I
Bien. Desde ahora, Génova y Lucca no son más que haciendas, dominios de la familia Bonaparte. No. Le garantizo a
usted que si no me dice que estamos en guerra, si quiere atenuar aún todas las infamias, todas las atrocidades de este
Anticristo (de buena fe, creo que lo es), no querré saber nada de usted, no le consideraré amigo mío ni será nunca más el
esclavo fiel que usted dice. Bien, buenos días, buenos días. Veo que le atemorizo. Siéntese y hablemos.
Así hablaba, en julio de 1805, Ana Pavlovna Scherer, dama de honor y parienta próxima de la emperatriz María
Fedorovna, saliendo a recibir a un personaje muy grave, lleno de títulos: el príncipe Basilio, primero en llegar a la velada.
Ana Pavlovna tosía hacía ya algunos días. Una gripe, como decía ella -gripe, entonces, era una palabra nueva y muy poco
usada -. Todas las cartas que por la mañana había enviado por medio de un lacayo de roja librea decían, sin distinción: «Si
no tiene usted nada mejor que hacer, señor conde - o príncipe -, y si la perspectiva de pasar las primeras horas de la noche
en casa de una pobre enferma no le aterroriza demasiado, me consideraré encantada recibiéndole en mi palacio entre siete y
diez. Ana Scherer.»
- ¡Dios mío, qué salida más impetuosa! -repuso, sin inmutarse por estas palabras, el Príncipe. Se acercó a Ana Pavlovna,
le besó la mano, presentándole el perfumado y resplandeciente cráneo, y tranquilamente se sentó en el diván.
-Antes que nada, dígame cómo se encuentra, mi querida amiga,
- ¿Cómo quiere usted que nadie se encuentre bien cuando se sufre moralmente? ¿Es posible vivir tranquilo en nuestros
tiempos, cuando se tiene corazón? - repuso Ana Pavlovna -. Supongo que pasará usted aquí toda la velada.
-Pero, ¿y la fiesta en la Embajada inglesa? Hoy es miércoles. He de ir - replicó el Príncipe -. Mi hija vendrá a buscarme
aquí. - Y añadió muy negligentemente, como si de pronto recordara algo, cuando precisamente lo que preguntaba era el
objeto principal de su visita -. ¿Es cierto que la Emperatriz madre desea el nombramiento del barón Funke como primer
secretario en Viena? Parece que este Barón es un pobre hombre.
El príncipe Basilio quería para su hijo aquel nombramiento, en el que había un interés particular por concedérselo al
Barón a través de la emperatriz María Fedorovna.
Ana Pavlovna cerró apenas los ojos, en señal de que ni ella ni nadie podía criticar aquello que complacía a la Emperatriz.
- A propósito de su familia - dijo -. ¿sabe usted que su hija, desde que ha entrado en sociedad, es la delicia de todo el
mundo? Todos la encuentran tan bella como el día.
El Príncipe se inclinó respetuosa y reconocidamente.
- Pienso - continuó Ana Pavlovna después de un momentáneo silencio y acercándose al Príncipe sonriéndole tiernamente,
demostrándole con esto que la conversación política había terminado y que se daba entonces principio a la charla íntima -,
pienso con mucha frecuencia en la enorme injusticia con que se reparte la felicidad en la vida. ¿Por qué la fortuna le ha dado
a usted dos hijos tan excelentes? Dejemos de lado a Anatolio, el pequeño, que no me gusta nada - añadió con tono decisivo,
arqueando las cejas-. ¿Por qué le ha dado unos hijos tan encantadores? Y lo cierto es que usted los aprecia mucho menos
que todos nosotros, y esto porque usted no vale tanto como ellos - y sonrió con su más entusiástica sonrisa.
- ¡Qué le vamos a hacer! Lavater hubiera dicho que yo no tengo la protuberancia de la paternidad - replicó el Príncipe.
-Déjese de bromas. ¿Sabe usted que estoy muy descontenta de su hijo menor? Dicho sea entre nosotros - y su rostro adquirió una triste expresión -, se ha hablado de él a Su Majestad y se le ha compadecido a usted.
