Anatomía patológica de una democracia - Artículo de Fernando Pepino alopécico-Sotelo

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Anatomía patológica de una democracia (I)

Fernando del Pino alopécico-Sotelo

14 de diciembre de 2023

La situación de disfuncionalidad a la que ha llegado nuestra democracia, coadyuvada por la degradación jovenlandesal e intelectual a la que tanto ha contribuido nuestra clase política y periodística en las últimas décadas, obliga a analizar las razones de fondo de la crisis que nos arrastra a un abismo político de imprevisibles consecuencias. Para ello, debemos intentar distinguir entre los síntomas y la enfermedad.

Sin duda, el síntoma más inmediato y preocupante es un partido político (el PSOE) entregado a una agenda subversiva y un presidente de gobierno, firmemente jaleado por su partido, que en un sistema ideal sería incapacitado por su clara psicopatía o llevado ante los tribunales por el autogolpe de Estado en marcha y por su traición a los intereses generales de la nación que prometió defender.

El segundo síntoma es la degeneración de un Tribunal Constitucional que parece haberse transformado en un mero apéndice del Congreso al servicio del gobierno y cuyas últimas sentencias, votadas con rodillo y bordeando la prevaricación, muestran que la institución, de mano de los criterios partidistas de su presidente, se ha viciado de tal modo que, a todos los efectos, ya no existe como tribunal de garantías. Esta gravísima pinza entre dos yonquis del poder —uno con ínfulas de estadista y el otro con ínfulas de jurista— deja al país inerme ante inconstitucionalidades palmarias y, por tanto, sin barniz alguno de Estado de Derecho, es decir, sin más ley que la fuerza bruta impuesta por la voluntad despótica de la mayoría parlamentaria. La Constitución ya no rige.

La presunta patología del presidente del gobierno, aparente desde un principio[1], se ha ido manifestando de forma creciente con el paso de los años. Esto debería alarmarnos, mas no sorprendernos, pues el peligro del poder radica no sólo en su potencial corruptor de la jovenlandesal y de la capacidad de juicio, como tan bien reflejó Tolkien en su metáfora del Anillo Único, sino en el hecho de que atrae al orate como un imán al hierro. En palabras de Robert Hare, el experto que estandarizó la prueba de diagnóstico de la psicopatía, “aunque muchos políticos sean simplemente mentirosos sin ser forzosamente orates, la política es un medio fantástico para que se desarrollen los orates, el mejor ambiente, el ideal”. De hecho, la historia está repleta de gobernantes orates que ejemplifican la patología del poder, tema recurrente en mis artículos desde hace años[2].

Quizá uno de los más conocidos sea Calígula, de quien el historiador romano Suetonio dibujó un detallado perfil psicológico hace casi dos milenios. En efecto, en su megalomanía Calígula no sólo destruía todo aquello que cuestionara su voluntad, sino que llegaba a rivalizar con los personajes ilustres del pasado —cuyas efigies demolía— e incluso con el mismo dios Júpiter, con cuya estatua conversaba entre susurros de tú a tú y en tono amenazador: «O me derribas tú a mí, o yo a ti». A los jurisconsultos les impedía dar resolución alguna que no considerara que el Derecho era simplemente «él mismo». Proclive a filias y fobias muy acusadas, «con su malignidad, soberbia y sadismo de palabras y obras atentaba contra todos» mientras beneficiaba «hasta extremos demenciales» a sus favoritos. Esta bipolaridad, propia de mentes perturbadas, se reflejaba también en «dos vicios totalmente opuestos: una desmesurada insolencia y, por el contrario, un miedo excesivo». Menos conocido quizá es el desastre económico que provocó, pues «superó con sus despilfarros la imaginación de todos los manirrotos existentes hasta entonces y, necesitado de dinero, se dedicó a robarlo empleando los más sofisticados y variados impuestos, nuevos e inauditos». Al menos Calígula «era consciente de la enfermedad de su mente».

