Claudia se fue. Claudia no está. Claudia se escapa de mi vida

Arburnot

Himbersor
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Siempre he tenido cubierto el aspecto material de mi vida, que tanto preocupa a muchos aquí. Nací con una enfermedad que me mantiene en silla de ruedas, lo que me llevó a cobrar una paguita por incapacidad permanente, que no creo, sinceramente, que nadie envidie. Mis padres murieron jóvenes, pero me dejaron su piso, ya pagado, y unos pocos ahorros. No tengo aficiones que me consuman dinero, ya que prácticamente, vivo aislado. Leo mucho, escucho música clásica y veo el mundo a través de Internet. Nunca he tenido amigos, ni por supuesto, pareja. Supongo que por eso, acabé inventando a Claudia.

Porque la soledad es insoportable. Saber que eres un lisiado, y que jamás nadie te va a querer como eres por esa circunstancia, que nunca podrás competir, ni mucho menos ganar, es terrible. En realidad, amigos nunca he necesitado, porque nunca los tuve y no los echo en falta. El amor es otra cosa. La necesidad de ser amado, aceptado. Pero es imposible. Estoy en silla de ruedas. Décadas de ser un ratón de biblioteca me obligan a llevar unas enormes gafas, el escaso contacto directo con el sol y el nulo ejercicio físico me dan una piel paliducha y un cuerpo flaco, la cara marcada por el sufrimiento... no son condiciones para competir. Mi psicólogo me insistía en que fuera a actividades a un centro de discapacitados, pero yo no tenía interés en eso. Me parecía que tener contacto con otras desgracias, solo nutriría la mía.

Así que inventé a Claudia. Una mujer completamente normal, en todos los aspectos, que se enamoraba de mí. Una amante de la música clásica, de la literatura, como yo. Para hacerla lo más real posible, le di otras aficiones que yo no tengo, como el cine o el deporte. Cuando me quise dar cuenta, tenía más de 15 páginas escritas con la vida y costumbres de Claudia. Incluso sabía que aspecto físico tenía, el de una joven Jennifer Conelly:

Phenomena.jpg


No fue nada fácil darle vida. Es dificilísimo crear a una persona de la nada. Pero, ¿sabéis qué? Las personas funcionamos por rutinas. Ejecutamos pequeñas rutinas todos los días, que tenemos automatizadas. Por la mañana les das los buenos días a tu mujer, tu padre, tu novia, tu hermano, con quien vivas. Siempre saludamos igual a los compañeros de trabajo. Cada día es un ejercicio de rutinas repetidas con pequeños cambios. Así que, me decidí a convertir en rutina mi relación con Claudia.

No diré que al principio no me sentía avergonzado. Yo me sentaba y le daba voz a una persona que sabía que no existía. Por entonces solo nos estábamos conociendo, eso ayudó. La ficción no era continua. Ella iba y venía. Yo estaba solo la mayor parte del tiempo, exactamente como siempre, solo nos veíamos para cenar, o salir a dar una vuelta por mi barrio, o para ir a la biblioteca. Incluso me bajé una app que programa alarmas aleatorias a lo largo del día: cuando sonaba una de esas alarmas, era Claudia, que me llamaba por teléfono, me mandaba un Whatsapp, o venía a casa por sorpresa. A veces me ponía una película en el ordenador (cosa que repruebo, nunca me ha gustado el cine) sólo porque estaba con ella, la veía completa y la comentaba. A Claudia le gustaban las comedias románticas (oh, tópico) pero también las de terror, los musicales y las de aventuras. Detestaba la ciencia ficción y las del oeste.

Y así, le fui dando vida. Al principio es difícil, porque no existe. Pero luego le das vida, la creas, como se crea a un personaje de novela, le das voz propia. Y me gustaba. Me gustaba Claudia. Cuando te gusta el "personaje" es más fácil darle vida.

