Arturo Pérez-Reverte en JotDown: «Somos lo que queremos ser, cada uno tiene el mundo que se merece»

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Arturo Pérez-Reverte: «Somos lo que queremos ser, cada uno tiene el mundo que se merece» - Jot Down Cultural Magazine

Arturo Pérez-Reverte: «Somos lo que queremos ser, cada uno tiene el mundo que se merece»
Publicado por Enric González


Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) vive en una casa que evoca el universo de sus novelas. Tiene más de treinta mil libros. Y maquetas de barcos. Y armas antiguas. Y un montón de artefactos maravillosos, como un viejo catalejo de ballenero que le regaló su amigo Javier Marías. El entrevistador le conoce de hace tiempo, de cuando era reportero y coincidieron en algún conflicto, y comprueba que no ha cambiado. Es amable, pero no dócil; es fiel a sus amigos, pero no compadrea con cualquiera. La conversación se desarrolla en su biblioteca.

¿Nunca tienes un pinchazo de nostalgia por el periodismo?

Tengo el impulso. Ocurre como cuando has sido torero o cura. Hay oficios que marcan. Pero otras cosas se superponen a cualquier pinchazo de nostalgia: soy consciente de la edad que tengo, de que el tiempo ha pasado, de que el mundo actual no es el de antes, de que el periodismo que se hace ahora no es el que yo hacía, de que la técnica ha cambiado, de que la psicología del público también ha cambiado, de la inmediatez de la transmisión, de que internet le ha dado la vuelta a todo… eso me consuela y me templa la melancolía. Sé que ahora tendría que hacer un esfuerzo técnico y psicológico enorme para reciclarme y poder hacer el periodismo que hay que hacer ahora; y me da pereza. Trabajé veintiún años como reportero y ya está bien. Digamos que la melancolía o la nostalgia quedan compensadas por la lucidez.

¿Cuándo has tenido el último pinchazo de periodismo?

Pasa siempre. Estás viendo lo de Libia o lo de Siria en el telediario y te dices, «¿por qué están en la frontera?, ¿por qué transmiten desde ahí, por qué no están dentro?». Además conoces el país, la frontera, los montes, y piensas que tú habrías entrado por tal sitio, que habrías llamado a Fulano para que te metiera, que habrías sobornado a tal aduanero… y notas que la experiencia del viejo astuta que fuiste en tu tiempo iría bien para ese tipo de situación. No con todos, evidentemente, hay gente que lo hace mucho mejor de lo que yo lo hacía, pero tienes esa sensibilidad hacia el oficio que es imposible de perder. Fueron veintún años, fueron muchos ratos de todo tipo… Pero todo eso se contrapesa con la certeza de que tengo sesenta y cuatro años y ya no podría estar tres días sin dormir, ni recorriendo mil kilómetros a pie… Ya no puedo hacer esas cosas, acepto que es otra vida la que estoy recordando, y no la presente.

¿Planeaste la transición del periodismo a la literatura, o simplemente ocurrió?

Nada estaba planeado. Yo soy un escritor tardío. Empecé a escribir novelas con treinta y cinco años. No tenía vocación literaria. Para mí los libros eran una compañía, una herramienta que me permitía comprender el mundo y consolarme de un montón de cosas. Y un día, a la vuelta de uno de esos viajes largos y duros, me senté y me propuse escribir. Pero en vez de escribir una experiencia autobiográfica, que estuve en Eritrea, que me pasó esto y lo otro, dado que me causaba cierto pudor hablar de mí (de hecho tardé muchos años en hablar de mí como escritor), lo que hice fue situar una acción y unos personajes en la guerra de la Independencia, y mi historia, las cosas que yo había vivido y sentido, las volqué en la novela. Me pareció una forma púdica de dar salida a esa mirada. La novela [El húsar, 1986] me hizo sentir bien, aunque nadie la leyó. A la vuelta de otro viaje hice otra que se leyó un poco más [El maestro de esgrima, 1988]. La tercera, que fue La tabla de Flandes, se publicó en 1990, poco antes de la guerra del Golfo. Para mi sorpresa me fui a la guerra siendo un reportero y a la vuelta mi novela era un best seller. Y no en España: empezó vendiéndose fuera, en Francia, Italia y Estados Unidos, y luego en el mercado español. Vender novelas me permitía tener independencia económica. Entre 1990 y 1994 hubo un periodo de transición en el que seguí siendo periodista y escritor pero llegó un momento en el que comprendí que había que elegir, una cosa era incompatible con la otra. El tiempo pasaba, venía un periodismo diferente al que yo no me iba a adaptar con facilidad y vi la solución; si podía vivir de los libros, mejor. Entonces escribí Territorio Comanche, que fue la primera vez que hablé de mí, aunque el personaje se llamara Barlés, y con eso me despedí del oficio.

Es que Barlés eras tú.

Evidentemente, todos esos recuerdos son míos. He hecho ese ejercicio solo dos veces, una en Territorio Comanche y la otra en El pintor de batallas. Las dos están hechas con recuerdos personales y son novelas autobiográficas (especialmente Territorio Comanche), pero en ninguna aparezco como Arturo. No me gusta escribir memorias. No es algo que me haga sentir cómodo. La literatura es un buen filtro para suavizar las luces demasiado fuertes sobre la vida propia.

En esa transición que marcas con Territorio Comanche también hay un texto más privado en el que dices «me voy».

Sí, me voy. En la novela hablaba de la profesión con todo el amor y toda la lucidez que puede tener cualquiera que conoce el oficio de verdad. Yo contaba las cosas como son: con humor, mala leche, recordando anécdotas, bromeando y con ese toque de cinismo profesional que se adquiere en ese oficio que tú conoces tan bien o mejor que yo. Eso no gustó a mis jefes en Televisión Española e intentaron tocarme las narices. Alguien me avisó: «Arturo, me han dicho que use tu libro para empapelarte». Y pensé que a esas alturas no merecía la pena aguantar a esos cretinos teniendo la vida resuelta, no dependiendo de la tele para vivir, con veintiún años de trabajo a mi espalda… Discutir con simples supone tener que bajar al nivel de los simples y ahí son imbatibles. Recuerdo que acababa de volver de un reportaje en la antigua Yugoslavia y tenía que ir a Colombia a hablar de una novela nueva. Estaba en casa dormido, me desperté a las dos y dije: «Me voy de la tele». Yo era funcionario, era fijo del Estado, por lo que no me podían echar, me tenían que mandar a otro sitio; decidí renunciar a veintiún años, no necesitaba esa seguridad laboral ni merecía la pena. Así que me fui a la tele, escribí una carta de dimisión en la cual decía que les dieran morcilla a mis jefes y, después de enviarla a un amigo de la agencia EFE, la colgué en el tablón de anuncios y me fui. Eso es todo. Creo que fue una de las decisiones más acertadas de mi vida. Ese día volví a casa y me sentí libre. Ya no tenía la seguridad del Estado pero tenía independencia para escribir. Me la jugué y salió bien.

