado
jovenzuelo, sentado ante el tablero de mandos. Ambos escucharon, sumidos en silencioso
estupor, una catarata de invectivas, como jamás habían oído ni entre las cuadrillas de
trabajadores.
—¡…no es problema mío el hacer que el tren atraviese ese túnel! ¡Son ustedes quienes
han de conseguirlo! —concluyó Chalmers—. Pero si no me traen una máquina y no
reanudamos la marcha, pueden despedirse ahora mismo de sus empleos
, de sus permisos
de trabajo y de este maldito ferrocarril.
El jefe de estación no había oído hablar nunca de Kip Chalmers ni conocía la naturaleza
de su posición, pero sabía que estaban en una época de personajes desconocidos que
ostentaban posiciones indefinidas y esgrimían un poder ilimitado… el poder de vida o
fin.
—No es cosa nuestra, míster Chalmers —dijo, implorante—. Aquí no damos órdenes.
Vienen de Silver Springs. ¿Por qué no telefonea a míster Mitchum y…?
—¿Quién es míster Mitchum?…
—El superintendente de la División en Silver Springs. ¿Por qué no le manda un
mensaje…?
—¡No tengo por qué contender con un superintendente de División! ¡Enviaré recado a
Jim Taggart! Eso es lo que voy a hacer.
Y antes de que el jefe de estación tuviera tiempo para recobrarse, Chalmers se volvió
hacia el joven, ordenándole:
—¡Usted! Tome nota de esto y mándelo en seguida.
Era un mensaje que un mes atrás el jefe de estación no hubiera aceptado de ningún
pasajero; las disposiciones lo prohibían; pero había dejado de sentirse seguro respecto a
las mismas
:
Míster James Taggart, New York City. Detenido en «Comet», en Winston. Colorado, por
incompetencia sus hombres que rehúsan concederme máquina. Me espera en San
Francisco reunión máxima importancia nacional para la tarde. Si no mueve este tren en
seguida, puede Imaginar consecuencias. Kip Chalmers.
Luego de que el joven hubo cursado el telegrama por medio de la línea que se extendía de
polo a polo, a través de un continente, como guardiana del sistema Taggart, y luego de
que Kip Chalmers hubo regresado a su vagón para esperar la respuesta, el jefe de estación
telefoneó a Dave Mitchum, que era amigo suyo, leyéndole el texto del mensaje. Oyó
cómo Mitchum lanzaba un gruñido.
—He creído prudente advertírtelo, Dave. No he oído hablar nunca de ese tipo, pero tal
vez sea personaje importante.
—¡No lo sé! —gimió Mitchum—. ¿Kip Chalmers? Aunque he visto su nombre en los
periódicos, relacionado con gente de categoría, no sé en realidad de quién se trata, pero si
tiene un cargo en Washington, más vale no correr riesgos. ¡Cielo! ¿Qué vamos a hacer?
No podemos correr riesgos», pensó el telegrafista de la Taggart en Nueva York,
transmitiendo el mensaje por teléfono al domicilio de James Taggart Eran cerca de las
seis de la mañana en Nueva York, y James Taggart se despertó, luego de una noche
intranquila, y escuchó por teléfono con el rostro tembloroso, experimentando idéntico
temor al del jefe de estación de Winston, y por las mismas razones.
Llamó a casa de Clifton Locey. Toda la cólera que no podía verter sobre Kip Chalmers se
abatió por el hilo telefónico sobre Clifton Locey.
¡Haga algo! —gritó Taggart—. ¡No me importa cómo obre! Es tarea suya y no mía,
pero procure que ese tren continúe su camino
. ¿Qué diablos sucede? ¡Nunca había oído
decir que se retuviera al «Comet»! ¿Es así como dirige su departamento? ¡Le parece
bonito que pasajeros importantes hayan de mandarme mensajes a mil Por lo menos,
cuando mi hermana dirigía esto, nadie me despertaba a medianoche para comunicarme
que un perno se había roto en lowa, Colorado o cualquier otro lugar.
—Lo lamento, Jim —dijo Clifton Locey suavemente, en un tono equilibrado entre la
excusa, la seguridad y un grado exacto de protectora confianza—. Se trata sin duda de un
malentendido; de la equivocación de algún menso. No se preocupe. Me encargaré de
ello. Yo también estaba en la cama, pero voy a atender ese asunto en seguida.
Clifton Locey no estaba en la cama, porque acababa de regresar de un recorrido por los
clubs nocturnos en compañía de una joven señora. La rogó esperar y corrió a las oficinas
de la «Taggart Transcontinental». Ninguno de los empleados del turno de noche que le
vieron llegar, hubiera podido adivinar el motivo de su aparición personal; pero tampoco
hubieran asegurado que fuese innecesaria. Entró y salió a toda prisa de diversos
despachos, fue visto por muchas personas y dio una impresión de gran actividad. El único
resultado tangible de todo aquello fue una orden, transmitida por telégrafo a Dave
Mitchum, superintendente de la División de Colorado, que decía así:
Entregue inmediatamente una locomotora a míster Chalmers. Haga proseguir su ruta al
«Comet» con total seguridad y sin innecesario retraso. Si no sabe cumplir con sus
deberes, lo haré responsable ante la Oficina de Unificación. Clifton Locey.
Luego, llamando a su amiga para que se reuniera con él, se fue en automóvil hacia un
albergue en el campo, a fin de asegurarse de que nadie lo encontrara durante las horas
siguientes.