Llegó un momento en que nos enamoramos, y finalmente, ella se vino a vivir a mi casa. Por la mañana, cuando me despertaba, Claudia estaba allí, para ayudarme a levantarme un día más. Si comía o cenaba, estaba con ella, comentábamos las noticias de la tele, o la serie o reality que estuvieran haciendo en ese momento. Y nos reíamos mucho. Lo pasábamos muy bien. Íbamos a la biblioteca a elegir libros juntos y si yo leía, siempre tenía que detenerme de vez en cuando, para responder a sus preguntas sobre qué me estaba pareciendo el libro. Gracias a Claudia empecé a salir más de casa. Siempre he odiado que la gente me vea en silla de ruedas, ya sé que es una completa tontería, una debilidad mental, pero así es. Pero no puedes darle vida a una relación que pretendes que sea real (al menos, en tu cabeza) y mantener a la mujer en casa siempre. Eso no es creíble. Así que íbamos a museos, a restaurantes y al cine. No me sentó mal.

Llegó un momento en que lo conseguí. Nunca estuve lo bastante enfermo como para verla, pero para mí estaba ahí: había interiorizado las rutinas. Sabía cómo le daba vueltas al café con la cucharilla (4 vueltas derecha, 1 izquierda), sabía cómo se secaba el pelo con una toalla después de ducharse, casi la podía ver comiendo con mucha tranquilidad delante de mí. Sabía que le gustaba meterse en la cama con los calcetines y quitárselos una vez se le había pasado el frío. Sabía cómo le gustaba abrazar y besar, y cómo olía su pelo, incluso sabía que marcas de maquillaje usaba.

Durante mucho tiempo, fue maravilloso. Todo está en la mente, y por primera vez, me sentía querido. Y sentir lo es todo. Y Claudia tenía su vida. Estudiaba en un conservatorio mientras trabajaba en una tienda de discos de dependienta, y tenía familia, y amigas, y le gustaba la pizza más que nada en el mundo, aunque prefería vegetariano para mantener la forma. A menudo trabajaba en recitales y obras de teatro, y recibía premios y honores, y venía a casa radiante, porque a ella nada le parecía totalmente real hasta que lo había compartido conmigo. ¿Irónico, no?

Debió funcionar, porque se me olvidó la soledad. Dejó de doler el silencio que siempre ha sido la banda sonora de mi vida. Ahora estaba Claudia, la música de Claudia, los olores de Claudia, la comida de Claudia, los libros de Claudia. Estaba viva.

Luego se me empezó a ir la olla. No me voy a detener mucho en contar esto. repruebo esta época de mi vida, pero me empecé a despertar chillando en la cama, llamándola. Y a veces, ella estaba allí, y en susurros, con voz cansada de persona recién despertada, me tranquilizaba. Y otras veces, no estaba. Otras veces, volvía a sentir esa sensación de angustia en el pecho, de estar solo en la vida y sin nada ni nadie. Empecé a hablarle a la gente de Claudia, y la gente empezó a rayarse y no tardé en hablarle a mi psicólogo, que me aconsejó ingresarme unos días en un hospital.

Y entramos 2 en el hospital, yo muerto de miedo, y Claudia, siempre ahí para mí. Y salió solo uno. Yo, claro. Claudia no existe. En realidad nunca creí, intelectualmente, que existiera, pero sí lo creí emocionalmente, eso dice mi psicólogo.

Y la verdad... lo echo de menos. Sigo preguntándome que tiene de malo soñar, si soñar te hace feliz en una vida infeliz. Pero claro, ahí está el reverso: soñar no es malo, confundir el sueño con la realidad, sí. Eso empezaba a pasarme a mí, y según mi psicólogo, que yo empezara a hablarle a mis vecinos de Claudia como si existiera no fue porque yo creyera en ella, sino porque yo estaba pidiendo ayuda a gritos.

Y la recibí. He vuelto a mi vida de siempre. Que es una hez. Y ahora echo de menos a Claudia, como si hubiera sido una persona real. De hecho, ha sido la relación más real y auténtica que he tenido nunca. Me quiero morir. Veo la vida sin ella y me pregunto... ¿para qué?