El Príncipe no respondió, pero ella, en silencio, le observaba con interés, esperando la respuesta. El príncipe Basilio
frunció levemente el entrecejo.
- ¿Qué quiere usted que haga? - dijo por último -. Ya sabe usted que he hecho cuanto ha podido hacer un padre para
educarlos, y los dos son unos fulastres. Hipólito, por lo menos, es un abúlico, y Anatolio, en cambio, un simple bullicioso.
Esto es todo; ésta es la única diferencia que hay entre los dos - añadió, con una sonrisa aún más imperativa y una animación
todavía más extraña, mientras, simultáneamente, en los pliegues que se marcaban en torno a la boca aparecía límpidamente
algo grosero y repelente.
- ¿Por qué tienen hijos los hombres como usted? Si no fuese usted padre, no se lo diría - dijo Ana Pavlovna levantando
pensativamente los párpados.
-Soy su fiel esclavo y a nadie más que a usted puedo confesarlo. Mis hijos son el obstáculo de mi vida, mi cruz. Yo me lo
explico así. ¡Qué quiere usted!-y calló, expresando con una mueca su sumisión a la cruel fortuna.
II
El salón de Ana Pavlovna comenzaba a llenarse paulatinamente. La alta sociedad de San Petersburgo afluía a él, es decir,
las más diversas personas por la edad y por el carácter, pero todas pertenecientes en absoluto al mismo medio: la hija del
príncipe Basilio, la bella Elena, que venía en busca de su padre para acompañarlo a la fiesta que se celebraba en la
Embajada; lucía un vestido de baile en el que se destacaba el emblema de las damas de honor. Luego, la joven princesa
Bolkonskaia, conocida como la mujer más seductora de San Petersburgo, casada el pasado invierno - ahora, a causa de su
gravidez, no podía acudir a las grandes recepciones y frecuentaba tan sólo las pequeñas veladas -; el príncipe Hipólito, hijo
del príncipe Basilio, acompañado de Mortemart, a quien presentaba; el abate Morio y otros muchos.
La joven princesa Bolkonskaia había llevado sus labores en un saquito de terciopelo bordado de oro. Su labio superior,
muy lindo, con un ligero vello rubio, era corto en comparación con los dientes, pero abríase de una forma encantadora y
todavía era más encantador cuando se distendía sobre el labio inferior. Como sucede siempre en las mujeres totalmente
atractivas, su solo defecto, el labio demasiado corto y la boca entreabierta, parecía ser la belleza que la caracterizaba.
Para todos era una satisfacción contemplar a aquella «futura mamá» llena de salud y vivacidad, que soportaba tan
fácilmente su estado. Los viejos y jóvenes malhumorados que la miraban parecía que se volviesen como ella cuando se
encontraban en su compañía y hablaban un rato. Quien le hablase veía en cada una de sus palabras la sonrisa clara y los
dientes blancos y brillantes siempre al descubierto; y ese día creíase particularmente amable. Todos pensaban esto mismo.
La pequeña Princesa, balanceándose a pequeños y rápidos pasos, dio la vuelta a la mesa con el saquito en la mano;
alisándose el traje, se sentó en el diván, cerca del samovar de plata, como si todo lo que hiciera fuese un juego de placer
para ella y para todos los que la rodeaban.
- Me he traído la labor - dijo, abriendo el saquito y dirigiéndose a todos -. Tenga usted cuidado, Ana, no me haga una
mala pasada - dijo a la dueña de la casa -. Me ha escrito que se trataba de una pequeña velada, y ya ve usted cómo me he
vestido.
Y extendió los brazos para enseñar su vestido gris, elegante, rodeado de puntillas y ceñido bajo el pecho por una amplia
cinta.
- Tranquilícese, Lisa. Será usted siempre la más bella - replicó Ana Pavlovna.