El jefe de expediciones de Silver Springs se quedó estupefacto ante la orden que tuvo que
entregar a Dave Mitchum. Por su parte, éste se dijo que ninguna orden de tal género
podía venir concebida en tales términos; nadie podía entregar una locomotora a un
pasajero; aquello no era más que una simple exhibición; pero al propio tiempo
comprendió de qué clase de exhibición se trataba y sintió un sudor frío al intuir quién
quedaría en evidencia como protagonista de la misma.
—¿Qué sucede, Dave? —preguntó el jefe de trenes.
Mitchum no contestó. Tomó el teléfono con manos temblorosas, pidiendo comunicación
con el telegrafista de la «Taggart» en Nueva York. Parecía un animal enjaulado.
Una vez al habla, le rogó que lo pusiera con el domicilio de míster Clifton Locey. El
telegrafista lo intentó, pero sin obtener respuesta. Le rogó entonces que continuara
probando y marcando cuantos números se le ocurriesen, en los que poder encontrar a
míster Locey. El telegrafista lo prometió y Mitchum colgó, aunque diciéndose que era
inútil esperar o hablar con alguien en el departamento de Locey.
—¿Qué ocurre, Dave?
Mitchum le enseñó la orden. Y por el aspecto de la cara del jefe de trenes, comprendió
que la trampa era tan mala como había supuesto.
Llamó a la dirección regional de la «Taggart Transcontinental» en Omaha, Nebraska,
pidiendo hablar con el director general de la región. Se produjo un breve silencio y luego
la voz del encargado de la central de Omaha le dijo que el director general había dimitido,
desapareciendo tres días antes «luego de una ligera discusión con míster Locey».
Solicitó hablar con el ayudante del director general, encargado de su distrito, pero el
ayudante se encontraba ausente de la ciudad para él fin de semana, y no podían
localizarlo.
—¡Pues póngame con cualquier otra persona! —gritó Mitchum—. ¡De cualquier distrito!
¡Por lo que más quiera, póngame con alguien que sepa decirme lo que tengo que hacer!
La persona con quien estableció comunicación, era el ayudante del director general del
distrito de Iowa-Minnesota.
—¿Cómo? —interrumpió al escuchar las primeras palabras de Mitchum—. ¿En Winston,
Colorado? ¿Y por qué diablos me llama a mí?…No; no me cuente lo ocurrido. ¡No quiero
saberlo…! ¡Le digo que no! ¡No! ¡No quiero que me obligue a tener que explicar después
por qué hice o no hice algo que no constituye problema mío…! Hable con algún director
de región y no conmigo. ¿Qué tengo yo que ver con Colorado?… ¡Diantre! No lo sé.
¡Pregunte al maquinista jefe!
El maquinista jefe de la Región Central contestó impaciente:
—¿Cómo? ¿Qué ocurre?
Mitchum se apresuró, desesperado, a explicárselo. Cuando el maquinista jefe se enteró de
que no había «Dieseis», gritó:
—¡Pues retenga ese tren! —Pero al saber que se trataba de míster Chalmers, añadió con
voz repentinamente pacífica—. ¡Hum…! ¿Kip Chalmers? ¿De Washington…? Bien. No
lo sé. Es asunto para que lo decida míster Locey. —Cuando Mitchum le dijo: «Míster
Locey me ordenó arreglarlo, pero…», el maquinista jefe exclamó con gran alivio—:
¡Entonces haga exactamente lo que le diga míster Locey!
Y colgó.
Dave Mitchum colocó también cuidadosamente el receptor en su soporte. Ya no se
enfadaba ni gritaba. Por el contrarío, se acercó de puntillas a su sillón, casi como quien
procura escabullirse y se sentó, contemplando durante largo rato la orden de míster
Locey.
Luego echó una rápida ojeada por la habitación. El jefe de expediciones estaba muy
atareado hablando por teléfono. El jefe de trenes y el capataz de máquinas se hallaban
también allí, pero simularon no estar esperando su respuesta. Le hubiera gustado que el
jefe de expediciones, Bill Brent, se marchara a su casa; pero permanecía en su rincón,
observando.
Brent era un hombre de corta estatura, delgado, con los hombros muy amplios. Contaba
cuarenta años, pero parecía más joven. Tenía la cara pálida de un empleado de oficina y
las facciones duras y flacas de un cowboy. Era el mejor jefe de expediciones de todo el
sistema.
Mitchum se levantó bruscamente y subió a su despacho, apretando en la mano la orden de
Locey.


Dave Mitchum no era muy ducho en comprender problemas de ingeniería y de transporte,
pero en cambio entendía muy bien a hombres
como Clifton Locey. Imaginó la clase de
juego que estaban llevando a cabo los directores de Nueva York y lo que ahora hacían
con él. La orden no indicaba de manera concreta entregar a míster Chalmers una máquina
de carbón, sino sólo «una máquina». Si llegaba el momento de dar explicaciones, ¿no
exclamaría míster Locey, indignado y perplejo, que, a su modo de ver, un superintendente
de División debía comprender que la orden se refería exclusivamente a una «Diesel»?
La
orden especificaba que el «Comet» debía continuar la marcha con toda seguridad. ¿No
podría un superintendente de División saber lo que era «seguridad…» y sin «ningún
retraso innecesario». ¿Qué era un retraso innecesario? Si aquel retraso implicaba la
posibilidad de un desastre mayúsculo, ¿sería considerado necesario prolongarlo una
semana o un mes?​
Mitchum se dijo que a los directores de Nueva York no les preocupaba en absoluto todo
aquello; que no les importaba si míster Chalmers llegaba a tiempo a su reunión o si una
catástrofe sin precedentes se abatía sobre la línea
; tan sólo querían estar seguros de no
tener que cargar con responsabilidad alguna. Si detenía el tren, lo convertirían en cabeza
de turco para apaciguar a míster Chalmers; si enviaba el tren y éste no llegaba a la salida
occidental del túnel, lo achacarían a su incompetencia. En cada uno de ambos casos
dirían que había actuado contrariamente a sus órdenes. ¿Qué podría él demostrar? ¿A
quién? No es posible aclarar nada ante un tribunal que carece de política concreta, de
procedimientos definidos, de reglas de evidencia, de principios con los que obligarse a
algo
; a un tribunal como la Oficina de Unificación, que declaraba inocentes o culpables a
los hombres a capricho, sin una regla fija sobre la que basarse.
Dave Mitchum no sabía nada de la filosofía de la ley; pero sí sabía que cuando un
tribunal no se siente obligado por regla alguna, tampoco lo está con respecto a los hechos
,
y entonces la vista de una causa no es un acto de justicia, sino una acción meramente
humana. El destino del procesado depende entonces no de lo que haya hecho o no hecho,
sino de a quién conoce o deja de conocer. Se preguntó con qué posibilidades contaría en
un juicio semejante, teniendo por adversarios a míster James Taggart, míster Clifton
Locey, míster Kip Chalmers y a sus poderosos amigos.
Dave Mitchum había pasado su vida eludiendo decisiones. Y lo logró, esperando siempre
ser advertido por otros, sin saber nunca nada con certeza absoluta. Todo cuanto ahora
permitía a su cerebro era un largo e indignado aullido contra la justicia. El hado, pensó,
acababa de seleccionarle para hacer frente a una terrible desdicha. Quedaría puesto en
evidencia por sus superiores en el único empleo bueno que había tenido jamás. Nadie le
había enseñado nunca a comprender que el modo en que lo obtuvo y su situación actual
constituían partes inseparables de un todo común
.

