Agonía flamenca: sin comida, sin guitarra, sin casa

El Pionero

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Marbella de tal y tal
Atrás han quedado décadas junto a Joaquín Cortés, Eva la Hierbabuena, Cristina Hoyos, El Güito, Sara Baras, Farruquito… Viajes y más viajes de uno a otro extremo del mundo formando parte del elenco que rodeaba a las grandes figuras. “He recorrido la pelota entera más de dos veces”, cuenta un conocido cantaor al que la esa época en el 2020 de la que yo le hablo ha silenciado. De él dependen 10 personas entre los que están sus hijos, sus parejas y sus nietos. Ni galas, ni giras, ni contratos en el último año. “A mí esto me ha destruido. Me ha partido por la mitad”.


Hay artistas flamencos que se han reinventado para tratar de sortear la crisis con opciones como clases a través del ordenador. Otros combaten la asfixia económica con ahorros, mudándose a casa de sus padres y hasta vendiendo una guitarra. Pero algunos, como este cantaor que vive en Madrid y que prefiere mantenerse en el anonimato, no han podido aguantar el golpe solo con los 430 euros de subsidio estatal. Para poder salir adelante, él y su familia reciben ayuda de un grupo de compañeros.
El movimiento Soy cultura, soy flamenco se gesta el año pasado en un grupo de WhatsApp del que forman parte unas 200 personas. Empiezan dando cobertura jurídica a otros artistas con un abogado, pero pronto ven que eso solo no es suficiente. Algunos no es que no actúen, es que tienen la nevera tiritando. Así es como nace Dona flamenco, una iniciativa para conseguir alimentos y productos de primera necesidad con los que echar un cable a los que han caído en el pozo. Hoy mantienen despensas solidarias en Madrid, Granada, Málaga y Sevilla. Una realidad que dista mucho del programa de grandes escenarios como el Teatro Real.

Un sonoro taconeo da la bienvenida a la escuela Amor de Dios, un templo del flamenco en el centro de Madrid. Por aquí han pasado en el último medio siglo algunas de las citadas estrellas y muchas otras. El estudio número 7 ha sido habilitado como almacén para el improvisado banco de alimentos, una pequeña estancia en la que conviven pasado y presente. Sobre la pared destaca una fotografía a la que el tiempo ha comido intensidad. Es una estampa añeja, impostada y en blanco y neցro. A sus pies, como símbolo de ese flamenco herido de estos días, se amontonan pañales, leche, potitos, aceite, legumbres, miel, café… Todo aparece multiplicado por dos por obra y gracia del académico espejo de la sala.

Miriam Reimúndez La Arquilleja acaba de preparar los alimentos y productos de primera necesidad que van a entregarle en un barrio del sur de la capital a ese cantaor y su numerosa familia. Esta bailaora explica que la el bichito-19 ha supuesto un mazazo para un sector que se asentaba sobre unos cimientos débiles. Se refiere a “las malas condiciones en las que a veces -y recalca este a veces- somos contratados en los tablaos” sin dar de alta, con contrato de camarero o sin cumplir el régimen laboral del artista. Todo eso dificulta el acceso a ayudas, comenta. La situación se agrava especialmente para aquellos que vivían al día.

Su diagnóstico es compartido en parte por otros artistas que prefieren comentarlo sin que figure su nombre. “Tropelías se han hecho siempre, pero es cierto que algunos no quieren ser dados de alta”, ilustra uno de ellos. La Arquilleja, de 38 años, detalla que empezó a bailar con 16 años, que ha pasado largas temporadas en Japón y que ahora se encuentra con menos de siete años cotizados. “El tablao es el flamenco sin trampa ni cartón y yo soy tablaera de toda la vida, pero que reconozcan la verdad”, lanza con rabia y consciente de que sus reivindicaciones no van a gustar a una parte del sector. Lleva un año sin bailar y teme que no va a volver a hacerlo en breve.

La Cueva de Lola, en el centro de Madrid, reabre en diciembre de 2019 con el brío juvenil de cuatro amigos y artistas que deciden hacerse con este local y lavarle la cara. No sabían estos pequeños empresarios que su ilusión iba a quedar sepultada por la pesada losa del cobi19. Si hoy están funcionando es gracias al tradicional `Juan Palomo, yo me lo guiso, yo me lo como´. Son ellos mismos los que actúan mientras los tres contratados, en cocina, barra y sala atienden a la clientela durante el espectáculo. Agradecen, además, que la empresa propietaria del local no les ha apretado. Es sábado y el “no hay entradas” significa 28 personas, medio aforo por imposiciones de la el bichito. Aun así se permiten el lujo de contratar una bailaora extra, Paca Rodríguez, para completar el cuadro. Casi todos los que asisten son españoles. La necesidad es tal que con seis espectadores les basta para montar el show. Pero muchas noches no logran ni eso y han de cancelar, explica el bailaor Rubén Puerta, uno de los cuatro aventureros.