Los inquietantes efectos que provoca la patología del poder en perfiles psicopáticos quizá expliquen las contradicciones sobre las que el presidente del gobierno cabalga a lomos de su sectarismo, contradicciones que a ojos de personas normales rechinan como una uña arañando una pizarra. Así, a la vez que propone olvidar delitos muy recientes como los asesinatos de ETA o el golpe sedicioso catalán del 2017, mantiene vivo el revanchismo de una lejana Guerra Civil perdida hace casi un siglo y cuya versión maniquea no admite amnistía alguna para “los otros”, sino una condena peor que la cadena perpetua, pues persigue más allá de la tumba. Del mismo modo, mientras ensalza el diálogo “con todos” crea un apartheid que excluye a la oposición y a la mitad de la población que la ha votado, a la que detesta.

Merece la pena detenerse un poco más en el perfil psicológico de Sánchez. Su abuso de la mentira y su cinismo crónicos son comportamientos típicos de una personalidad psicopática, que se sonríe ante la estupefacción que provocan sus quiebros y requiebros, sus traiciones y su permanente transgresión de toda norma. Simultáneamente, vive en una tensión constante entre la imagen que intenta trasladar a la opinión pública de moderación y sonrisa y su verdadera naturaleza, que reprime sin cesar. Sin embargo, sus actos (y a veces sus rictus) le traicionan y permiten vislumbrar, como a través de una rendija, un matonismo pendenciero, un carácter despreciativo y vengativo, una chocante agresividad y sectarismo, un amor por la confrontación y una naturaleza profundamente divisiva, que huye de la concordia como el vampiro del agua bendita y sólo busca la destrucción del adversario. Finalmente, su estilo provocador, típicamente narcisista, tiene como objetivo buscar el eco admirativo de su espejito mágico, pero también logra hundir en el estupor y la desmoralización a la oposición, que ve que no aplica regla jovenlandesal o lógica alguna. Así, cuando al juez injusto se le otorga la medalla de la justicia, al más violento, la medalla de la paz, y al mentiroso patológico, la medalla de la verdad, la población termina desensibilizada, embotada, aturdida, carente de referencias y sin capacidad de reacción, tan anulada como un elástico dado de sí, como un muelle que se deforma y pierde su elasticidad o como un tornillo pasado de rosca.

La psicopatía de Sánchez alcanza su paroxismo con la inversión de conceptos que tan bien definió Shakespeare en Macbeth como característica de lo maligno, palabra que no utilizo a la ligera. Así, al igual que en sus admiradas tiranías bolivarianas, es el gobierno el que acorrala, persigue y controla a la oposición y no la oposición la que controla al gobierno. La mentira es verdad, y la verdad, mentira; la trampa es juego limpio, y el juego limpio, pacatería; la desigualdad ante la ley es convivencia, el agredido debe pedir perdón al agresor, los asesinos son hombres de paz y los manifestantes pacíficos, personas violentas. Y, naturalmente, el ejercicio del poder no sujeto a la ley, arbitrario, mentiroso e irrestricto no es antesala de la tiranía, sino democracia.

No obstante, debemos esforzarnos por trascender los juicios personales, por justos que éstos sean, y tratar de comprender los fallos de un sistema que permite que determinados individuos se adueñen del poder y sean capaces de hacer tanto daño. En este sentido, la alarmante situación que atraviesa España no es fruto de la sorpresa con la que cae un rayo en un día soleado, sino el desencadenamiento de una tormenta que comenzó a formarse desde el momento en que se aprobó la Constitución, un texto lleno de ambigüedades, contradicciones y carencias, una «improvisación constante», como me reconoció hace tiempo uno de sus “padres”, asombrado con su posterior mitificación.