Conforme miraba la orden de Locey, se dijo que podía retener al «Comet», enganchar el
vagón de míster Chalmers a una máquina y enviarlo al túnel solo. Pero sacudió la cabeza,
antes de que la idea hubiera cobrado forma total. Comprendió que de esta forma obligaba
a míster Chalmers a reconocer la naturaleza del peligro; rehusaría y seguiría exigiendo
una máquina inexistente. Y es más: aquello significaría que él, Mitchum, tendría que
asumir responsabilidades, admitir pleno conocimiento de los riesgos, ponerse al
descubierto e identificar la exacta naturaleza de la situación; único acto que la política de
sus superiores pretendía evadir sobre todas las cosas; la única llave de su juego.
Dave Mitchum no era de quienes se rebelan contra el ambiente en que ha vivido, o
formulan preguntas acerca del código jovenlandesal de los que mandan. Optó por no desafiar a
nadie, sino seguir la política de sus superiores. Bill Brent le hubiera derrotado en
cualquier competición tecnológica, pero aquélla era una empresa en la que, en cambio,
podría vencer a Bill Brent sin esfuerzo. En cierta época existió una sociedad en que los
hombres necesitaban talentos particulares como el de Bill Brent, si querían sobrevivir. Lo
que necesitaban ahora era un talento como el de Dave Mitchum.
Dave Mitchum se sentó ante la máquina de su secretaria, y valiéndose de dos dedos,
mecanografió una orden al jefe de trenes y otra al capataz de máquinas. En la primera
instruía al destinatario para que reuniera inmediatamente un equipo de maquinistas con
destino a una finalidad descrita sólo como «caso de urgencia». En la segunda daba
instrucciones al capataz de máquinas para que «enviara a Winston la mejor locomotora
disponible, a fin de atender un caso urgente».
Se metió en el bolsillo las copias al carbón, abrió la puerta, llamó a gritos al empleado
nocturno y le entregó las dos órdenes, encargándole transmitirlas a los interesados, que se
encontraban abajo. El empleado era un muchacho consciente, que confiaba en sus
superiores y sabía que la disciplina es la primera regla en un ferrocarril. Le asombró
extraordinariamente que Mitchum cursara órdenes escritas para quienes se hallaban un
piso más abajo
, pero no hizo preguntas. Mitchum esperó nervioso. Al poco rato vio al
capataz de máquinas cruzar el espacio que le separaba del depósito. Se sintió aliviado;
aquellos dos hombres no habían optado por hablarle personalmente; comprendieron y
estaban dispuestos a realizar el juego, del mismo modo que lo realizaba él.

El capataz de máquinas atravesó el espacio libre, mirando al suelo. Pensaba en sus cosas,
en sus hijos y en la casa que le había costado toda una vida comprar. Sabía lo que estaban
haciendo sus superiores y se preguntaba si sería prudente obedecerles. Nunca temió
perder su empleo. Con la confianza de un hombre competente sabía que, si se peleaba con
un jefe, siempre encontraría otro. Ahora, en cambio, sentía miedo. No tenía derecho a
abandonar su trabajo o a buscar otro. Si desafiaba al jefe, quedaría a merced del ciego
poderío de una simple oficina directriz, y si ésta se ponía contra él, se vería sentenciado a
una fin lenta por hambre, ya que le impedirían obtener otro empleo
[ESTO ES EL SOCIALISMO, NOTA DE AR2]. Y sabía que la
Oficina obraría contra él; que la llave del obscuro y caprichoso enigma que regía las
contradictorias decisiones de la Oficina se basaba en el secreto poderlo de la fuerza. ¿Qué
posibilidades tendría contra míster Chalmers?

Hubo un tiempo en que los intereses de sus
jefes habían exigido de él el ejercicio de una gran pericia. Ahora, ésta no era ya necesaria.

Hubo un tiempo en que se le pidió lo mejor y se le recompensó de acuerdo con ello.
Ahora, sólo podía esperar un castigo, si intentaba obrar según su conciencia.

En otros
tiempos se esperó de él que pensara. Ahora no deseaban sino que obedeciera. No querían
que continuara teniendo conciencia. En tal caso, ¿por qué levantar la voz? ¿En beneficio
de quién?​

Pensó en los trescientos pasajeros que viajaban a bordo del «Comet». Pensó en
sus propios hijos. Tenía a uno en el Instituto y a una hija de diecinueve años, de la que se
sentía feroz y dolorosamente orgulloso, porque estaba considerada la más bella joven de
la ciudad.