Pero dejaste de ir a ciertos sitios para hacerte escritor.

No, seguí yendo. Ahí tenemos dos factores complementarios. Primero, que soy marino, navego desde hace veinte años, soy capitán de yate y tengo un velero, por lo que paso mucho tiempo en el mar. A partir de ese momento en lugar de a la guerra me iba a navegar. En lugar de adrenalina en Sarajevo tenía adrenalina en un temporal en el golfo de León. La vida nómada y con ciertos sobresaltos el mar me la siguió y me la sigue proporcionando. El mar me mantuvo vinculado a la aventura, la acción y el viaje. Segundo, soy un novelista no estático; es decir, mis novelas son muy documentadas y muy complejas, viajo a los lugares en que ocurren. Para mí una novela significa un año o año y medio de viajes para, digamos, localizar exteriores. Antes de La reina del Sur estuve viviendo en Sinaloa, me hice amigo de los narcos, me emborraché con ellos… Ese trabajo de campo se parece mucho al de periodista. Es una inversión económica y profesional que hasta ahora nunca me ha salido mal. En ese sentido sigo viviendo con la maleta a medio hacer, viajando mucho; y en cuanto a emociones fuertes, el mar proporciona tantas como la guerra, o más.

¿Cuándo es la última vez que has navegado?

Hace muy poco, quince días. No tengo horarios fijos ni jefes. Mi jefe soy yo, lo que me hace ser mucho más exigente que si fuera otro. Trabajo mucho, todos los días, incluso en festivos. Y cuando llevo un mes o mes y medio y no puedo más cojo el barco y me voy a navegar. Me largo un mes o quince días. Doy la vuelta a Baleares, me voy a Italia… es un velero, por lo que depende de los vientos que haya. Y con eso calmo los diablos. Vuelvo y sigo otra vez. El mar es mi vía de escape.

Hablando de trabajo, hiciste un experimento curioso con Anotaciones sobre una novela, por Arturo Pérez-Reverte · Novelaenconstruccion.com.

Un día, mientras escribía El tango de la Guardia vieja, se me ocurrió que esas notas que uno toma, los apuntes de trabajo, podían tener interés, como juego, para alguien. Que yo sepa no lo había hecho nadie. Es ir metiendo notas dispersas: tal restaurante que por tal motivo aparecerá en la novela, y cuelgo una foto del restaurante; contar que estoy en tal lugar buscando a tal personaje; decir cómo resuelvo determinado problema técnico de algún pasaje, o que necesito una partida de ajedrez y llamo a Leontxo García, o que llamo a unos expertos en abrir cajas fuertes porque el protagonista lo hace… Pero dejé de hacerlo al cabo de un tiempo. No me gusta tener más compromisos que los imprescindibles. Ahora cuelgo cosas de vez en cuando, o me asomo a Twitter. Pero sin periodicidad fija.

¿Expertos de cajas fuertes por lo legal o por lo ilegal, para aquella novela?

Abrían cajas fuertes. La vieja agenda. Es que un reportero tiene una agenda así de grande, y yo todavía la uso para mis novelas, como La reina del Sur. Fui metiendo notas pequeñas, cortas, casi tuits, en esa página. Para mi sorpresa, ese experimento de Novela en Construcción tuvo mucho éxito. No era un manual para hacer una novela, pero a cualquiera que le interesara eso… Más que el trabajo era la cabeza del novelista.

Dices que como periodista habrías tenido que reconvertirte por las nuevas tecnologías, pero te manejas muy bien con ellas.

Por partes. Aquí soy mi jefe, nadie me obliga. Te voy a poner un ejemplo: el día que pensé que había que dejar este oficio fue en la guerra del Golfo, cuando entramos en Kuwait, y fue porque ese día desde Madrid me pidieron cinco transmisiones en directo. Entonces, ¿cuándo diablos querían que fuese dar una vuelta para saber qué pasaba en Kuwait? Eso les daba igual. La televisión, la que me pagaba y todas las demás, solo quería que se notara que tenía allí un enviado y no le importaba lo que ocurría. Les importaba un carajo lo que les contase, y encima me sugerían que dijera tal cosa o tal otra porque lo habían leído en algún periódico. Yo era un cazador, salía a cazar a la calle cada día. En Sarajevo trabajamos mucho. En Croacia, en Bosnia, hicimos cosas que estaban muy bien, pero era una continua lucha con mis jefes en Madrid: «No, es que mañana…», «yo mañana me quiero ir al frente porque quiero filmar», «no, es que necesitamos un directo desde el hotel»… verdaderas broncas. Incumplía órdenes, desertaba, para irme tres días a trabajar, y a la vuelta broncas. Les mandaba un material estupendo, gracias a los cámaras magníficos con los que trabajaba, pero no les importaba, querían tenerme de busto parlante en la terraza del hotel diciendo que «en Sarajevo…». Me di cuenta de lo que venía y es lo que hay ahora.

No digo que eso sea malo o bueno, sino que yo he trabajado de otra manera. Cuando estaba en el diario Pueblo me iba a África, pasaba allí dos meses y a la vuelta decía: «Mira, tengo esto», y lo ponían en primera. Pero eso se acabó. En la guerra del Golfo lo intuí, y en la guerra de Yugoslavia lo comprobé, así que era el momento perfecto para decir adiós y marcharse. En Sarajevo me iba con Márquez, o con Custodio, o con Miguel de la Fuente [cámaras muy expertos de Televisión Española] a una calle del barrio viejo, nos pegábamos a una pared a esperar los tiros (los serbios disparaban por la tarde), y bumba, empezaban a caer y corríamos al lugar de los impactos. Conseguíamos unas imágenes extraordinarias, porque los cámaras eran buenísimos, eran lo mejor que había, no digo ya en TVE, sino que estaban a la altura de los mejores del mundo. Tienes que estar en la calle, tienes que patearla. ¿Cómo iba a usar a Márquez en el hotel con un trípode, haciendo una entradilla, todos los días varias veces, y no salir a la calle? Ese no es mi periodismo, que lo hagan otros. Cuando ahora me preguntas por la melancolía, digo «sí pero no», porque ahora estaría enviando entradillas y no me apetece nada, con todo el respeto para quien tiene que hacerlo porque es lo que le piden.