El objetivo más importante de una Constitución, esto es, la limitación del alcance del poder para evitar que la mayoría tiranice a la minoría, no se cumplió. Con todos sus méritos históricos en medio de dificultades que es fácil infravalorar a toro pasado, lo cierto es que no supo arbitrar un eficaz equilibrio de poderes ni concebir instituciones verdaderamente independientes. Entre otras cosas, hizo casi impracticable la imprescindible separación de poderes, de modo que la distinción entre el ejecutivo y el legislativo se limitó a tapizar de distinto tonalidad los asientos del Congreso (azul y rojo) y la independencia del judicial quedó seriamente mermada. Esto se confirmó cuando el Tribunal Constitucional dictaminó que la reforma del sistema de elección de jueces impulsada por el PSOE en 1985 (y mantenida por el PP con mayoría absoluta) era perfectamente constitucional a pesar de castrar dicha independencia de modo flagrante. Por tanto, la Constitución contenía ya el germen de su autodestrucción al permitir una peligrosa concentración de poder en la figura de un solo individuo, el presidente de gobierno. De este modo, la cuenta atrás de la demolición del edificio constitucional, cuyo tictac es hoy perfectamente audible, comenzó en realidad en 1978 y fue acelerada por la partitocracia que aquél instauró. Décadas de abuso por parte de los dos grandes partidos políticos en su afán colonizador del poder total hicieron el resto. Como observara Julián Marías, la Constitución no creó unos partidos para el Estado, sino un Estado para los partidos, y los parásitos han acabado controlando al huésped.

En paralelo a las deficiencias de su texto constitucional, España se ha visto enormemente debilitada por un pensamiento histórico casi hegemónico que ha retratado la Historia de España como un período oscuro que no vio el amanecer hasta 1978. Esta creencia ha logrado carcomer nuestra identidad nacional y socavar nuestra autoestima, ha dado la razón al argumentario nacionalista y ha transformado los cimientos de una nación milenaria en unos pies de barro. Así, hemos llegado a cuestionar la propia existencia de España (que no del “Estado español”) y ninguneado sus hazañas, algunas sin paragón, culminando con un Himalaya de falsedades (en acertada expresión de Julián Besteiro) sobre lo acontecido en el último siglo, desde la Segunda República a la dictadura de Franco, desde la Transición al régimen constitucional del 78, que no ha sido ni mucho menos “el período de mayor paz y prosperidad de nuestra historia”, como repiten sus propagandistas (que no son otros que sus beneficiarios).

Uno de los sesgos de este pensamiento hegemónico es la presunción de radicalidad de la “derecha” frente a una inmaculada izquierda, cuya aura de moderación choca con la evidencia empírica del último medio siglo, en el que la extrema izquierda ha monopolizado la violencia y el asesinato político. Por eso, los medios sólo hablan de la peligrosa ultraderecha y nunca de la peligrosa ultraizquierda, relato que Sánchez ha utilizado hasta la náusea de forma muy eficaz.

La combinación de un débil andamiaje constitucional y de un déficit de cultura política e histórica ha abonado la llegada al poder de un orate armado con dinamita y dispuesto a encender la mecha entre carcajadas enloquecidas, abocándonos a una situación límite: en el último medio siglo, nunca habíamos estado tan cerca de la ruptura de la convivencia y de la tiranía. Sin embargo, cabe preguntarse si, más allá de las peculiaridades del caso español, existen elementos que permitan hablar de una crisis sistémica de las democracias occidentales, en distinto grado. ¿Son las elecciones un fraude si el candidato miente como un bellaco sobre sus verdaderas intenciones? ¿Cómo evitar que el pueblo elija a un tirano, como ha ocurrido repetidas veces a lo largo de la historia, e impedir que éste disponga de tanto poder de destrucción? Un sistema político ideal busca preservar la libertad y la dignidad del hombre, el orden social, la tolerancia en el pluralismo, el imperio de la ley y la justicia, cuyo fruto es la paz. ¿Están lográndolo las democracias occidentales del s. XXI o, en palabras de Hans-Hermann Hoppe, hemos idolatrado a un dios que nos ha fallado?

En la segunda parte de este artículo trataré de responder a estas preguntas, pues del diagnóstico acertado de la situación depende, nada más y nada menos, el futuro de nuestra libertad. La gravedad de lo que nos jugamos hace que ya no quepa ocultarse tras las caretas e imposturas exigidas por la etiqueta de la corrección política. Diagnostiquemos, por tanto, con realismo y sin miedo la patología de nuestro sistema político, único modo de curarla.
 