- Ya lo ven. Me abandona mi marido - continuo con el mismo tono, dirigiéndose a todos-. Quiere hacerse dar de baja de la suscripción de la vida. Dígame, ¿por qué esta triste guerra? - insinuó, dirigiéndose al príncipe Basilio, y, sin esperar la respuesta, habló a la hija de éste, a la
bella Elena.
- ¡Qué criatura más encantadora es esta pequeña Princesa! - murmuró el príncipe Basilio a Ana Pavlovna.
Al cabo de un rato entró un hombre joven, robusto, macizo, con los cabellos muy cortos, lentes, un pantalón gris claro,
según la moda de la época, un gran plastrón de encaje y un frac castaño. Este corpulento muchacho era hijo natural de un
célebre personaje del tiempo de Catalina II; el conde Bezukhov, que en aquellos momentos se estaba muriendo en Moscú.
Todavía no había servido en cuerpo alguno y acababa de llegar del extranjero, donde se había educado; aquélla era la
primera vez que asistía a una velada. Ana Pavlovna lo acogió con un saludo que reservaba para los hombres del último
plano jerárquico de su salón, pero, a pesar de esta salutación dirigida a un inferior, al ver entrar a Pedro, la fisonomía de Ana
Pavlovna expresó la inquietud y el temor que se experimentan al ver una enorme masa fuera de su sitio. Pedro era,
realmente, un poco más alto que los demás hombres que se hallaban en el salón, y, sin embargo, este miedo no lo producía
sino la mirada inteligente y, al mismo tiempo, tímida, observadora y franca que le distinguía de los demás invitados.
- Señor, es usted muy amable viniendo a ver a una pobre enferma - dijo Ana Pavlovna.
Pedro murmuró algo incomprensible y continuó buscando a alguien con los ojos. Sonrió alegremente, saludando a la
pequeña Princesa. Ana Pavlovna se detuvo, pronunciando estas palabras:
- ¿No conoce usted al abate Morio? Es un hombre muy interesante.
- He oído hablar de sus proyectos de paz eterna. Es muy interesante, en efecto, pero es muy posible que...
- ¿Cómo? - dijo Ana Pavlovna por decir algo y reanudar inmediatamente sus funciones de dueña de la casa.
Pedro apoyó la barbilla en el pecho y, separando las largas piernas, comenzó a demostrar a Ana Pavlovna por qué
consideraba una fantasía los proyectos del abate.
- Ya hablaremos después - dijo Ana Pavlovna sonriendo, y, deshaciéndose del joven, que no tenía ningún hábito
cortesano, volvió a sus ocupaciones de anfitriona, escuchándolo y mirándolo todo, dispuesta siempre a intervenir en el
momento en que la conversación languideciera. Como el encargado de una sección de husos que, una vez ha colocado a los
obreros en sus sitios, paséase de un lado a otro y observa la inmovilidad o el ruido demasiado fuerte de aquellos, corre, se
para y restablece la buena marcha, lo mismo Ana Pavlovna, moviéndose en el salón, tan pronto se acercaba a un grupo
silencioso como a otro que hablaba demasiado, y, en una palabra, yendo de uno a otro invitado, daba cuerda a la máquina de
la conversación, que funcionaba con un movimiento regular y conveniente. Pero, en medio de estas atenciones, veíase que
temía sobre todo algo por parte de Pedro. Mirábale atentamente cuando le veía acercarse y escuchar lo que se decía en torno
a Mortemart, o se dirigía al otro grupo en que se encontraba el abate. Para él, educado en el extranjero, esta velada de Ana
Pavlovna era la primera que veía en Rusia. Sabía que se encontraba reunida allí la flor y nata de San Petersburgo, y sus ojos,
como los de un niño en una tienda de juguetes, iban de un lado a otro. Tenía miedo de perder la inteligente conversación que
hubiera podido escuchar. Observando las expresiones seguras, los ademanes elegantes de los reunidos, esperaba a cada
instante algo extraordinariamente espiritual. Por último se acercó a Morio. La conversación le pareció interesante; se detuvo
y esperó la ocasión de expresar sus pensamientos tal como a los jóvenes les gusta hacerlo.