De vez en cuando incendias Twitter.

Por edad, por carácter y por muchas cosas nunca voy a hacerme esclavo de las tecnologías o de la Red. Pero hay un mundo que está ahí, que no puedes negarte a aceptar, e intento compatibilizarlo con mi vida. Trabajo en un ordenador que no está conectado a internet, entre otras cosas para que no entre un hacker y me piratee y reviente la novela. Trabajo en un mundo cerrado de libros, notas y papeles. Y en otro lugar de la casa tengo otro ordenador conectado a internet en el que veo mi correo electrónico una vez a la semana. Viajo sin internet. A veces no se lo creen, pero es que no llevo ni tableta, yo viajo con libros. También sé que la juventud, el futuro, el entorno, lo inmediato tiene mucho que ver con las redes sociales e internet. Lo que no voy a hacer es negarme como un carcamal a aceptar la parte de ese mundo que me beneficia, me divierte o me interesa. Tengo lectores que no están solamente en España. Están también en Alemania, Italia, Israel, Japón… Eso me permite un contacto con ellos y una correspondencia. Y ahí entramos en una fase que es muy importante para mí. Por la suerte que he tenido, por el privilegio de ser un escritor al que leen, recibo una correspondencia muy intensa que no puedo atender personalmente. Yo me dedicaría un mes entero a contestar cartas, pero es imposible, no puedo. Tengo el remordimiento de no poder corresponder a gente que confía en mí, me lee, me sigue, me cuenta sus ideas. Y me siento muy mal.

Por otro lado, tampoco quiero que sean otros quienes atiendan por mí las redes sociales, porque eso sería engañar. Twitter me permite satisfacer la demanda de contacto con los lectores. No puedo tuitear todos los días, entre otras cosas porque no llevo con qué, pero si estoy aquí me siento tranquilo durante dos horas e intento contestar a la gente, opinar, a veces se monta el cirio… Digamos que soy honrado: correspondo, estoy ahí, doy la cara, asumo, discuto e intento contestar a todo el que puedo. Pero claro, tengo un millón trescientos cincuenta mil seguidores, y en una tarde han llegado a entrarme dos mil quinientos o tres mil tuits. No puedo hacer más. Necesito trabajar cada día. El tipo de novelista que soy vive con su mundo. Durante el año y medio que tardo en escribir las novelas que no son de la serie Alatriste, lo que como, lo que camino, lo que hablo, lo que veo, lo que sufro, lo que oigo… todo tiene que ver con la novela. Vivo con ese mundo en la cabeza. Lo que necesito es levantarme cada día a las ocho y ponerme a trabajar sin interrupción con lo que hice el día anterior. Lo mío es un trabajo continuo. No puedo arriesgarme a tener rupturas de estado de ánimo o de gracia, conflictos que se mezclen y que no tengan nada que ver con eso. Es un lujo que me perturbaría mucho en mi trabajo de cada día. Lo que hago es mantenerlo a raya. Entro un día un ratito y me voy. Entro y salgo, es como una habitación de la que sales y la cierras, no dejas que te invada la vida. Y así voy a mantenerlo mientras pueda.

¿Te interesa crear polémicas en Twitter?

No me interesa, pero ocurre a veces sin que lo pretenda. Opinar en las redes es exponerse a eso. ¿Te acuerdas de la que se lió cuando lo de jovenlandesatinos?… Hay una cosa que ocurre en España y que dice mucho sobre la cultura del país, un problema de comprensión lectora. Imagina que un día digo que un taxista me ha estafado. Al día siguiente habrá gente gritando que he insultado a los taxistas y que soy un me gusta la fruta. Esto es así, y más en las redes sociales, donde todo es tan superficial. La gente no habla de lo que has dicho, sino de lo que dicen que has dicho, con lo cual tras la cadena hay uno que dice que yo he dicho que todos los taxistas deben ser ejecutados por sinvergüenzas y analfabetos. Eso es muy frecuente, y no se puede estar como un bombero intentando apagar fuegos. Es imposible porque escapa a la capacidad de control, con lo cual cuando digo algo asumo la consecuencia, la manipulación, la tergiversación y la viralidad patológica de lo que he dicho. No pasa nada, porque al fin y al cabo, qué diablos, quien me lee desde hace veinticinco años sabe perfectamente de qué estoy hablando y de qué va la cosa.

Yo no perdí lectores con jovenlandesatinos, gané tuiteros. Dije: «jovenlandesatinos creo que ha hecho una política, como ministro de Exteriores, débil y claudicante», lo cual es cierto y nadie puede negar. Y llora al irse, se va como fue ministro: llorando. Es decir, se va como un perfecto cosa, porque «cosa» en el diccionario de la RAE significa, entre otras cosas, «hombre débil y falto de carácter». Ese es mi comentario en Twitter. Y de ahí a «ha llamado cosa a jovenlandesatinos porque llora, y los hombres no lloran». Total: «Reverte machista, porque ha dicho que un hombre por llorar es un cosa». Y al final se aparta de la idea original y «Reverte ha dicho que el hombre que llora es un cosa». Eso es el ejemplo clásico de lo que es internet. Si a mí eso me angustiara nunca más volvería a conectarme, pero es que me da igual. Otra cosa es que yo en Twitter utilizo un lenguaje de coleguilla de bar, porque es el que me apetece. No voy a Twitter a hablar como un catedrático, hablo en un tono de colega. Entonces, cuando uno lo saca de ahí, la gente dice: «¡Mira lo que ha dicho!». Pero es que yo lo he dicho como el que charla con unos amigos en un bar tomando una caña. Pero vamos, la prueba de que estoy a gusto es que sigo haciéndolo. Aunque los días en que hay poca noticia, algunos lo conviertan al día siguiente en titulares de prensa. Lo gracioso es que no te juzgan o discuten por lo que dijiste, sino por lo que quienes no te leyeron dicen que les han contado que dijiste.

¿Cómo es tu sistema de trabajo?