Anatomía patológica de una democracia (II)

Fernando del Pino alopécico-Sotelo

19 de diciembre de 2023

En la primera parte de este artículo reflexionaba sobre la situación política de España y me preguntaba si, más allá de la psicopatía del presidente del gobierno, de las carencias de una Constitución mediocre y de nuestros complejos históricos, la crisis que vivimos refleja también una crisis de la democracia. ¿Se ha convertido la democracia —etimológicamente, el gobierno del pueblo— en una ficción? ¿Son las elecciones un fraude si el candidato miente como un bellaco sobre sus verdaderas intenciones? ¿Tenemos de verdad hoy más libertad personal que hace medio siglo o, por el contrario, estamos sujetos a la tiranía de la corrección política, a la censura, a la prohibición de todo por defecto o a la necesidad de pedir permiso al Estado para realizar las actividades más prosaicas? ¿Cómo evitar que el pueblo elija a un tirano y, en su caso, cómo limitar el poder de destrucción de éste? En definitiva, ¿están logrando las democracias occidentales del s. XXI su ideal de libertad, de tolerancia, de justicia y de paz o, en palabras de Hans-Hermann Hoppe, hemos idolatrado a un dios que nos ha fallado?

La diosa democracia

Si estas preguntas le parecen blasfemas es porque, en efecto, la democracia ha dejado de ser un sistema político para convertirse en una diosa. Aquí pretendo presentarla como lo que es, un sistema político creado por manos humanas, falible, contradictorio y limitado, claramente mejor que otras alternativas si cumple una serie de requisitos, y peor, si no los cumple. ¿Podemos aspirar a algo mejor que dos semanas de mentiras —la campaña electoral—, un instante de democracia —el fugaz acto de votar, reducido a ritual—, y cuatro años de dictadura en los que el gobierno “electo” hace prácticamente lo que le da la gana sin sentirse constreñido ni condicionado por promesa o regla alguna? ¿Debemos resignarnos a lo que John Adams, segundo presidente de los EEUU, describía así: «Cuando las elecciones terminan, la esclavitud comienza»?

En muchos países la democracia se ha considerado erróneamente sinónimo de libertad. Sin embargo, los padres fundadores de los EEUU tenían claro que democracia y libertad no eran ni mucho menos sinónimos e insistieron en que, precisamente por defender la libertad, ellos creaban una república en la que la mayoría tenía límites que no podía traspasar, y no una democracia. Dado que el sistema emanado de la Constitución norteamericana de 1787 se convirtió originariamente en una de las mejores experiencias de libertad de la Historia, parece sensato prestarles atención.

Vox populi, vox Dei

Democracia implica el gobierno de la mayoría sin restricciones. Aplica, por tanto, la famosa expresión vox populi, vox Dei, mencionada por primera vez en el año 800 d.C., pero de modo peyorativo: «No debería escucharse a los que acostumbran a decir que la voz del pueblo es la voz de Dios, pues el desenfreno del vulgo está siempre cercano a la locura», escribía Alcuino a Carlomagno. El historiador romano Tito Livio se había manifestado de forma similar ocho siglos antes: «Nada hay más vano e inconstante que la multitud».

Vox populi, vox Dei tiene tres corolarios que lo convierten en una creencia peligrosa. El primero es que da por sentado que el pueblo tiene una sola voz («el pueblo ha hablado»), cuando en realidad se trata de una suma heterogénea y amorfa de multitud de voces (y silencios) diferentes e inconcretos. El segundo es que, si realmente es la voz de Dios, «el pueblo» puede decidir lo que está bien y lo que está mal más allá de toda norma jovenlandesal, de toda ley natural, de los Diez Mandamientos o de la Declaración de Derechos Humanos (el Decálogo laico). El tercer y último corolario es que si la voz del pueblo es la voz de Dios entonces debemos aceptar que el pueblo comparte los atributos de Dios, es decir, la omnipotencia, la omnisciencia y la omnipresencia: el pueblo puede actuar con un poder absoluto desde un pretendido conocimiento absoluto de las cosas y estar presente, como poder, en todas partes.