III
La velada de Ana Pavlovna estaba en su apogeo. Los husos trabajaban regularmente y por doquier producían un ruido
continuado. Los invitados formaban tres grupos. Uno de ellos, donde predominaban los hombres, parecía dirigido por el
Abate. En otro, constituido por jóvenes, encontrábase la encantadora princesa Elena, hija del príncipe Basilio, y la pequeña princesa Bolkonskaia, linda y lozana y tal vez un poco demasiado llena para su edad. En el tercero encontrábanse el
vizconde de Mortemart y Ana Pavlovna.
El Vizconde era un hombre joven, afable, de rasgos y maneras regulares, que visiblemente considerábase una celebridad,
pero que, por buena educación, permitía modestamente que la sociedad en que se encontraba se aprovechase de él. Como un
buen maître d’hotel que sirve como si fuera algo extraordinario y delicado el mismo plato que rechazaría si lo viese en la
sucia cocina, del mismo modo, en esta velada, Ana Pavlovna servía a sus invitados, primero al Vizconde y después al
Abate, como delicados y extraordinarios manjares. En el grupo de Mortemart hablábase del asesinato del duque de Enghien.
Decía el Vizconde que el Duque había muerto a causa de su magnanimidad, y añadía que la cólera de Bonaparte tenía un
especial motivo.
- ¡Ah! Veamos. Cuéntenos eso, Vizconde - dijo Ana Pavlovna con alegría, considerando que esta frase sonaba un poco a
Luis XV -. Cuéntenos eso, Vizconde.
El Vizconde se inclinó en señal de respeto y sonrió amablemente. Ana Pavlovna hizo cerrar el círculo en torno al
Vizconde e invitó a todos a escuchar el relato.
- El Vizconde ha sido amigo personal de Monseñor - bisbiseó Ana Pavlovna a uno de los invitados -. El Vizconde es un
parfait conteur- dijo a otro -. ¡Cómo se conoce al hombre habituado a la buena compañía! - añadió a un tercero.
Y el Vizconde era servido a la reunión bajo el más elegante y ventajoso aspecto para él, como un rosbif sobre un plato
caliente rodeado de verdura.
- Venga usted aquí, querida Elena - dijo Ana Pavlovna a la bella Princesa, que, sentada un poco más lejos, formaba el
centro del otro grupo.
La princesa Elena sonrió y se levantó con la misma invariable sonrisa de mujer absolutamente hermosa con que había
entrado en el salón. Con el ligero rumor de su leve vestido de baile con adornos de felpa, deslumbradora por la blancura de
sus hombros y el esplendor de sus cabellos y de sus diamantes, cruzó entre los hombres, que le abrieron paso, rígida, sin ver
a nadie, pero sonriendo a todos como si concediese a cada uno el derecho de admirar la belleza de su aspecto, de sus
redondeados hombros, de su espalda, de su pecho, muy escotado, según la moda de la época, y con su gracioso caminar se
acercó a Ana Pavlovna. Elena era tan hermosa que no solamente no veíase en ella una sombra de coquetería, sino que, al
contrario, parecía que se avergonzase de su indiscutible belleza, que ejercía victoriosamente sobre los demás una influencia
demasiado fuerte. Hubiérase dicho que deseaba, sin poder conseguirlo, amenguar el efecto de su hermosura.
- Es espléndida - decían todos los que la veían.
El Vizconde, como inculpado por algo extraordinario, se encogió de hombros y bajó los ojos, mientras ella se sentaba
ante él y le iluminaba con su invariable sonrisa.
- Señora, me siento cohibido ante tal auditorio - dijo con una sonrisa, inclinando la cabeza.
La Princesa se apoyó en el brazo desnudo y torneado y no creyó necesario responder una sola palabra. Esperaba
sonriendo. Durante toda la conversación permaneció sentada, rígida, mirando tan pronto a su magnífico y ebúrneo brazo,
que se deformaba por la presión sobre la mesa, como a su pecho, todavía más espléndido, sobre el que descansaba un collar
de brillantes. A veces alisaba los pliegues de su vestido, y cuando la narración producía efecto, contemplaba a Ana
Pavlovna e inmediatamente tomaba la misma expresión que la de la fisonomía de la dama de honor, e inmediatamente
recobraba de nuevo su sonrisa clara y tranquila. Detrás de Elena, la pequeña Princesa se levantó ante la mesa de té.