Primero hago un esquema muy sólido, con unas estructuras muy complejas que me llevan bastante tiempo. Pienso qué quiero contar, con qué personajes, en qué escenarios, qué época… Si por ejemplo la primera parte transcurre en Buenos Aires me voy allí, veo a los amigos, trabajo, pregunto, miro, fotografío, como, duermo, compro libros, documento… ¿Que son delincuentes? Pues averiguo cómo se revienta una caja fuerte. ¿Que están en el narcotráfico? Pues me tomo copas con los narcos, me hago amigo de los que no conozco… Con todo eso voy reuniendo el material necesario. Una vez en casa organizo mi trabajo. [El entrevistado se levanta y se acerca a su escritorio, N. de R.] Al lado de la mesa tengo estas estanterías, en las que voy metiendo y sacando libros y materiales que me hacen falta. Un Marie Claire de los años treinta, el Blanco y neցro de tal época, La nueva sorrentina italiana… revistas y libros de todo tipo. Libros que a lo mejor leo para escribir solo una línea o media página, pero eso es lo bueno de mi trabajo: me permite leer cosas inútiles que nunca leería si no estuviera con una novela. Leer cosas inútiles es maravilloso. Por ejemplo, yo ahora sé un montón de moda de los años treinta, cosa que antes… A eso añádele unos esquemas de trabajo, muchos cuadernos de notas, cuadernos con cotizaciones de las monedas en 1937… Un cúmulo de material que, aparte de ser divertido, le enriquece a uno. Cosas sobre taxidermia, cómo degollar a un tipo sin que haga ruido… Con todo eso, cuando tengo ya la base estructurada, empiezo a trabajar y ya, sobre la marcha, voy ampliando y modificando. Es un proceso muy dinámico, no estoy todo el tiempo cerrado en la novela, sino que estoy leyendo y enriqueciendo todo lo que puedo. Un caso típico es La reina del Sur.

Hay mucho de reportaje en esa novela.

Es que La reina del Sur es una novela muy complicada de contar y después eso no tiene que notarse, tiene que parecer muy fácil. Es como hacer una casa con un andamio y después quitar ese andamio para que solo se vea la casa. Pero ese andamio es muy complejo y costoso de levantar. La reina del Sur es una novela muy complicada y me preguntaba cómo estructurarla. Me di cuenta de que mi propia labor de documentación para ese libro podía servir como estructura del libro: un escritor indagando sobre una mujer. Los pasos que yo di para construirla a ella los da el narrador para investigarla a ella. De tal manera que cuando yo iba avanzando él avanzaba. Utilicé la misma investigación como trama novelesca. Me fui a Sinaloa y la Costa del Sol, hablé con los narcos, con los policías, con los guardias civiles, con los traficantes… estuve allí mucho tiempo porque dio la casualidad de que unos amigos relacionados con el narco estaban allí. Además yo soy un viejo reportero que conoce los códigos y tengo una buena agenda. Sé comportarme. Tú lo sabes, nuestro oficio nos da un don especial, caemos al río y nos salen aletas. Sabemos convencer a un tío que te quiere apiolar de que eres más útil vivo. Y eso vale para todo en la vida. En Sinaloa con los narcos apliqué lo que había aplicado con los bosnios, los palestinos, los israelíes, los iraníes, los chadianos o los angoleños. Dame confianza, tómate una, esta botella la pago yo… Me gasté una pasta invitando narcos. Entré en un mundo absolutamente espectacular y fascinante. El narco no se había envilecido tanto como ahora. Entonces no se mataban mujeres y niños, aún había códigos y reglas. Total, que La reina del Sur es un ejemplo clásico de cómo yo trabajo.

En esa novela aparecen, en mi opinión, varios de tus mejores personajes.

Quizá porque están vivos. Lo que yo nunca hago es meter en una novela a un personaje entero, sin cocer, crudo. Porque eso es muy peligroso y no funciona bien. Ningún personaje de la vida real puesto en una novela funciona si no lo has hervido. Ese hervor significa trabajar con ellos y hacerlos literatura. Nuestro oficio es una escuela estupenda de muchas cosas. Aprendí que cuando en un reportaje hay literatura es un mal reportaje, y cuando en una novela hay periodismo es una mala novela. Uno debe utilizar los conocimientos, pero no las técnicas. Y eso es lo que hago: nunca meto documentación cruda ni periodismo crudo en una novela. Las novelas verité nunca me han convencido.

¿Esa pasión tuya por la documentación, el verismo y la verosimilitud tiene algo que ver con la meticulosidad con que trabajaba Hergé, el creador de Tintín?

No sé, de pequeño hacía maquetas de barcos y me gusta la línea clara, tintinesca. Me defino como un novelista de línea clara. Y sí, tiene que ver con eso. Ahí tengo toda la colección de Tintín, con lomo de tela, como debe ser. Soy ordenado y metódico, e imagino que eso me ayuda a hacer ese tipo de novelas. No estoy en absoluto menoscabando el valor de los que no hacen eso. Hay escritores, muy respetables todos, algunos de ellos amigos míos, que se nutren de su imaginación. Pueden escribir trescientas páginas sobre cómo una tía mira no sé qué. Hay que valer para hacer eso, yo soy incapaz. Cuando yo hablo de violar, de apiolar, de degollar, de muertos, de soledad, de miedo, de incertidumbre, de viajes… no me lo estoy inventando, estoy buscando en mi memoria, en mi archivo personal. Cuando una novela mía funciona no es por mérito narrativo del autor, es porque todo eso lo he vivido antes ya. Recurro mucho a mi memoria, a mis sensaciones, a las personas que conocí. Alatriste es un personaje de ficción, pero está basado en veinte tíos que tú y yo hemos conocido y que son así. Tengo un álbum de fotos propio al que recurrir cuando debo hacer una novela como Un día de cólera, porque he corrido ante un tanque serbio y sé lo que es correr con los malos detrás saltando tapias como un loco.

Además, ese que corre no va diciendo «¡córcholis!»

Claro. Yo estoy manejando un material real que me permite visualizar y hacer que el lector visualice, a lo mejor con un poco más de intensidad, esas escenas dramáticas, violentas y trágicas. He vivido tragedias y también las he leído. Me crié en una casa llena de libros.

Dicen que eras un niño malísimo.

