Aires toledanos

Librepensante

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Sigfrido y Maripé llegaron a Toledo en una fría mañana de enero. No era gélida, brillaba el sol.
Aparcaron en el parking del caballo saltador, memoria broncínea de un rey cristiano imagino.
A Sigfrido y Maripé les acompañaba Nelly, la hermana de Maripé, quien trajo un altavoz en forma circular que les permitió escuchar temas del gusto de Sigfrido: the show must to on, hoja en blanco y otros.
El primer monumento significativo que vieron fue el hospital Tavera. Justo cuando Sigfrido lanzaba al aire la pregunta de que significarían las letras impresas en las piedras, un toledano se apresuró a explicar que estaba relacionado con las iniciales de los profesores catedralicios de la ciudad.
También explicó la titularidad actual del museo, la cual Sigfrido no entendió del todo bien: Como algo público acaba pasando a manos privadas, por muy aristocráticas que estas sean.

Al rato llegaron a la puerta de acceso a la ciudad pero no la penetraron directamente pues el paso de cebra les condujo a una puerta lateral.
La magnificencia era notable.
En seguida la pendiente se acentuó y llegaban edificios e iglesias con evidente calado histórico entremezclados con tiendas de artículos típicos manchegos.
Sigfrido tenía hambre e hizo una batida rápida de restaurantes para comer.
Eligieron uno cerca del túnel que lleva al barrio bajo toledano.
Comieron bien, mejor los segundos que los primeros, y con los estómagos llenos se lanzaron a la conquista de Toledo.
Cuando salían una muchacha rubia se resbaló en las escaleras dando una culada en las centenarias y gastadas y húmedas rocas.
Más arriba llegaron a la ermita del cristo de la luz que podría llamarse también de la forma árabe.
Sigfrido si que entró. 3 euros. Gestión privada. Echó en falta algún guía. Se contentó con el jardín con vistas a la puerta del Sol.
Cruzando la puerta del Sol, Maripé y Nelly estaban haciéndose fotos en la cornisa rocosa que avista el valle Tajil.
Sigfrido ignoraba el nombre del magnífico y sereno río por lo que preguntó a sus acompañantes.
No le quisieron ayudar con una búsqueda en Google por lo que el caballero toledano tuvo que hacerla por si mismo. Después, en venganza, les dijo que era el Ebro, río más familiar al señorito cristiano.
Cerca del zoco Andronover, puede descojonarse el lector que conozca Toledo y el nombre correcto de la gran plaza, pasaron por una tienda con bolsos de cuero y lámparas de mosaicos. Sigfrido se hizo la promesa de luego tratar de comprar allí.
Instintivamente fueron llendo hacia la catedral, arropada por las calles del centro histórico toledano.
Llegaron a entrar y Sigfri pensó que mucha gente tuvo que sufrir penurias trabajando para pagar las obras religiosas o directamente trabajando en ellas.
Manias de ciertos sectores medievales por levantar edificios inmarcesibles y absolutamente desproporcionados para la época.
Consideraciones etico#sociales aparte, volvieron sobre sus pasos. No exactamente por el mismo camino, pues a Sigfrido le gustaba improvisar.
Entró Sigfrido, solo, en una arroceria, con intención de tomar un café y de vaciar las tripas.
El café era malo, pero sonaba extremoduro y esto alegro el corazón del joven deportista lleno de grandes deseos de éxito.
Pasaron después de la reunión a ver la exposición sobre gentes de la India, en un paseo también peligroso por su suelo helado.
Compro una lamparita de vela de te y al salir un niño se marcó un espaldarazo de narices en la bajada a la zona de la puerta del Sol.
Le ayudamos a coger sus juguetes y a Sigfrido le gustó que el niño, de unos 11 años , no estuviera llorando.
La exposición, dura, conmovió al intelectual.
Mientras Maripé y Nelly se habían fotos con vistas al Ebro. Les daba igual, no sufra el lector.
Al salir, unas escaleras mecánicas engullian decenas de turistas hacia la parte baja de la ciudad.
Decidieron ser engullidos, al son silencioso de japoneses y japonesas jóvenes. A la mitad de la gran bajada se salieron y buscaron la zona del coche a través del barrio bajo pasando a través de las casas construidas en la ladera. Paseo con encanto, tratando de imaginar las vidas de mujeres enamoradas o despechadas 300 o 400 años atrás.
Llegaron al túnel del restaurante del mediodía vibrando con regocijo por semejante casualidad.
Sigfrido quería bajar por allí entonces pero el Gran Toledo esperaba vespertinamente.
En el ocaso, se cerraba el círculo, dando el buen augurio al muchacho de que todo iba a ir bien, de que su actitud y su filosofía lo iban a llevar en estos años a conectar el alfa y el omega de su vida y su profesión, alcanzando puertos nuevos nunca vistos, oler perfumes fragantes y copular con mujeres apasionadas y definitivamente voluptuosas.
Toledo se quedó secretos infranqueables y Sigfrido, Maripé y Nelly agradecieron un día tan bonito y abigarrado, sintiendo como la vida les iba a tratar mejor. Notando ya como la felicidad futura rondaba por sus auras en la bajada, húmeda y tranquila hacia el barrio Nazarí.
Jesucristo guarde este recuerdo y nos de 10.000 más y mejores!! Amén!!
Librepensante
 
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