Se preguntó si podía sumirlos en el mismo destino que el de los hijos de
quienes carecían de empleo, como había venido viendo en zonas agostadas, en colonias
alrededor de fábricas cerradas y a lo largo de vías desmanteladas. Vio, presa de
asombrado terror, que no le quedaba más remedio que elegir entre las vidas de sus hijos y
las de los pasajeros del «Comet». Un conflicto de tal género no hubiera podido ser
previsible en otros tiempos. Protegiendo la seguridad de los pasajeros se había ganado la
de sus hijos. Había servido a unos, sirviendo a los otros; nunca hubo intereses
contrapuestos ni necesidad de victimas. Ahora, en cambio, si quería salvar los pasajeros,
tendría que hacerlo mediante el sacrificio de sus hijos
. Recordó vagamente los sermones
escuchados acerca del altruismo de la propia inmolación, la virtud de sacrificar por otros
lo que nos es más querido. No sabía nada de la filosofía de la ética; pero comprendió
repentinamente, no en palabras, sino en forma de un dolor obscuro, irracional y salvaje,
que si aquello era la virtud, no quería cuentas con ella.

Se acercó al depósito y dispuso que una enorme y antigua locomotora de carbón quedara
dispuesta para trasladarse a Winston.
El jefe de trenes tomó el teléfono en la oficina del jefe de horarios, para convocar un
equipo, según lo ordenado. Pero su mano quedó inmóvil. Acababa de darse cuenta
repentinamente de que iba a reunir a unos hombres para condenarlos a fin, y que de
las veinte vidas que figuraban en la lista colocada ante él, dos terminarían en cuanto él las
señalara. Sintió una sensación física de frío, pero nada más; no experimentaba
preocupación, sino tan sólo una asombrada e indiferente perplejidad. Nunca su tarea
había consistido en obligar a unos hombres a la fin, sino, por el contrario, en
señalarlos para que se ganaran la vida. Pensó que todo aquello era extraño, y extraño
también que su mano se hubiera detenido. Lo que la obligaba a ello era algo que quizá
habría sentido veinte años atrás; pero no, se dijo, tan sólo un mes escaso.
Tenía cuarenta y ocho años. Carecía de familia, de amigos y de lazo de unión con
cualquier otro ser viviente en el mundo. Toda la capacidad de devoción que hubiera
podido poseer, la capacidad que otros desparramaban entre muchos objetivos, la había
dedicado a una única persona: su hermano menor, veinticinco años más joven, y al que
había criado y educado. Lo hizo ingresar en una escuela tecnológica, y tanto él como los
maestros llegaron a la conclusión de que el muchacho llevaba latente la marca del genio.
Con la misma decidida devoción de su hermano, el muchacho sólo se preocupó de sus
estudios, sin importarle los deportes, las fiestas o las mujeres. Sólo vivía pendiente de la
ilusión de aquello que crearía como inventor. Luego de graduarse en la escuela, había
ingresado, con un salario extraordinario para su edad, en el laboratorio de investigación
de una empresa eléctrica de Massachusetts.
El jefe de trenes recordó que estaban a 28 de mayo. La directriz 10-289 había sido hecha
pública el día primero. Y por la tarde del mismo día, alguien le informó de que su
hermano se había suicidado.
El jefe de trenes oyó insistir en que la directriz era necesaria para salvar la nación. No
sabía si era cierto o no; no tenía modo de comprender lo que era necesario para salvar al
país. Impulsado por un sentimiento que no podía expresar, había entrado en el despacho
del editor del periódico local, solicitando que publicaran la noticia de la fin de su
hermano. «La gente ha de enterarse» fue todo cuanto pudo dar como razón. Le fue
imposible explicar que los maltrechos contactos de su mente le habían hecho llegar a la
conclusión de que si aquello se ejecutaba por voluntad del pueblo, el pueblo debía saberlo
todo. No podía creer que, una vez enterado, siguiera por el mismo camino. El editor
rehusó, declarando que sería perjudicial para la jovenlandesal pública.
El jefe de trenes no sabía nada de filosofía política; pero a partir de aquel momento
perdió todo interés por la vida o la fin de cualquier ser humano en el país.
Sosteniendo el teléfono en la mano, pensó que quizá debiera advertir a los hombres a
quienes iba a llamar. Tenían confianza en él y jamás sospecharían que los mandara a la
fin a sabiendas. Pero sacudió la cabeza. Era un pensamiento anticuado, un
pensamiento de un año atrás, un resto de los tiempos en que también él confió en los
demás. Ahora no importaba. Su cerebro trabajaba lentamente, como si arrastrase las ideas
por un vacío en el que ya ninguna emoción respondiera para espolearlo. Pensó que si
advertía a alguien se provocarían conflictos; surgiría forcejeo y lucha y que él habría
realizado un esfuerzo para iniciarla. Había olvidado de por qué luchaban las gentes. ¿Por
la verdad? ¿Por la justicia? ¿Por la fraternidad? No deseaba realizar dicho esfuerzo. Se
sentía muy cansado. Si advertía a los componentes de su lista, nadie querría conducir
aquella máquina y no sólo salvaría dos vidas, sino las de los trescientos pasajeros del «Comet». Pero las cifras no representaban ya nada para él; la palabra «vidas» era sólo
eso: una palabra desprovista de significado.
Se llevó el auricular al oído y llamó a dos números, requiriendo la presencia de un
maquinista y un fogonero para una tarea inmediata.
La máquina número 306 había partido ya hacia Winston cuando Dave Mitchum bajó.
—Prepárenme un vehículo —ordenó—. Voy a subir a Fairmount.
. Fairmount era una pequeña estación a veinte millas al Oeste, sobre la misma línea. Los
hombres hicieron una señal de asentimiento, sin formular preguntas. Bill Brent no se
encontraba entre ellos. Mitchum entró en el despacho de éste. Lo encontró sentado, en
silencio, a su mesa, como si esperase.
—Voy a Fairmount —le dijo con voz agresiva y en exceso casual, como si no fuera
necesaria respuesta alguna—. Tenían una «Diesel» hace cosa de un par de semanas…
algo así como en estado de reparación… y voy a ver si podemos utilizarla.
Hizo una pausa, pero Brent no pronunció palabra.
—Tal como vienen ocurriendo las cosas —añadió Mitchum sin mirarle— no podemos
retener ese tren hasta mañana. Hay que exponerse en un sentido o en otro. Quizá esta
«Diesel» lo consiga, pero es la última de que podemos disponer. Si no saben nada de mí
dentro de media hora, firme la orden y envíe al «Comet» con la número 306.
Le fue difícil creer lo que Brent expresaba en palabras. No contestó en seguida, pero tras
una pausa, dijo:
—No.
—¿Qué es eso de no?
—Que no lo pienso hacer.
—¿Cómo que no lo piensa hacer? ¡Es una orden!
—No lo haré —insistió Brent, con voz que poseía la firmeza de una decisión no alterada
por emoción alguna.
—¿Rehusa obedecer una orden?
—Sí.
—¡No tiene derecho a hacerlo! Ni yo pienso discutir. Lo he decidido; es mi