Con el sudor todavía fresco, Sara Pérez, de 32 años, se ha despojado de los volantes, el mantoncillo y los tacones y, embutida en unos vaqueros y con zapatillas de deporte, se ha transformado en camarera. “Este no era mi plan cuando montamos esto”, asume con pandémica resignación esta licenciada en Periodismo y Comunicación Audiovisual instantes después de ser ovacionada por el público. Algunos de los espectadores ni la reconocen detrás de la barra. Sus socios hacen lo mismo, atender y sacar adelante el negocio.

Solo en Madrid funcionaban 21 tablaos hasta que aterrizó el cobi19. Todos tuvieron que cerrar en el primer estado de alarma, pero las restricciones y la falta de público, que era extranjero aproximadamente en un 90%, mantienen sin actividad a todos salvo a media docena. En julio, el Ayuntamiento los declaró locales de interés general y se anunciaron diversas ayudas que no se han visto reflejadas en la recuperación generalizada de la actividad. La sede del Ministerio de Cultura fue en diciembre escenario de un acto de protesta. Tres meses después, el 16 de marzo pasado, una representación del sector fue recibida en un acto en el que no estaba el ministro. “Cada uno que interprete”, señala Juan Manuel del Rey, presidente de la Asociación Nacional de Tablaos Flamencos y responsable de El Corral de la Morería, otro mítico establecimiento de la capital que sigue con la persiana echada.

Algunos de los que forman el núcleo duro para mantener viva la despensa solidaria son al mismo tiempo también víctimas de la crisis. La cantaora Cristina Soler y su pareja, el guitarrista Alejandro Moreno, se han visto obligados a dejar su piso en Antón Martín e instalarse en uno de los padres de él en Santa María de Tiétar (Ávila), a un centenar de kilómetros de la capital. En una carambola profesional impropia de estos tiempos, Moreno enlaza dos fines de semana seguidos en el tablao Torres Bermejas, el primero que se lanzó a la reapertura en esa época en el 2020 de la que yo le hablo a finales de septiembre.

La ‘Yoko Ono de Utrera’ sale del ERTE

Delante del guitarrista, la bailaora Noemí Ferrer, mantiene boquiabiertos a ucranios, franceses y españoles. Entre ellos, las madrileñas Lucía y Sara, dos amigas que no han encontrado mejor forma de celebrar sus 18 años en medio de las restricciones que acudiendo por vez primera a un espectáculo de flamenco. Ignoran que Noemí Ferrer, este ciclón de 23 años al que algunos espectadores graban con el móvil, ha tenido que plegar velas y cobijarse bajo el techo de sus padres en Barcelona por falta de trabajo. “Antes podía bailar 30 días al mes. Ahora llevo seis en un año”.

Acabados los dos pases, Alejandro Moreno, de 32 años, se adentra con su herramienta de trabajo al hombro por una ciudad que no es más que recuerdo de aquella impenitente noctívaga. Con un pitillo de liar en los labios y la mascarilla bajada, cuenta que desde hace pocos meses sus dedos flirtean con una guitarra Ramírez, marca histórica madrileña con casi siglo y medio de existencia. Es, además, una joya que estuvo en manos del mítico Rafael Riqueni. Una oportunidad irrechazable, dice, que le ha llegado en el peor momento. Para poder adquirirla, Moreno ha vendido una de sus otras dos guitarras y ha pedido un préstamo.

En el estudio 11 de la escuela Amor de Dios retumban sobre las tablas los botines de Alejandro Granados durante una de sus clases. Junto a él dos alumnas, Lucía Yenes, española de 26 años, y Barbara Solilovac, checa de 25. Ambas se han sumergido por vez primera en el flamenco en plena esa época en el 2020 de la que yo le hablo. Les acompaña con la guitarra Ricardo García y jalea y da palmas Kei Ooka. Esta japonesa, que asiste por pura afición a la sesión de Granados, llegó a finales de los años noventa a España y, tras unos meses en ERTE, se gana de nuevo la vida actuando como cantaora en el cuadro del tablao Ziryab al tiempo que trabaja también de camarera. “Es la Yoko Ono de Utrera”, bromea el guitarrista Alejandro Moreno, que alguna vez coincide actuando con ella.

Lejos de aquellas noches canallas e interminables del Madrid flamenco, los responsables de La Cueva de Lola se ven obligados, muy a su pesar, a alertar a gritos a las 22.50 de que se acerca la hora. Algunos de los presentes son colegas y amigos del mundillo que apuran el cierre con una cerveza en la mano o una tapa apresurada. Un coche de la Policía Local está apostado a unos metros, en la plaza de Los Carros. A las once ya no hay quejío que valga.


 
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