-Espérenme. Me traeré mi labor. Veamos, por favor, ¿en qué piensa? - dijo dirigiéndose al príncipe Hipólito -. ¿Tiene usted la bondad de traérmela?
La Princesa, sonriendo y dirigiéndose a todos a la vez, se sentó de nuevo, alisándose la ropa alegremente.
- ¡Vaya! - dijo, y pidió permiso para reanudar su labor.
El príncipe Hipólito le trajo la bolsa; se quedó en el grupo y sentóse cerca de ella.
El Vizconde contó muy gentilmente la anécdota entonces de moda. El duque de Enghien había ido a París de incógnito
para verse con mademoiselle George. Habíase encontrado en casa de ella a Bonaparte, que gozaba igualmente de los favores
de la célebre actriz, y en una de estas reuniones, Napoleón, por azar, había sufrido una de aquellas crisis suyas, y por esta
razón se encontró a merced del Duque. Éste no se había aprovechado de esta ventaja, y después Bonaparte, precisamente
por esta magnanimidad, habíase vengado de él haciéndole asesinar. El relato era bonito e interesante, particularmente en el
momento en que los dos rivales se encuentran cara a cara. Las damas parecían emocionadas.
- Muy lindo - dijo Ana Pavlovna mirando interrogadoramente a la pequeña Princesa.
- Muy lindo - murmuró la pequeña Princesa clavando la aguja en su labor, para demostrar que el interés y el encanto de la
narración le impedían trabajar.
El Vizconde apreció este silencioso elogio y, sonriendo agradecido, continuó. Pero, en aquel momento, Ana Pavlovna,
que no separaba su mirada de aquel terrible joven, observó que hablaba demasiado alto y con excesiva vehemencia con el
Abate y se apresuró a llevar su auxilio al lugar comprometido. En efecto, Pedro había conseguido de nuevo trabar una
conversación con el Abate sobre el equilibrio político, y éste, visiblemente interesado por el sincero ardor del joven,
desarrolló ante él su idea favorita. Ambos hablaban y escuchaban con demasiada animación, y, naturalmente, esto no era del
gusto de Ana Pavlovna.
Para observarlos más cómodamente, Ana no quiso dejar solos al Abate y a Pedro y, llegándose a ellos, hizo que la
acompañasen al grupo común.
En aquel momento, un nuevo invitado entró en el salón. Era el joven príncipe Andrés Bolkonski, el marido de la pequeña
Princesa. El príncipe Bolkonski era un joven bajo, muy distinguido, de rasgos secos y acentuados. Toda su persona,
comenzando por la mirada fatigada e iracunda, hasta su paso, lento y uniforme, ofrecía el más acentuado contraste con su
pequeña mujer, tan animada. Evidentemente, conocía a todos los que se encontraban en el salón, y le molestaban tanto que
le era muy desagradable mirarlos y escucharlos; y de todas aquellas fisonomías, la que parecía molestarle más era la de su
mujer. Con una mueca que alteraba su correcto rostro, le volvió la cara. Besó la mano de Ana Pavlovna y casi entornando
los ojos dirigió una mirada por toda la reunión.
- ¿Se va usted a la guerra, querido Príncipe? -preguntó Ana Pavlovna.
- El general Kutuzov - replicó Bolkonski recalcando la última sílaba, como si fuera francés - me quiere por ayuda de
campo.
- ¿Y Lisa, su esposa?
- Se irá fuera de la ciudad.
- Es un gran pecado privarnos de su gentil compañía.
- Andrés - dijo la Princesa dirigiéndose a su marido con el mismo tono de coquetería con que se dirigía a los extraños-,
¡qué anécdotas nos ha contado el Vizconde sobre mademoiselle George y Bonaparte!