La tiranía de la mayoría

La democracia así considerada equivale a dos lobos y una oveja votando qué hay para cenar esta noche, es decir, un sistema en que la mayoría puede votar sobre los derechos de la minoría: dos nazis sobre un judío; dos blancos sobre un neցro; o dos comunistas…bueno, los comunistas ni siquiera sentirán la necesidad de votar.

La tiranía de la mayoría fue lo que provocó que los padres de la Constitución norteamericana fueran tan críticos con la democracia, «la forma más vil de gobierno; siempre han sido espectáculos de turbulencia y disputa; siempre se han encontrado incompatibles con la seguridad personal o los derechos de propiedad y, en general, han sido tan cortas en sus vidas como violentas en sus muertes», escribía James Madison. Por este motivo, la propia Declaración de Independencia de los EEUU reconocía —que no otorgaba— los derechos y libertades inalienables de los ciudadanos, preexistentes a cualquier forma de gobierno e inmunes frente a cualquier mayoría.

No podemos perder de vista que la democracia mediante sufragio universal en la que el derecho a voto sólo depende de alcanzar una edad mínima es un experimento político muy reciente. En efecto, en la mayor parte de países no tiene más de 50 o 75 años: ejemplos de ello son Italia (1945), Canadá (1960), Australia (1962), EEUU (1965), Suiza (1971), Portugal (1976), Liechtenstein (1984) o Brasil, país en el que los analfabetos tuvieron prohibido el voto hasta 1988. De hecho, hace sólo tres generaciones la mera idea de que la opinión de un joven inmaduro de 18 años tuviera el mismo peso que el de un adulto de 50 o 60, o que la opinión del necio y del sabio, del indocumentado y del entendido, del que vive a costa de los demás y del de quien le sostiene con su trabajo, tuvieran el mismo valor, habría sido considerado extraño.

Desmitificando el voto

Dada la propensión de nuestros glotones gobernantes a sacralizar el voto para justificar sus posteriores atracones de poder, conviene desmitificarlo desde la evidencia empírica. El voto ideal sería un voto perfectamente informado, racional, meditado, no sesgado por manipulación alguna y, por tanto, libre, e implica un cierto contrato entre las promesas de un candidato y su votante. Sin embargo, esto es una fantasía. En realidad, el voto real tiene tres características principales: es frívolo, inercial e ignorante.

El voto es frívolo en el sentido de que rasgos superficiales e inconsecuentes como la sonrisa de un candidato, su tono de voz, una frase de cierre en un debate, su simpatía o incluso su apariencia física juegan un papel no poco importante en la decisión última de votar. Por otro lado, también es inercial, puesto que en muchas ocasiones el individuo vota al mismo partido que ha votado toda su vida independientemente de su historial de aciertos y fracasos, de honradeces y corruptelas, o del candidato que aquél presente. Lógicamente, en sistemas con listas cerradas (como es el caso en España) esta tendencia será más acusada.

Sin embargo, la principal característica del voto es que es ignorante, como demuestra cualquier encuesta sobre el nivel de conocimiento del ciudadano sobre temas de interés público —política económica, exterior, etc.—. Como decía Churchill, «el mejor argumento contra la democracia es una conversación de un cuarto de hora con el votante medio». Esta ignorancia no tiene por qué reflejar pereza o indolencia, sino un simple argumento lógico, el llamado “efecto de ignorancia racional” de Downs. Como han estudiado los economistas de la Teoría de la Elección Pública, al votante no le compensa dedicar el tiempo necesario para formar bien su opinión sabiendo que su voto individual —una millonésima parte del total— no alterará el resultado final. Si de su voto dependiera el devenir de la historia, ¡cómo cambiaría la cosa! Y, sin embargo, como decía Thomas Jefferson, la preservación de la libertad depende de que las masas estén «educadas e informadas», justo lo contrario de lo que está logrando la educación en España, país hoy mucho más ignorante y embrutecido que hace cuarenta años.

El poder de la propaganda

Además, el voto está lejos de ser libre, pues se encuentra sujeto a la brutal manipulación de la propaganda. Ésta ha evolucionado en paralelo a la psicología mucho más rápidamente que el nivel de conocimiento de la población sobre cómo combatirla, por lo que el veneno es hoy mucho más potente que el antídoto. Así, el votante medio acaba convirtiéndose en un pobre diablo inerme frente a actores que tienen un interés desmesurado en resultar elegidos y que utilizan todo tipo de argucias y trampas para lograrlo.