Era un niño soñador y aventurero, como todos los críos imaginativos. El típico niño al que expulsan del colegio. Me crié con Jenofonte, con Homero, con La Ilíada, con La Eneida, con Los tres mosqueteros, con Dumas, con Verne, con Stevenson, y salgo al mundo con una mochila de libros pero también con un montón de libros en la cabeza. Cuando llego a Beirut estoy viendo Troya. Esos libros me permiten digerir con un mayor aprovechamiento las circunstancias dramáticas que la vida de reportero me pone delante. Y eso te marca. Yo he visto a Héctor despedirse de Andrómaca. La primera vez que los vi fue en Chipre en 1974, cuando los paracaidistas turcos asaltaron la isla. Esa mañana salí a la calle y vi a los griegos corriendo a alistarse. Las mujeres llorando, los hombres con escopetas de caza… Todo eso te va creando un imaginario, una densidad, una serie de estratos: libros leídos, vida vivida, libros leídos después de haber vivido la vida… Y además otra cosa: tengo sesenta y cuatro años, cada vez van muriendo más amigos… Hay un montón de factores que narrativamente son muy intensos. Y de ese material salen mis novelas. Pueden gustar más o menos, pero lo que no se puede negar es que hay en ellas una carga de vida real intensísima.

Por lo que dices, debió de resultarte fácil escribir una novela, que a mí me pareció espléndida, como El pintor de batallas. Pero también debió ser terrible.

No, fácil no fue. Primero porque es una novela muy dura en cuanto a conceptos y segundo porque es muy complicada en cuanto a estructura. Esa novela no es como las otras, es distinta. La escribí como ejercicio personal. Yo volví de los Balcanes con una sensación de desolación extrema sobre el ser humano. Hasta entonces, quizá también por la edad, siempre había creído que puedes encontrar justicia en cualquier causa. Pero en los Balcanes, no. Me di cuenta de que todos eran unos me gusta la fruta. En las guerras anteriores siempre había sentido cierta simpatía por el bando en el que estaba. En Angola estuve con los dos bandos, UNITA y FNLA, y los dos me cayeron bien. Estuve con los palestinos y los israelíes, los libios y los chadíes, con los iraquíes e iraníes, en El Salvador estuve con el ejército y con los muchachos, en Nicaragua estuve con los de Somoza y con la guerrilla…

Hay un punto de empatía.

Siempre, tú sabes que es así. Pero en los Balcanes, paradójicamente, sentía desprecio por todos los bandos en conflicto. Las mujeres me parecían tristes y los hombres, violentos y brutales. Cuando escucho un idioma eslavo, aunque sea ruso, todavía me siento incómodo, me recuerda aquello. Quienes hemos estado en las guerras balcánicas sabemos lo que fueron. La vileza humana con la que aquellos me gusta la fruta se mataban los unos a los otros. Por primera vez en mi vida no tuve simpatía por nadie. Sufría con todo, evidentemente, como con las mujeres y los niños en los hospitales, pero no conseguía simpatizar con nadie, ni siquiera con las víctimas. Me daba cuenta de que todos eran culpables. De repruebo, de rencor, de vileza, de brutalidad… Y en los Balcanes comprobé que estaba cambiando de punto de vista: ya no era capaz de ver el lado bueno de las cosas y las personas, la guerra me estaba haciendo sombrío, hosco y malhumorado. Tuve en directo una enganchada muy seria sobre el ministro Solana, porque dijo que todo estaba resuelto y tuve que responder que yo estaba en Sarajevo y él estaba mintiendo. La prueba es que tardó años en resolverse.

Tú estabas allí.

Es lo que le dije: «Yo estoy aquí, ¿qué me está contando?». Me di cuenta de que me estaba cabreando hasta con los espectadores. «No, no mandes crónica que hoy hay fútbol». ¡No contamos que hay no sé cuántos muertos porque hay fútbol!

El pintor de batallas fue una especie de terapia.

Fue una forma de digerir todo eso. Fue la consecuencia de esa mirada. Con la evolución de esa mirada amarga que me traje de los Balcanes, con los restos de eso, escribí la novela. Nadie puede decir que he ocultado mis sentimientos. El pintor de batallas es una crítica feroz hacia mi mirada de reportero y mi actitud frente a la guerra. El primero que se destroza jovenlandesalmente soy yo. Ese ejercicio de violencia hacia mi mirada, de escepticismo y amargura respecto al ser humano y de asunción de la crueldad y la violencia como parte natural del ser humano… es el libro. Intenté decir: «No se equivoque, usted es un me gusta la fruta como lo pueden ser Milosevic o Mladic, solo que usted no ha tenido la ocasión de ejercer como tal. Pero usted, puesto en el lugar adecuado, con sus viejos impulsos de cazador, guerrero, depredador…».

O por cobardía.

O por cobardía. O porque no violen o maten a su hijo. Usted es capaz de hacer cualquier cosa. Estos señores lo han hecho y se seguirá haciendo porque esto es la humanidad. La mujer como botín y el hombre como depredador. Es la historia del mundo, y quien no asuma que eso es así y que únicamente la cultura, la civilización, la educación y el sentido común nos protegen de nosotros mismos, quien crea que eso está superado y que es algo que la humanidad ya ha dejado atrás, está cometiendo un error suicida. Lo estamos viendo y lo veremos. El pintor de batallas es mi novela que menos se ha vendido con relación a las otras, porque no es una novela fácil ni cómoda. Pero creo que es mi mejor novela.

Por razones obvias (Alatriste y demás) se te relaciona con el Siglo de Oro, una época que conoces bien. ¿Tu afición por esa época de la decadencia española sobreviene cuando decides crear un personaje en esa época o era anterior?