El príncipe Andrés cerró los ojos y se volvió. Pedro, que desde que el Príncipe había entrado en el salón no había
separado de él su mirada alegre y amistosa, se acercó y le estrechó la mano. El Príncipe, sin moverse, contrajo la cara con un gesto que expresaba desprecio por quien le saludaba, pero al darse cuenta de la cara iluminada de Pedro sonrió con una
sonrisa inesperada, buena y amable.
- ¡Vaya! ¡Tú también en el gran mundo! -le dijo.
- Sabía que vendría usted - repuso Pedro -. Cenaré en su casa - añadió en voz baja, para no interrumpir al Vizconde, que
continuaba su narración -. ¿Puede ser?
- No, imposible - dijo el príncipe Andrés, riendo y estrechando la mano de Pedro de tal modo que comprendiese que
aquello no podía preguntarlo nunca. Quería decir algo más, pero en aquel momento el príncipe Basilio se levantó,
acompañado de su hija, y los dos hombres se separaron para dejarlos pasar.
- Ya me disculpará usted, querido Vizconde - dijo el príncipe Basilio en francés, apoyándose suavemente en su brazo para
que no se levantase -. Esta desventurada fiesta del embajador me priva de una alegría y me obliga a interrumpirle. Me duele
tener que abandonar tan encantadora reunión - dijo a Ana Pavlovna; y la princesa Elena, sosteniendo penosamente los
pliegues de su vestido, pasó entre las sillas y su sonrisa iluminó más que nunca su hermoso rostro.
Cuando pasó ante Pedro, éste la miró con ojos asustados y entusiastas.
- Es muy bella - dijo el príncipe Andrés.
- Mucho - contestó Pedro.
Al pasar ante ellos, el príncipe Basilio cogió a Pedro de la mano y, dirigiéndose a Ana Pavlovna, dijo:
- Amánseme a este oso. Hace un mes que no sale de casa, y ésta es la primera vez que le veo en sociedad. Nada hay tan
indispensable a los jóvenes como la compañía de las mujeres inteligentes.
IV
Ana Pavlovna, con una sonrisa amable, prometió ocuparse de Pedro, que, tal como ella sabía, era pariente del príncipe
Basilio por parte de padre.
- ¿Qué le parece a usted esa comedia de la coronación de Milán? - preguntó Ana al príncipe Andrés -. ¿Y esa otra
comedia del pueblo de Lucca y de Génova, que presentan sus homenajes a monsieur Bonaparte, sentado en un trono y
recibiendo los votos de las naciones? ¡Encantador! ¡Oh, no, créame! ¡Es para volverse loca! Diríase que el mundo entero ha
perdido el juicio.
El príncipe Andrés sonrió, mirando a Ana Pavlovna de hito en hito.
- «Dieu me la donne, gare a qui la touche», dijo Bonaparte con motivo de su coronación - respondió el Príncipe, y repitió
en italiano las palabras de Napoleón -: «Dio mi la dona, gai a qui la tocca.»
- Espero que, finalmente - continuó Ana Pavlovna -, haya sido esto la gota de agua que haga derramar el vaso. Los
soberanos del mundo ya no pueden soportar más a este hombre que todo lo amenaza.
- ¿Los soberanos? No hablo de Rusia - dijo amable y desesperadamente el Vizconde -. Los soberanos, señora, ¿qué han
hecho por Luis XVI, por la Reina, por Madame Elizabeth? Nada - continuó, animándose -. Y, créame, ahora sufren el
castigo de su traición a la causa de los Borbones. ¿Los soberanos? Envían embajadores a cumplimentar al usurpador.
Y con un suspiro de menosprecio adoptó una nueva postura.
- Si Bonaparte continúa un año más en el trono de Francia - siguió diciendo, con la actitud del hombre que no escucha a
los demás y que en un asunto que domina sigue exclusivamente el curso de sus ideas -, entonces las cosas irán mucho más
lejos. La sociedad, y hablo de la buena sociedad francesa, será destruida para siempre por la intriga, por la violencia, por el
destierro y por los suplicios. Y entonces...