responsabilidad y no solicito su opinión. Usted sólo tiene que obedecer mis órdenes.
—¿Me dará esa orden por escrito?
—¿Cómo, condenado petulante? ¿Insinúa que no me tiene confianza? ¿Está diciendo…?
—¿Por qué tiene usted que ir a Fairmount, Dave? ¿Por qué no les telefonea acerca de esa
«Diesel» si cree que tienen una?
—No irá a decirme lo que tengo que hacer, ¿verdad? ¿No pensará permanecer sentado,
interrogándome? ¡Usted se callará y hará lo que yo le diga, o de lo contrario voy a
proporcionarle una oportunidad de hablar…, pero ante la Oficina de Unificación!
Era difícil descifrar emociones en la cara de cowboy de Brent, pero Mitchum vio en ella
algo que se asemejaba a una expresión de incrédulo horror. Sólo que era un horror
derivado de su visión de él y no de sus palabras, dotado de cierto tono de temor, aunque
no del temor que Mitchum había esperado, provocar.
Brent comprendió que al día siguiente por la mañana se encontraría ante el dilema de
oponer su palabra a la de Mitchum. Éste negaría haberle dado la orden, presentaría
pruebas escritas, según las cuales la máquina número 306 había sido enviada a Winston
tan sólo para «permanecer allí», y aportaría testimonios capaces de afirmar que estuvo en
Fairmount para buscar la «Diesel». Declararía que la orden había sido cursada bajo la
sola responsabilidad de Bill Brent, jefe de horarios. No se suscitaría un auténtico caso,
521A y n R a n d L a r e b e l i ó n d e A t l a s
digno de concienzudo estudio, pero bastaría para la Oficina de Unificación, cuya política
consistía en no permitir que nada fuera estudiado con excesiva minuciosidad. Brent se
dijo que podía realizar un juego semejante y transmitir el embrollo a otra víctima, pero al
propio tiempo comprendió que no tenía valor para ello; que antes moriría que obrar así.
No era la visión de Mitchum la que provocaba en él aquel aire de horror, sino la
comprensión de que no existía nadie a quien exponer el problema y dar fin al mismo.
Ningún superior desde Colorado a Omaha y Nueva York a quien dirigirse. Todos obraban
de parecido modo. Mitchum se limitaba a obrar como ellos. Dave Mitchum pertenecía
ahora al ferrocarril y, en cambio, Bill Brent había dejado prácticamente de figurar en el
mismo.
Del mismo modo que Bill Brent había aprendido a leer de una sola ojeada en varias hojas
de papel la situación entera de una División, ahora podía contemplar también el conjunto
de su vida y el precio de la decisión que estaba adoptando. No se había enamorado hasta
la madurez; a los treinta y seis años encontró a la mujer que anhelaba. Estuvo
comprometido con ella durante los últimos cuatro años y tuvo que esperar, porque tenía a
una progenitora a la que alimentar y una hermana viuda con tres hijos. Nunca le habían
asustado las responsabilidades porque estaba seguro de su maestría para solventarlas, y
nunca aceptó una obligación hasta estar convencido de poderla cumplir. Esperó, ahorró
dinero, y ahora había llegado el momento en que se sentía dispuesto a ser feliz. Pensaba
casarse a las pocas semanas, en cuanto entraran en el mes de junio. Reflexionó sobre ello
mientras, sentado a su escritorio, miraba a Dave Mitchum; pero aquella idea no provocó
en él vacilación alguna, sino sólo pesar y una vaga tristeza… vaga porque comprendió
que no podía permitir su intromisión en semejantes momentos.
Bill Brent no sabía nada de epistemología, pero sí que el hombre debe vivir según su
percepción racional del realismo, y que no puede actuar de manera contraria ni escapar, ni
encontrarle un substituto. Y también que no existe para él otro sistema de vida.
Se puso en pie.
—Es cierto que mientras desempeñe este trabajo no puedo permitirme rehusar una orden
dé usted —dijo—. Pero sí si lo abandono. Así pues, opto por ello y me retiro.
—¿Cómo dice?
—Que me considere baja desde este momento.
—¡No tiene usted derecho a darse de baja, condenado bastardó! ¿No lo sabe? ¿No sabe
que podría meterlo en la guandoca?
—Si quiere enviar al sheriff en mí busca por la mañana, me encontrará en mi casa. No
intentaré escapar. No tengo adonde ir.
Dave Mitchum medía un metro ochenta y poseía la corpulencia de un púgil, pero ahora se
estremecía, furioso y aterrorizado, sobre la delicada figura de Bill Brent.
—¡No puede marcharse! ¡Existe una ley contra eso! ¡Tengo una ley a mi disposición!
¡No puede abandonarme! ¡No le dejaré! ¡No permitiré que abandone este edificio!
Brent dirigióse a la puerta.
—¿Repetirá ante los demás la orden que me ha dado? ¿No? Pues lo haré yo.
En el momento en que abría, Mitchum le descargó, un puñetazo en pleno rostro,
dejándole inconsciente.
El jefe de trenes y el capataz de máquinas se encontraban en el umbral.
—¡Se marchaba! —dijo Mitchum—. ¡El muy poco agraciado pretende marcharse en momentos
así! ¡Quebranta las leyes y es un fistro!
En el lento esfuerzo de levantarse y mirar a través de la neblina sangrienta que le nublaba
los ojos, Bill Brent pudo ver a los otros dos. Observó que comprendían, pero al mismo
tiempo notó en sus rostros la cerrazón de quienes no desean ver claro ni intervenir en
nada, aborreciéndole por ponerles en un compromiso en nombre de la justicia. Sin
pronunciar palabra, acabó de levantarse y salió del edificio.
Mitchum evitó las miradas de los otros.
—¡En! —gritó, alargando el cuello en dirección al jefe de horarios nocturno que se
hallaba al otro lado del recinto—. ¡Venga aquí! ¡Tendrá que hacerse cargo de esto en
seguida!
Una vez cerrada la puerta, repitió al joven la historia de la «Diesel» en Fairmount, igual
que lo había dicho a Brent, con la orden de hacer continuar su camino al «Comet» con la
máquina número 306 si no recibía noticias suyas dentro de media hora. Aquel joven no
estaba en condiciones de pensar, de hablar, ni de comprender nada. Seguía viendo la
sangre en la cara de Bill Brent, que hasta entonces fue su ídolo.
—Sí, señor —contestó resignado.
Dave Mitchum partió hacia Fairmount, anunciando a cada empleado, a cada guardagujas
y a cada obrero que hallaba en su camino hacia el vehículo automóvil dispuesto sobre la
vía, que se iba en busca de una «Diesel» para el «Comet».
El expedidor nocturno permanecía sentado en su escritorio, observando el reloj y el
teléfono y rezando interiormente para que 'este último sonara transmitiéndole noticias de
míster Mitchum. Pero la media hora transcurrió en silencio y cuando sólo faltaban tres
minutos, el joven experimentó un terror que no podía explicar, excepto por su resistencia
a cursar la orden.
Se volvió hacia el jefe de trenes y el capataz de máquinas, preguntando vacilante:
—Míster Mitchum me dio una orden antes de partir; pero no sé si cursarla, porque…
porque no la creo justa. Dijo…
El jefe de trenes se volvió y alejóse. No sentía compasión alguna. Aquel joven tenía