En este contexto, el voto se decide por la competencia entre inescrupulosos manipuladores de signo opuesto, y su resultado depende del arsenal que unos y otros tengan a su disposición, particularmente del número de medios de manipulación de masas que controlen. También dependerá del pensamiento hegemónico dominante, que puede facilitarles la tarea o dificultársela. De ahí que, ceteris paribus, los partidos que más hayan invertido en influir en el pensamiento hegemónico dominante ganen las elecciones con mayor frecuencia que aquellos que no lo han hecho. En España, desde 1982, el PSOE ha gobernado exactamente el doble de tiempo que el PP.

Por otro lado, el voto no sólo se ve influido por la razón, sino también por las emociones, que poseen la capacidad de puentear temporalmente la capacidad de juicio. Por ello, los yonquis del poder explotan los argumentos emocionales mucho más que los racionales, pues sólo necesitan que el votante les apoye en el instante de depositar su papeleta. Sus sentimientos posteriores una vez se sacuda el hechizo de la manipulación, incluyendo su posible arrepentimiento, les resulta indiferente, pues saben que la memoria del votante es corta y confían en que su ira acabará apagándose como una llama vacilante expuesta al viento.

Las emociones que más frecuentemente aspiran a remover los candidatos no son las positivas, sino las negativas y, en particular, el miedo. En efecto, el miedo tiene una sorprendente habilidad para anular la capacidad de raciocinio e incluso de acallar la voz de la conciencia, por lo que es un instrumento extraordinario para que el votante olvide las mentiras o psicopatías de un candidato y se centre exclusivamente en temer al otro. Como pudimos comprobar durante el experimento totalitario del el bichito, el miedo puede incluso provocar que la población acepte sumisamente una dictadura, se pinche un producto experimental y olvide sus más elementales derechos.
 
Promesas incumplidas

En teoría el votante vota a un candidato a cambio de sus promesas electorales, que no son ningún contrato. En países donde existe una jovenlandesal social elevada, la mentira se considera inaceptable e imperdonable y es castigada políticamente. Por el contrario, en países donde la jovenlandesal haya entrado en franca decadencia la verdad no será respetada ni exigida, y todos los actores darán por sentado que el candidato miente y que sus promesas son papel mojado, lo que se convierte en una profecía autocumplida. De ahí que un embustero patológico como Sánchez, con rasgos claramente psicopáticos, haya podido ser reelegido, algo incomprensible en sociedades más sanas.

El peso de la verdad tiene tal trascendencia que los padres fundadores de los EEUU aludían a la desobediencia civil o incluso a la insurrección en caso de que el candidato mintiera. Alexander Hamilton lo expresaba sin tapujos: «Si los representantes del pueblo traicionan a sus electores, entonces no queda más recurso que el ejercicio de ese derecho original de autodefensa que es primordial para todas las formas positivas de gobierno».

Por lo tanto, el cínico ensalzamiento del voto, propugnado por la misma casta sacerdotal cuyo poder depende de que le otorguemos un valor casi divino, se encuentra con un obstáculo formidable: la realidad. En efecto, ¿cómo vamos a reverenciar el voto si el ciudadano que vota lo hace manipulado, con inercia, frivolidad e ignorancia, y bajo la coacción del miedo?

El votante y el candidato persiguen su propio interés

¿Qué guía al votante? La Teoría de la Elección Pública defiende que lo que guía al votante es el interés propio y no el bien común, conceptos que no están necesariamente reñidos en el orden espontáneo de un mercado libre, pero que pueden estarlo cuando se produce la distorsionante injerencia del Estado. Debemos entender este interés propio del votante como neto de costes personales para él. Como uno de esos costes es ser socialmente estigmatizado si se vota por una candidatura determinada, es frecuente la demonización del contrario. Ésta es un arma tan eficaz como peligrosa, pues promueve la confrontación e incluso el repruebo al que piensa diferente —basado en el temor exagerado—. Por ello, la polarización política, lejos de ser un elemento extraño a la democracia, es un elemento consustancial a la misma, una consecuencia natural de sus procesos electorales. En el caso de España, dado el pensamiento histórico hegemónico de este país, ser percibido de extrema derecha (ya saben, la ultraizquierda no existe) o culpabilizado de que por culpa del voto “inútil” gane “el otro” es un instrumento eficaz para disuadir de la abstención o del voto a terceras formaciones. Nadie quiere ser condenado al ostracismo.