Era anterior. El Siglo de Oro [siglos XVI y XVII en España] era una época que conocía bien, porque a mi padre le interesaba mucho y crecí en el respeto a Quevedo, Lope de Vega, Calderón, Cervantes, Ruiz de Alarcón… autores que para mí eran tan normales como Dumas, Stevenson o Galdós. Me era muy familiar ese mundo. Por otra parte, como lector, creo que es el momento más interesante cultural y narrativamente de la literatura española. Hay sonetos de Quevedo que describen España mejor que Unamuno y Ortega y Gasset juntos. Además es una época en la que cuaja lo mejor y lo peor que tenemos, sobre todo lo peor. La España actual debe mucho, para mal, a los siglos XVI y XVII. Es cuando en el norte de Europa aparece un dios moderno que dice que si trabajas eres respetable, si eres respetable ganas dinero y si ganas dinero y creas trabajo y riqueza alrededor la sociedad progresa. Haz negocios, sé un hombre respetado y honrado. Nosotros, los españoles, nos quedamos con otro dios oscuro, triste, reaccionario, hipócrita, que te impide leer libros. Es el dios de algunos obispos actuales, no me refiero a todos, pero los hay ciertamente ruidosos. Esos fanáticos indeseables que no están quemando gente porque no pueden. Creo que ese siglo nos explica muy bien, y lo que somos ahora se debe mucho a lo que fuimos en los siglos XVI y XVII, cuando apostamos por un dios equivocado en todos los sentidos. ¿Por qué hay burocracia en España? Porque el rey Felipe II, o Felipe III, le dice al noble de turno, Medina-Sidonia o el que fuera, «toma, te doy las aduanas, te doy esto o aquello, fórrate porque yo no puedo pagarte, me pagas todos los años tanto dinero y haz lo que quieras». Y el noble monta un sistema. Toda esta burocracia del sello, el timbre, etcétera, es un sistema inventado hace cinco siglos para que los parásitos a los que el rey no pagaba pudieran cobrar a costa del ciudadano.

La ventaja es que lo tenemos todo registrado. La historia de España está completa en los archivos.

Sí, eso está muy bien. Disponemos de muchísima documentación sobre esos dos siglos en los cuales nos definimos perfectamente. Empezamos a perder oportunidades, ya con el Concilio de Trento. Perdemos la Enciclopedia, la Ilustración, la guillotina… Perdemos un montón de oportunidades hasta llegar a las que seguimos perdiendo ahora. Es un momento histórico muy interesante. Entonces, a la hora de montar un personaje en una España decadente, un mercenario sin fe que no lucha por la bandera sino por su propia ética personal… pensé que el Siglo de Oro ofrecía un buen contexto.

Mi impresión es que tú también tienes algo de la de la época.

Es un error buscar eso. Yo sé muy bien en qué mundo vivo.

Es que eres de las pocas personas a las que yo he oído mencionar la palabra «honor».

Bueno, no es culpa mía que eso esté devaluado. Es que las palabras «honor», «lealtad», «dignidad», «orgullo» —bien entendido, si no es soberbia— definen virtudes. Lo que pasa es que ahora si dices de un hombre que es bueno y honrado, estás diciendo que es simple. Entonces claro, siento melancolía y nostalgia de cuando esas palabras significaban virtudes y se utilizaban con naturalidad. Cuando mi padre murió, lo estaban bajando a la tumba y alguien dijo: «Era un hombre honrado y un caballero». Creo que es el mejor epitafio que he oído en mi vida y fue dirigido a mi padre. ¿Pero a quién tienes ahora que sea honrado y caballero? ¿De quién dices eso? Ni de nosotros mismos se dice. Pero eso no son conceptos del XVI o el XVII; son conceptos naturales.

Sí, pero la sociedad española ha ido degradándose, volviéndose superficial y…

Sí, ¿y qué quieres que te diga?

No, si esto lo estoy diciendo yo.

Sí, ¿y?

Estamos dolidos.

Es lo que hay. Y esa sociedad ha ido generando políticos, banqueros, economistas, hipotecas, vacaciones, chiringuitos… todo a su medida. Y esta España que tenemos ahora no es más que la consecuencia, el reflejo del espejo de la España que hemos querido tener. Somos lo que queremos ser. Cada uno tiene el mundo que se merece, que se cuestionen a sí mismos. Hemos hecho un país analfabeto, un país inculto, un país insolidario, un país maleducado… Lo hemos hecho nosotros. Lo que pasa es que algunos tenemos un refugio, una trinchera donde cerrarnos, y otros no la tienen. Yo lo tengo muy claro: a mí la España actual no me gusta. Entonces, como ves, intento atrincherarme, y sueño con mis novelas, tengo mi mundo, y los uso como analgésicos. Pero vamos, somos consecuencia de nosotros mismos: PSOE, PP, Convergència i Unió, PNV, ETA, el malo de la katana… yo qué sé… el banquero de turno, Mario Conde, El País, Intereconomía, La Cope, Sálvame, las tertulias de radio, las autocomplacientes galas de los Goya: somos nosotros. Es lo que queremos tener. Pero no me gusta, desde luego. El conjunto no me gusta nada.

¿Crees que un momento fatídico es el Concilio de Trento?

Sí, la Contrarreforma es lo que nos deja en el calabozo durante siglos. Todavía hoy estás oyendo hablar como en Trento: pones la televisión o la radio y tienes obispos hablando con el lenguaje del Concilio de Trento, de la Contrarreforma, todavía ahora, en este momento. Es algo terrible. Y además te das cuenta de que en un país como este, un país analfabeto con un escasísimo nivel de educación y cultura, esos discursos son peligrosísimos.

¿Es solo España o es Europa?

Es Europa. Esa Europa que nace en Grecia y Roma, en el Medievo, con la Biblia, el latín, el Renacimiento, la Enciclopedia, la Revolución Francesa, la democracia, los derechos del hombre y del trabajador… esa Europa ya ha desaparecido y no va a existir nunca más. Esa idea de Europa como referente cultural y jovenlandesal de Occidente, es ahora un negocio en Bruselas, en manos de una casta política de sinvergüenzas y de mercachifles analfabetos. Esa Europa de la cultura como jovenlandesal está extinguida. Eso de que la cultura tiene que ser popular es mentira. La cultura tiene que ser siempre elitista.

No estoy de acuerdo.

Tú no, pero yo sí, y soy el entrevistado. Te lo voy a razonar: la cultura siempre ha sido élite. «Popular» está en contradicción con «cultura». Lo que sí que hay que procurar es que lo popular tenga los cauces de acceso a la cultura absolutamente fluidos y limpios. Que nadie se quede atrás ni por economía, ni por sociedad, ni por nacimiento ni por raza ni por nada, pero que acceda quien quiera a la cultura. Es decir: no sacar el Museo del Prado a la estación de Atocha para que la gente lo vea; la gente que lo quiera ver, que vaya al Prado. Que se busque la vida. Que pase los filtros de interés y voluntad que le hacen merecer el Prado. A eso me refiero cuando te hablo de élite.

Ya, pero ¿dónde colocarías el ***etón popular de Dickens o Dumas?