aproximadamente la misma edad que la de su fallecido hermano. En cuanto al capataz de
máquinas, replicó:
—Haga lo que míster Mitchum le haya ordenado. Nadie imagina que usted haya de
pensar por su cuenta.
Y salió de la habitación.
La responsabilidad que James Taggart y Clifton Locey habían evadido, descansaba ahora
sobre los hombros de un tembloroso y perplejo muchacho. Éste vaciló y luego reforzó su
valor con la idea de que no hay que dudar de la buena fe y competencia de los directores
de un ferrocarril. No sabía que su visión de dichas compañías ni de sus directivos
correspondía a un siglo atrás.
Con la consciente precisión de un ferroviario auténtico, en el momento en que la
manecilla del reloj sobrepasó la media hora exacta, puso su firma al pie de la orden,
dando instrucciones al «Comet» para que continuara su camino con la locomotora 306, y
transmitió dicha orden a la estación de Winston.
En Winston, el jefe de estación se estremeció al leerla, pero no era hombre capaz de
desafiar la autoridad de nadie. Se dijo que quizá después de todo, el túnel no fuera tan
peligroso como parecía. Tal vez la mejor política fuera en aquellos tiempos la de no
pensar
.
Cuando entregó sendas copias de la orden al jefe de tren y al maquinista del «Comet», el
primero miró a su alrededor lentamente, contemplando los rostros de los demás, plegó el
papel, se lo metió en el bolsillo y salió sin decir nada.
El maquinista leyó el papel y luego lo dejó, manifestando:
No pienso hacerlo. Y si es que en esta compañía van a cursarse órdenes semejantes, no
voy a seguir aquí. Pueden darme por despedido
.
—¡No puede marcharse! —gritó el jefe de estación—. ¡Lo detendrán!
—¡Si es que me encuentran! —dijo el maquinista saliendo de la estación y sumiéndose en
las vastas tinieblas de las montañas envueltas en la noche.
El maquinista de Silver Springs que había traído la número 306 estaba sentado en un
rincón. Se rió por lo bajo y dijo:
—Se ha puesto usted amarillo. El jefe de estación volvióse a él.
—¿Lo haría usted, Joe? ¿Llevaría usted el «Comet»?
Joe Scott estaba borracho. Existió una época en que un ferroviario que llegase a su
trabajo con la más leve traza de intoxicación alcohólica hubiera sido considerado como
un doctor que llegara a su clínica con manchas de viruela en la cara. Pero Joe Scott era un
ser privilegiado. Tres meses antes fue perseguido por infracción de ciertas reglas de
seguridad, que ocasionaron un accidente grave; dos semanas antes quedó readmitido por
orden de la Oficina de Unificación. Era amigo de Fred Kinnan; protegía los intereses de
éste en su Unión, pero no contra los empresarios, sino contra sus miembros.
—Desde luego —dijo Joe Scott—. Llevaré el «Comet». Lo conseguiré si le imprimo
suficiente velocidad.
El fogonero del número 306 había permanecido en la cabina de la máquina. Cuando
acudieron para transportar aquélla a la cabeza del «Comet», miró ante sí contemplando
las luces rojas y verdes del túnel colgando en la distancia sobre veinte millas de curvas.
Pero era un individuo plácido y amistoso, excelente fogonero, sin esperanza de ascender
nunca a maquinista; sus únicas garantías se basaban en la fortaleza de sus músculos. Se
dijo que sus superiores sabían lo que estaban haciendo y no aventuró pregunta alguna.
Desde la trasera del «Comet» el jefe de tren miró también las luces del túnel y luego la
larga cadena de ventanillas. Unas cuantas estaban iluminadas, pero de la mayoría de ellas
surgía tan sólo un pálido resplandor, indicador de que dentro funcionaban las lámparas de
noche. Se dijo que era su deber despertar a los pasajeros y advertirles del peligro. Existió
una época en que la seguridad del pasaje fue para él algo superior a todo lo demás, pero
no por motivos de amor hacia sus semejantes, sino porque dicha responsabilidad formaba
parte de su trabajo y la aceptaba, sintiéndose orgulloso de cumplirla. Ahora, en cambio,
experimentaba una desdeñosa indiferencia, carecía de deseo alguno de salvarlos. Habían
solicitado y aceptado la directriz 10-289 y continuaban viviendo evadiéndose de los
veredictos cursados por la Oficina de Unificación sobre víctimas indefensas. ¿Por qué no
había él ahora de abandonarlos? Si salvaba sus vidas, ni uno solo de ellos acudiría en su
defensa cuando la Oficina de Unificación lo declarase convicto de desobedecer sus
órdenes, de crear pánico y de retrasar el viaje de míster Chalmers. No sentía deseos de
erigirse en mártir para que otras gentes incurrieran con toda garantía de seguridad en sus
malvados e irresponsables propósitos.
Cuando llegó el momento, levantó su farol e hizo seña al maquinista para que iniciara la
marcha.
—¿Se da cuenta? —preguntó Kip Chalmers triunfalmente a Lester Tuck, conforme las
ruedas empezaron a estremecerse bajo sus pies—. El miedo es el único sistema práctico
para contender con la gente.
El jefe de tren saltó a la plataforma del último vagón, pero nadie le vio cuando descendió
por la parte contraria, desvaneciéndose en las tinieblas.
Un guardavías se hallaba dispuesto a maniobrar la aguja que introdujera al «Comet»
desde el apartadero en la vía principal. Contempló el tren cuando avanzaba lentamente.
Era sólo un resplandeciente foco blanco con un rayo de luz que pasó por encima de su
cabeza, mientras un trueno hacía temblar el suelo bajo sus pies. Comprendió que no debía
manipular aquella aguja. Evocó cierta noche, diez años antes, cuando arriesgó su vida en
una inundación para salvar a un tren que iba a ser arrastrado por la corriente. Pero los
tiempos habían cambiado. En el momento de accionar la palanca y ver cómo la luz del
faro cambiaba bruscamente de dirección, comprendió que a partir de entonces, y para el
resto de su vida, aborrecería su empleo.
El «Comet» serpenteó entre el apartadero para convertirse luego en una línea delgada y
recta y lanzarse hacia las montañas con el rayo de haz de su foco semejante a un rastro
extendido que indicara el camino y la curva de cristal del coche salón formando su
extremidad posterior.
Algunos pasajeros iban despiertos. Conforme el tren inició su ascensión, pudieron
observar las luces de Winston al fondo de la obscuridad bajo las ventanillas; luego la
misma obscuridad surgió, flanqueada por las luces rojas y verdes del túnel, en la parte
superior de las ventanillas. Las luces de Winston se fueron haciendo más pequeñas
mientras el neցro agujero del túnel se iba ampliando lentamente. A veces, ante las
ventanillas pasaba un velo neցro que disminuía el resplandor de los fulgores; era el
espeso humo de la locomotora de vapor.
Conforme el túnel se fue acercando, vieron en el borde del cielo, muy lejos, hacia el Sur,
en un vacío de espacio y de peñascos, un punto de fuego que se agitaba al viento. Pero no
sabían lo que era ni les importaba enterarse.