Si el votante busca su propio interés, los candidatos nunca le exigirán nada, ni esfuerzos, ni comportamientos virtuosos ni sacrificios, sino que tenderán a ofrecerle barra libre. Cuando excepcionalmente no tengan más remedio que proponerle algún sacrificio, utilizarán la fuerza de la envidia para calmar las protestas exigiendo aún más a otro segmento de la población. Ésta es la génesis de los tipos impositivos progresivos, que nada tienen que ver con la justicia, pues el impuesto justo es el impuesto proporcional (con un mínimo vital exento): si ganas más, pagas más, en términos absolutos. El impuesto progresivo, por el contrario, no sólo es injusto, sino que abre la puerta a la arbitrariedad. ¿Cuánto más elevado tiene que ser el impuesto del otro? El astuto invento de los tipos progresivos ha permitido un aumento constante de la carga impositiva de la población, pues las subidas de impuestos siempre se han justificado mediante las subidas aún mayores “a los ricos”, una minoría permanente.

Otro truco del juego de intereses propios en que se basan las elecciones es separar el beneficiario de una promesa electoral de quien la paga. En este sentido, el candidato generalmente intentará que los beneficios estén concentrados en un grupo y que los costes se diluyan, difusos, en el océano de lo indeterminado, por ejemplo, prometiendo la construcción de una autopista o un AVE sin que sean sus beneficiarios los que asuman el coste.
El interés propio del votante suele ser miope, es decir, enfocado sólo en el corto plazo. Como el candidato también persigue su propio interés, él también se enfocará en el corto plazo, más aún dada la escasa duración del ciclo político. Esto acarrea consecuencias muy nocivas, especialmente en el ámbito económico. Como escribía Hazlitt, «el arte de la economía consiste en considerar los efectos más remotos de cualquier medida política y no meramente sus consecuencias inmediatas; en calcular las repercusiones de esa política no sobre un grupo, sino sobre todos los sectores». Por lo tanto, el cortoplacismo y clientelismo intrínsecos al sistema democrático, especialmente en los Estados de Bienestar, incentivan la toma estructural de decisiones económicas perniciosas, resultando en un menor crecimiento y un aumento del déficit y de la deuda pública —reflejo de que siempre habrá más promesas que dinero para financiarlas—. Si el voto popular es la coartada esgrimida por el gobernante para hacer su santa voluntad durante cuatro años, la prestación de servicios públicos del Estado de Bienestar es su coartada para aumentar los impuestos y lograr que pase desapercibido el gigantesco nivel de despilfarro con el que gestiona el dinero público. Aplica el dicho: “Le di un presupuesto ilimitado y lo excedió”.

El problema de agencia

Finalmente, cualquier sistema político está sujeto al problema de agencia, es decir, al potencial conflicto de interés entre el representante y el representado, entre el mandante y el mandatario, cuando exista entre ellos una asimetría de información. El problema de agencia se ha estudiado aplicado a los conflictos de interés existentes entre los directivos de una empresa y sus accionistas, pero puede aplicarse perfectamente al gobernante y a los gobernados. En el caso de las empresas, los accionistas al menos se reúnen y votan una vez al año y pueden estar directamente representados en el Consejo de Administración. En la política, sin embargo, los “accionistas” del país sólo pueden reunirse y votar una vez cada cuatro años con un nivel de desinformación asombroso, como hemos visto. Este es el principal argumento a favor de una democracia más directa vía referéndum, como en Suiza, sin depender tanto de representantes que sólo se representan a sí mismos.