Sí, lo que estás haciendo entonces es abrir cauces para que la gente acceda; tú no le metes el ***etón en el bolsillo al que pase por la calle. El que quiere puede acceder porque tiene un mecanismo fácil, que es una novela por fascículos a bajo precio, pero la tiene que leer. Tiene que hacer un esfuerzo por merecerla. Tú le estás facilitando acceder a la cultura, pero él tiene que leer, tiene que pagar su precio personal de interés y sacrificio. Lo que pasa es que el chico que ahorra para ir al Louvre a ver la Gioconda, que sueña con verla y coge la mochila y se paga el viaje —como he hecho yo cuando tenía dieciséis años—, llega a la Gioconda y hay cincuenta mil turistas a los que les importa un pito la Gioconda, pero están en un circuito y hay que ir por narices, y entre una cosa y otra el chiquillo se va sin ver la Gioconda, porque está todo lleno de Belenes Esteban para quienes la Gioconda es una etapa más del recorrido turístico obligatorio al que llaman cultura popular; gente que va por el mundo fotografiando cosas sin entenderlas. Lo que quiero decir es que hay que abrir las puertas de la cultura para la gente que quiera hacer el esfuerzo de acceder a ella. Pero de ahí a rebajar la cultura hasta el nivel popular para que el pueblo se sienta culto, me parece que es una perversión de la cultura y es una causa más de los males educativos y culturales, incluso sociales, que estamos teniendo hoy día.

Dumas o Dickens, con sus ***etones, hacían un esfuerzo tremendo para llegar a cualquier audiencia.

Claro, pero no tienes que ir a leer sus obras en voz alta en el mercado a quien no le interesa. Lo que algunos entienden por cultura popular es ponerse a leer a Dumas, o a Kafka, en voz alta en el mercado. Y eso no funcionará jamás. En cuanto a la popularización de la cultura, te voy a poner un ejemplo clarísimo: tú tienes la sala de Goya en el Museo del Prado. Hay días en que vas y no hay nadie. Yo suelo ir. Ahora bien, tú dices «Semana de Goya en el Corte Inglés» y hay colas que dan la vuelta a Madrid para ver a Goya, cuando está ahí todos los días desde hace dos siglos. A eso me refiero.

Siguiendo con estas cuestiones, tú vas a la Academia.

Claro, todos los jueves.

¿Qué tal te lo pasas? ¿Qué haces?

Bien, aunque no estoy de acuerdo en todo con la Academia. Javier Marías y yo somos bastante disidentes en muchas cosas, como somos disidentes activos en la ortografía. Nos hemos negado a aceptar algunas de las normas ortográficas que la Academia ha asumido, como el este, ese, esta, esa, aquel, aquella… no acentuados, y otras cosas también, y además lo decimos públicamente. Pero oye, es un sitio respetable, es un trabajo interesante. Y el vínculo con Latinoamérica es fundamental. Algunos fulastres que critican a la Academia desde España no saben lo que la Academia está haciendo con América, y lo mucho que supone el que quinientos millones de personas hablen la misma lengua, con la misma ortografía, la misma gramática, el mismo diccionario. Eso es algo que no ocurre ni con el inglés ni con el portugués, y estos bobos no se dan cuenta de que la Academia es la que mantiene ese puente. Si un colombiano, un mexicano, un argentino y un español se entienden de una manera fluida y manejan la misma autoridad común es porque hay un montón de organismos y trabajo que permiten mantener ese territorio común. En ese sentido sí estoy orgulloso de la Academia, e intento cumplir lo que se me pide, incluso cuando no estoy de acuerdo. Otra cosa que no me gusta es que se están muriendo los viejos, la gente, digamos, más venerable. Los sabios. Y al escalón de ahora, quizá sea porque es mi mismo escalón, ya no le tienes el mismo respeto. Y a alguno en concreto, algo menos que respeto.

Y lo que menos me gusta de la Academia es el conformismo. Así como hay un sector muy activo, hay un sector muy conformista que no busca complicaciones. Ignacio Bosque, por ejemplo, hizo un artículo excelente sobre el supuesto sexismo en la lengua y los manuales piratas que salen por todos lados para evitarlo, que la mayor parte son un disparate. Tuvimos un debate tremendo, y muchos en la Academia dijeron: «No saquemos esto, no busquemos polémica». Esa actitud fistro de no querer opinar para no crear polémica, de no arriesgarse nunca, no me gusta nada.

Es decir: ¿la cultura y la erudición no nos hacen mejores, es el ambiente que se encuentra en cualquier otra parte?

No, uno culto puede ser tan fistro y conformista como uno inculto. Incluso más. La cultura no nos hace mejores.

¿De qué nos sirve?

Para no gritar cuando se cae el avión [risas]. ¿Te cuento porqué te digo esto? Un día iba volando de Chipre a Beirut. Cuando subo a un avión, sé que se puede caer, porque soy razonablemente culto, como cualquiera con un mínimo de vida y lecturas, y sé que según la ley de la gravedad las cosas que pesan se caen. A veces se caen. Y cada Titanic tiene su iceberg. Porque he leído, y eso es ser culto: saber que cada Titanic tiene su iceberg o que cada avión se puede caer. Y ese día, volando en ese avión cayó un rayo, y al perder altura la gente empezó a gritar, y yo me dije: «Fíjate, estos idiotas gritando, no sé de qué se sorprenden, si los aviones se caen, ¿qué esperaban? Me voy a morir entre gente gritando, vaya forma más petulante de morir». ¿Por qué yo no grité? Porque sabía que los aviones se caen, y esos bobos creían de verdad que el avión no se iba a caer nunca. Suben al Titanic pensando que no se va a hundir. Lo creen de verdad. Creen que el coche en el que viajan no se va a estrellar contra el árbol, creen que son inmortales. Y la cultura te permite saber que no lo eres. La cultura da una actitud asuntiva, o como se diga, frente a la vida y la fin. La parte positiva de la cultura es que, cuando llegan los bárbaros, tú estás en tu biblioteca, apoyado en la ventana, viendo cómo gritan las matronas, cómo las violan, cómo arde Roma, y todo el mundo gritando, y tú dices: «Pero iluso, ¿qué esperabais? Los bárbaros hacen estas cosas. Si hubierais leído sabríais que tarde o temprano pasan estas cosas».

¿Te relacionas con algo parecido al estoicismo?

Es que no es estoicismo, es lucidez, es decir: sé que me voy a morir. Tú y yo hemos visto la guerra, que es una escuela magnífica. La guerra es un lugar de me gusta la fruta, pero también es una escuela de lucidez extraordinaria. No hay nada como la guerra para ver lo que es la vida de verdad. No hay nada como ver al ser humano usando la violencia para ver lo que es la vida de verdad. Entonces llegas y te dices que vas a morir, que todos vamos a morir.