Se dice que las catástrofes se basan estrictamente en la casualidad y algunos habrían
afirmado que los pasajeros del «Comet» no eran culpables ni responsables de lo que les
estaba sucediendo.


El hombre que ocupaba el dormitorio A, en el vagón número 1, era un profesor de
sociología para quien la maestría individual no ejerce consecuencias; el esfuerzo de cada
uno es inútil; una conciencia individual representa un lujo innecesario; no existe mente o
carácter o acción de tipo personal, todo se consigue colectivamente y lo que cuenta es la
masa y no el hombre.

El ocupante de la litera 7, en el vagón número 2, era un periodista que escribía que es
adecuado y jovenlandesal ejercer la fuerza «por una buena causa». Creía poseer el derecho a
hacer uso de la fuerza física sobre otros, estropear vidas ajenas, ahogar ambiciones,
estrangular deseos, violar convicciones, aprisionar, despojar y asesinar por todo aquello
que, a su modo de ver, constituyera lo que representaba su idea de «una buena causa». No
era preciso que se tratara de una idea, puesto que nunca pudo definir lo que consideraba
bueno; había declarado simplemente que se dejaba guiar «por cierto sentimiento», un
sentimiento no coartado por conocimiento alguno, puesto que consideraba las emociones
superiores a dicho conocimiento y se basaba simplemente en su «buena intención» y en el
poder de un arma.

La mujer de la litera 10, en el vagón número 3, era una profesora de edad madura, que
había pasado su vida transformando una clase tras otra de indefensos chiquillos en grupos
de cobardes, perversoss, enseñándoles que el deseo de la mayoría es el único patrón para
medir el bien y el mal; que una mayoría puede hacer lo que quiera; que no es preciso
resaltar la personalidad de cada uno, sino obrar como los otros obren.

El ocupante del salón B, vagón número 4, era un editor de periódicos, imbuido de la idea
de que los hombres son malos por naturaleza y están incapacitados para la libertad; que
sus instintos básicos, si se les deja en estado natural, son la mentira, el robo y el crimen, y
que por ello hay que gobernarlos con mentiras, robos y crímenes, cosas que constituyen
exclusivo privilegio de los gobernantes, a fin de forzarles al trabajo, enseñándoles a ser
jovenlandesales y manteniéndolos dentro de los límites del orden y la justicia.

El viajero del dormitorio H, vagón número 5, era un negociante que había adquirido su
empresa, una mina, con ayuda de un préstamo gubernamental bajo la ley de Igualdad en
las Oportunidades.