Se encogió de hombros y abrió los brazos. Pedro hubiese querido decir algo, porque la conversación le interesaba, pero
Ana Pavlovna, que lo observaba, se lo impidió.
- El emperador Alejandro - dijo Ana con la tristeza que acompañaba siempre a su conversación cuando hablaba de la
familia imperial - ha manifestado que dejaría que los franceses mismos decidieran la forma de gobierno que quisieran, y
estoy segura de que no puede dudarse que un golpe para librarse del usurpador haría que toda la nación se pusiera en masa
al lado de un rey legítimo - dijo, esforzándose en ser amable con el emigrado realista.
- No es seguro - dijo el príncipe Andrés -. El Vizconde cree, y con razón, que las cosas ya han ido demasiado lejos. Creo
que la vuelta al pasado será difícil.
- Por lo que he oído - dijo Pedro, que se mezcló en la conversación alegremente -, casi toda la nobleza se ha puesto al lado
de Bonaparte.
-Eso lo dicen los bonapartistas - respondió el Vizconde sin mirarle -. Es difícil en estos momentos conocer la opinión
pública en Francia.
- Bonaparte lo ha dicho - objetó el príncipe Andrés con una sonrisa. Evidentemente, le disgustaba el Vizconde, y, sin
responderle directamente, las palabras estaban dirigidas a él-. «Les he mostrado el camino de la gloria - añadió después de
un breve silencio, repitiendo de nuevo las palabras de Napoleón -. No han querido seguirlo. Les he abierto las puertas de
mis salones y se han precipitado en ellos en masa.» No sé hasta qué punto tiene derecho a decirlo.
- Hasta ninguno - repuso el Vizconde -. Después del asesinato del Duque, hasta los hombres más parciales han dejado de
mirarlo como a un héroe. Lo ha sido para cierta gente - continuó dirigiéndose a Ana Pavlovna -. Después del asesinato del
Duque hay un mártir mas en el cielo y un héroe menos en la tierra.
Ana Pavlovna y los demás no habían tenido tiempo aún de aceptar con una sonrisa de aprobación las palabras del
Vizconde cuando Pedro se lanzaba de nuevo a la conversación. Ana Pavlovna, a pesar de presentir que iba a decirse algo
extemporáneo, no pudo detenerle.
- El suplicio del duque de Enghein - dijo Pedro -era de tal modo una necesidad de Estado que, para mí, precisamente la
grandeza de alma está en que Napoleón no haya vacilado en cargar sobre sí la responsabilidad de este acto.
- ¡Dios mío, Díos mío! -murmuró aterrorizada Ana Pavlovna.
- Es decir, monsieur Pedro, ¿consideráis que el asesinato es una grandeza de alma? - dijo la pequeña Princesa sonriendo y
acercándose la labor.
- ¡Ah! ¡Oh! - exclamaron varias voces.
- ¡Capital! - dijo en inglés el príncipe Hipólito, comenzando a golpearse las rodillas.
El Vizconde contentóse con encogerse de hombros. Pedro miraba triunfalmente a su auditorio por encima de los lentes.
- Hablo así - continuó - porque los Borbones han vuelto la espalda a la Revolución y han dejado al pueblo en la anarquía.
Únicamente Napoleón ha sabido comprender a la Revolución y vencerla. Y por eso, por el bien común, no podía detenerse
ante la vida de un hombre.
- ¿No quiere usted pasar a esta mesa? - preguntó Ana Pavlovna.
Mas Pedro continuó su discurso sin responder.
- No - dijo, animándose cada vez más -. Napoleón es grande porque se ha impuesto por encima de la Revolución, de la
cual ha reprimido los abusos y ha conservado todo lo que tenía de bueno: la igualdad de los ciudadanos, la libertad de la
palabra y prensa, y solamente por esto ha conquistado el poder.
- Si hubiera conseguido el poder sin valerse del asesinato y lo hubiese devuelto al rey legítimo, entonces sí se le habría
reconocido como un gran hombre - replicó el Vizconde.