Un ejemplo reciente del problema de agencia ha sido la vergonzosa negociación con los separatistas catalanes y vascos, en la que Sánchez sólo ha defendido sus intereses personales, absolutamente contrarios a los intereses generales del país. En esas reuniones, ¿quién defendía los intereses de España? Nadie.

Nos jugamos la libertad

La bondad de un orden político no puede depender de la aptitud y jovenlandesalidad de quien alcance el poder. Esta esperanza mesiánica, aplicada a la política, es un concepto pueril que conduce a la frustración. La esperanza, más bien, debe radicar en la presencia de un orden constitucional, de unas reglas y de un sistema de incentivos que eviten el abuso de poder y faciliten la toma de decisiones más favorable al bien común. Dicho orden legal cuidará mucho de evitar la concentración de poder y su alcance, pues tendrá siempre presente la patología del poder, esto es, su capacidad de corrupción sobre la jovenlandesal y la capacidad de juicio de quien lo ostenta. A sabiendas de que el poder atrae al orate como el imán la hierro, también se prevendrá frente a la posibilidad de que alguien así se haga con las riendas del país, con efectos devastadores (véase el caso de España).
Describir los enormes desafíos que plantean las democracias actuales no es tarea fácil, pues se trata de un sistema político experimental y enormemente delicado. En realidad, la democracia per se no garantiza nada: puede ser el mejor o el peor de los sistemas, pues su versión desvirtuada, lejos de ser sinónimo de libertad, conduce a la tiranía.

Así, para que la democracia proteja la libertad y la dignidad del hombre, defienda la tolerancia en el pluralismo, facilite la creación de riqueza y sea, en fin, ordenada, justa y pacífica, debe reunir una serie de requisitos.

El primero es un Estado de Derecho fuerte, «un gobierno de las leyes, y no de los hombres», en palabras de John Adams, pues más importante que el modo de elección de los representantes políticos es el imperio de la ley que impida la arbitrariedad y el abusivo poder irrestricto de las mayorías. El segundo es un orden constitucional basado en la efectiva separación de poderes de Montesquieu, que defendía que «para que no se pueda abusar del poder, es preciso que el poder frene al poder». El tercero es la limitación absoluta del poder político, pues todo sistema constitucional, por bien diseñado que esté, es sólo una obra humana, falible e imperfecta, y se debilitará y corromperá con el paso del tiempo al igual que el hierro termina oxidándose. Esta limitación absoluta del poder sólo puede conseguirse con un gobierno pequeño con facultades mínimas, como era el caso generalizado en Occidente hasta mediados del s. XX. En palabras de Thomas Jefferson, «un gobierno sabio y frugal, que impida a los hombres perjudicarse unos a otros, que les dé libertad para regular sus propias actividades y que no les quite el pan que se han ganado con su trabajo».
En sentido opuesto, los Estados de Bienestar prácticamente garantizan la deriva hacia la opresión e incluso hacia el totalitarismo: vician los procesos electorales hasta convertirlos en una subasta de votos, reducen cada vez más la libertad del ciudadano y crean un sistema de incentivos perverso que recompensa al que holgazanea en el sofá y hace la vida imposible al que trabaja.

La democracia también necesita una población educada e informada, consciente de las patologías del poder y de los trucos de la propaganda, diligente en la defensa de sus derechos y libertades y expuesta a una variedad de fuentes de información veraces. Finalmente, debe estar basada en reglas jovenlandesales inmutables que no dependan de la veleidosa opinión de los hombres, en una brújula que señale permanentemente el norte del bien y de la verdad.

Podemos aspirar a un sistema democrático que conjugue los dos grandes atributos del voto popular —la participación de los gobernados en la elección de los gobernantes y la pacífica alternancia del poder— con el Estado de Derecho, la jovenlandesalidad y el respeto a las minorías. Es más, debemos hacerlo, puesto que en caso contrario la democracia se convertirá, de nuevo, en un experimento fallido. Nos jugamos la libertad.
 
En resumen. Debería haber un examen de cultura general para obtener derecho al voto.
No es justo que miles de chusmones manden sobre la gente laboriosa.
 
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