Sí, pero piensas que tú no, de momento. Que la vida es como una novela en la que tú siempre tienes sensación de seguridad.

Sí, lo que pasa que asumes que esas son las reglas. Yo el primer muerto lo vi en el Líbano en 1973, y me senté enfrente y estuve mirándolo durante unos veinte minutos, intentando descifrar el enigma de la esfinge. Me di cuenta de que a los muertos nadie les quita el polvo de encima. Que los muertos tienen expresión de asombro, porque no se esperaban morir. Que los muertos pueden ser más jóvenes que yo. Que los muertos tienen dentro una sangre que luego se derrama y cunde muchísimo, como cinco litros o así. Y te das cuenta de que basta un fragmento diminuto de metal para matarte, y estuve ahí durante ese rato, teniendo yo veintiún o veintidós años, y para mí esos veinte minutos fueron una lección de vida interesantísima. Desde entonces he pasado la vida haciendo ese ejercicio con los muertos, con los vivos, con los heridos, con el taxista, etcétera. Y cuanto más miras, más asumes que esas son las reglas. Por eso cuando veo el avión caer y observo que alguien no grita, me fijo en él y me digo «este tío es interesante, esta tía, esta sabe». Ese tipo de persona es a la que estudio, y me interesa.

A eso iba. Tú reivindicas un cierto tipo de persona en tus novelas.

Sí, yo siempre tiro del mismo personaje. Distintas situaciones, momentos distintos, circunstancias históricas y personales variables… pero en realidad el personaje siempre es el mismo. Es un tipo de hombre o mujer ante unas circunstancias exteriores que le obligan a pelear, o a veces tiene que salir afuera a un mundo hostil, o es un Jenofonte buscando el mar, pero siempre es un tipo de ser humano con una vida concreta, que es la que yo tengo.

Es un personaje propenso al sacrificio inútil, a cumplir su deber de una forma resignada.


¿Sabes qué pasa? Que yo ya perdí la inocencia. Mis héroes no pueden ser inocentes, porque yo no lo soy. El héroe de corazón puro, noble y tal, que se sacrifica por la causa… está muy bien, no me meto con él, pero no me lo creo. No puedo trabajar con eso porque no me lo creería. Mis héroes no tienen fe, desde el cura de La piel del tambor al reportero de Territorio Comanche, pasando por Alatriste o el maestro de esgrima. No tienen fe, porque la vida les ha despojado de ella. Justamente ahí está el drama: ¿qué haces una vez te quitan la bandera, la ideología, a Dios, cuando dejas de ser Héctor y Aquiles y pasas a ser Ulises, cómo sobrevives entonces? A mí me interesa Ulises, claro, no Héctor y Aquiles, a los que no me creo. Yo hago novelas con el Ulises que la vida ha dejado en mi mirada.

Sí, pero tu Ulises tiende a sacrificarse.

Sí, claro, hay factores: están el amor, el arrebato, la amistad, el orgullo, los narices… siempre hay un móvil. Pero para mí tiene más mérito el héroe cansado que el héroe sin cansar. El héroe inocente puede ser cualquier fulastre. Ser Héctor o Aquiles está chupado: te dan el pasaporte, sí, pero mueres por la patria, por Dios, vas al cielo, te ponen un monumento en tu pueblo… El otro es el que las pasa mal. El héroe que no tiene a nadie mirándolo, el que tiene remordimientos, que mató y violó en Troya y degolló a niños, y que además está atormentado porque sabe que su mujer le está poniendo los cuernos, y pierde a sus compañeros… Es un tío al final que no tiene más que sus redaños y su espada, y ahí hay una épica que sí me interesa mucho, de ahí salen mis novelas. No es un heroísmo normal, es un heroísmo retorcido: no lo haces por la patria; lo haces por una mujer, por echar un polvo, por ser rico, por venganza… Por pasiones sólidas, oscuras y sangrientas, pero no por una tontería como la patria o Dios. Esos son mis héroes, y por eso el lector que me lee y al que le gustan mis libros sabe, reconoce y le gusta moverse en ese territorio, porque se siente cerca de ese tipo de heroísmo. Si mis novelas funcionan es precisamente por ese lector que se identifica con —o al menos comprende o le fascina, o fue o quiere ser— ese tipo de personaje. Mi éxito como escritor se basa menos en mis tramas que en mis personajes.

Hombre, todo ayuda.

Sí, pero ya entiendes lo que quiero decir: sin esos personajes, mis novelas serían aventuras. Y en realidad, la aventura es solo un pretexto. Lo que me gusta es que un lector mío reconoce las novelas por su personaje, y dice: este tío es revertiano. Para un autor es un orgullo que te reconozcan más por tus personajes que por tus tramas.

Entonces ¿todo lo que es la documentación, los viajes y tal, lo haces por vicio?

Todo tiene que ir bien vestido. A la chica más guapa del mundo la vistes de ordinaria y es una ordinaria, y la vistes elegante y es otra cosa completamente distinta. Lo mismo sucede con una novela.

¿Te puedo hacer una pregunta sobre tu amigo Javier Marías?

Sí, claro.

A primera vista, sois los tíos más diferentes del mundo.

Pues no te creas, tenemos muchas cosas en común. Tuvimos una infancia parecida. Llegó un momento en el cual empezamos a crecer, y él quería escribir novelas y yo quería vivirlas, y eso nos llevó a los dos, desde un punto de partida semejante, a un recorrido muy diferente, y a un punto de llegada muy distinto. Pero los dos, cuando nos hemos tratado, nos hemos reconocido. Si nos imagino en el colegio, él quizá habría sido el chico aplicado, y yo habría sido el gamberro que era, pero habríamos sido amigos y nos habríamos apoyado mutuamente. Él me habría soplado en los exámenes y yo le habría defendido cuando se metieran con él. O al revés, es una forma de decir. Marías no tiene un pelo de blando, eh. Es bastante duro, aunque no lo parezca. Somos muy distintos, sí, pero tenemos en común que nos respetamos mucho. Y nos queremos, tenemos una relación muy honorable. Somos hombres de honor. Tenemos códigos a los que somos fieles. Esos códigos que siguen en pie cuando todo lo demás se va al carajo. Es más de lo que suele esperarse de otro ser humano en el tiempo en que vivimos.
 
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