- No podía hacerlo. El pueblo le ha dado el poder para que le quitase de encima a los Borbones y porque veía en él a un
gran hombre. La Revolución ha sido una gran obra - continuó Pedro, demostrando por esta proposición audaz y provocativa
su extremada juventud y el deseo de decirlo todo sin reservas.
- ¡Una gran obra la Revolución y el asesinato de los reyes...! Después de esto... Pero ¿no quiere usted pasar a esta mesa? -
repitió Ana Pavlovna.
- Contrato social - dijo el Vizconde con una sonrisa amable.
- No hablo de la ejecución del rey. Hablo de las ideas.
- Sí, las ideas de pillaje, de homicidio y de crimen de vuesa majestad - interrumpió de nuevo la voz irónica.
- Cierto que fueron excesos, pero hay algo más que esto. Lo importante está en el derecho del hombre, en la desaparición
de los prejuicios, en la igualdad de los ciudadanos. Y Napoleón ha mantenido estas ideas íntegramente...
- Libertad e igualdad - dijo con desdén el Vizconde, como si finalmente se decidiese a demostrar seriamente a aquel joven
la tontería de sus manifestaciones-; grandes palabras comprometidas desde hace mucho tiempo. ¿Quién no ama la igualdad
y la libertad? El Salvador ya las predicaba. Por ventura, ¿han sido los hombres más felices después de la Revolución? Al
contrario, nosotros hemos querido la libertad y Bonaparte la ha destruido.
Casi sonriendo, el príncipe Andrés miraba ora a Pedro, ora al Vizconde, ora a la dueña de la casa. Desde los primeros
ataques de Pedro, Ana Pavlovna, no obstante su mundología, estaba asustada, pero cuando vio que, a pesar de las sacrílegas
palabras pronunciadas por Pedro, el Vizconde no se exaltaba ni se ponía fuera de sí, cuando se convenció de que no era
posible ahogarlas, hizo acopio de fuerzas y se unió al Vizconde para atacar al orador.
- Pero, querido monsieur Pedro - dijo Ana Pavlovna-, ¿cómo se explica usted esto? Un gran hombre que ha podido hacer
ejecutar al Duque, es decir, simplemente a un hombre, sin haber cometido delito alguno y sin juzgarlo...
- Yo preguntaría - interrumpió el Vizconde - cómo el señor explica el l8 Brumario. ¿No es una farsa, acaso? Es un
escamoteo que no se parece en nada al modo de obrar de un gran hombre.
- ¿Y los prisioneros de África que ha hecho dar de baja de la suscripción de la vida? - dijo la pequeña Princesa -. ¡Es horrible! - y levantó los hombros.
- Dígase lo que se quiera, es un plebeyo - declaró el príncipe Hipólito.
Pedro no sabía qué responder. Los miraba a todos y sonreía. Su sonrisa no era como la de los demás; al contrario, en él,
cuando sonreía, el rostro serio y un tanto hosco desaparecía de pronto, mostrándose en su lugar una fisonomía tranquila,
incluso hasta un poco indecisa, que parecía pedir perdón. Para el Vizconde, que lo veía por primera vez, era evidente que
aquel jacobino no era tan terrible como sus palabras. Todos callaron.
- ¿Cómo quieren que responda a todos a la vez? - dijo el príncipe Andrés -. Además, en los actos de un hombre de Estado
cabe distinguir los del particular y los del generalísimo o los del emperador. Esto me parece que es suficientemente claro.
- Sí, sí, naturalmente - dijo Pedro con la ayuda que se le ofrecía.
- No se puede negar - continuó el príncipe Andrés -que Napoleón, como hombre, fue muy grande en Pont d'Arcole y en el
Hospital de Jaffa, donde estrechó la mano a los apestados. No obstante, no obstante..., hay otros actos suyos que son muy
difíciles de justificar.
El príncipe Andrés, que evidentemente había querido dulcificar la inconveniencia de las palabras de Pedro, se levantó
para marcharse e hizo una seña a su mujer.