El hombre del salón A, coche número 6, era un financiero que hizo su fortuna
adquiriendo acciones ferroviarias «congeladas» y permitiendo que sus amigos de
Washington las «descongelasen».

El del asiento 5, coche número 7, era un obrero convencido de tener «derecho» a un
empleo, tanto si el empresario lo quería como si no.

La ocupante de la litera 6, vagón número 8, era una conferenciante convencida de que,
como consumidora, tenía el «derecho» a ser transportada, tanto si los ferroviarios querían
como si no.

El hombre de la litera 2, vagón número 9, era un profesor de Economía que abogaba por
la abolición de la propiedad particular, explicando que la inteligencia no desempeña parte
alguna en la producción industrial; que la mente humana está condicionada por las
herramientas materiales; que cualquiera puede dirigir una fábrica o un ferrocarril, puesto
que sólo se trata de conseguir la maquinaria adecuada.

La mujer del dormitorio D, vagón número 10, era una progenitora que acababa de colocar a
sus hijos en la litera superior, arropándolos cuidadosamente y protegiéndolos de
corrientes de aire y de vaivenes; una mujer cuyo esposo ostentaba una tarea oficial y
hacía cumplir órdenes que defendía con estas palabras: «No me importa; sólo perjudican
a los ricos. Después de todo, yo sólo he de pensar en mis hijos».

El pasajero de la litera 3, vagón número 11, era un pusilánime neurótico que escribía
comedietas en las que, como mensaje social, insertaba cobardemente pequeñas
obscenidades, encaminadas a demostrar que todos los negociantes son unos bribones.

La mujer de la litera 9, vagón número 11, era un ama de casa que se creía en el derecho a
elegir a políticos de quienes no sabía nada para que controlasen gigantescas industrias,
cuyas interioridades desconocía en absoluto.

El hombre del dormitorio F, vagón número 12, era un abogado que en cierta ocasión
manifestó: «¿Quién, yo? Siempre encontraré un modo de desenvolverme bajo cualquier
sistema político».

El ocupante del dormitorio A, vagón número 14, era un profesor de filosofía que
enseñaba la inexistencia de la mente. ¿Cómo sabemos que el túnel es peligroso?
Inexistencia de la realidad. ¿Cómo demostrar que el túnel existe? Carencia de lógica.
¿Por qué insistir en que los trenes no pueden moverse sin fuerza impulsora? De los
principios. ¿Por qué dejarse dominar por la ley de la causa y el efecto? De los derechos.
¿Por qué no atar a cada uno a su tarea por la fuerza? De la jovenlandesalidad. ¿Qué es jovenlandesal en el
manejo de un ferrocarril? De los absolutos. ¿Qué importa dónde se viva o se muera?
Enseñaba que no sabemos nada. ¿Por qué oponerse a las órdenes de un superior? Que no
podemos sentirnos seguros de nada. ¿Cómo sabéis que tenéis razón? Que debemos actuar
de acuerdo con el impulso del momento. No irá usted a arriesgar su empleo, ¿verdad?

El ocupante del salón B, vagón número 15, era un joven que había heredado una gran
fortuna y que no cesaba de repetirse: «¿Por qué ha de ser Rearden el único a quien se
permita fabricar metal Rearden?»

El hombre del dormitorio A, vagón número 16, era un filántropo que había dicho:
«¿Hombres dotados de habilidad? No me importa que sufran ni si pueden soportarlo.
Deben ser castigados y apoyar al incompetente. Francamente, no me importa que sea
justo o no. Me enorgullezco de no garantizar justicia alguna a los más hábiles cuando los
necesitados necesitan piedad».

Tales pasajeros estaban despiertos. No existía en todo el tren nadie que no compartiese
con ellos una o varias de sus ideas
. Conforme el tren se introducía en el túnel, la llama de
la antorcha Wyatt fue lo último que vieron en la tierra.

http://www.burbuja.info/inmobiliari...ue-aparece-rebelion-de-atlas-de-ayn-rand.html
 
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Pongamos de nuevo lo puesto en otro hilo, para que circulen las imágenes:

Fijáos en el módulo generador, lo que va detrás de la máquina, exclusivo de la serie 730 y que permite circular por vías sin electrificar:

Presentacion_Talgo_s130H_2a.jpg


... con ese único bogie, y no con dos ejes. Y con este reparto de pesos:

800px-Presentacion_Talgo_s130H_2b.jpg


Es decir con una maquinaria grande y pesada a elevada altura sobre los ejes, es decir, con centro de gravedad bastante más alto que el resto del convoy.

Y por si había duda, este diseño parte de una decisión política, como dice Ayn:

Aún con esta ventaja, Renfe seguía teniendo que mover Talgos remolcados: aquellos que continuaban recorrido en líneas diesel. Pepe Blanco, en un momento quijotesco, se le ocurrió pedir a Talgo pedir si podían hacer el más difícil todavía y añadir motores diesel a los s130.

Decisión política que tiene que pasar por el beneplácito técnico, como es lógico, pero aún así da que pensar.

Fuente: Un (hipotético) viaje en Alvia (I): el tren y la línea

Más info sobre la serie 730: Renfe Serie 730 - Ferropedia

Y ahora volvamos a ver el video del accidente: el tren ya está iniciando su descarrilamiento antes de entrar en la curva:

[YOUTUBE]oH_IjAxDwLo[/YOUTUBE]

Entra en la curva con el módulo generador "cabalgando", impulsado hacia delante respecto a la máquina por la inercia, seguramente ya saliéndose de los railes. Es en la curva cuando descarrila el resto de la composición arrastrado por ese módulo. Supongo que los técnicos que diseñaron y añadieron el módulo generador a este tren habrán visto este video cientos de veces. Me gustaría saber qué pasa por sus cabezas. Y el juez debería como mínimo citarles a declarar, al menos como testigos o como peritos.
 
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