1935. Cacería humana de apaches en el México revolucionario

Bender Rodríguez

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1935. Cacería humana de apaches en el México revolucionario
Despertaferro Ediciones
José Soto Chica. Universidad de Granada

(El artículo es más extenso de lo publicado en el post, mejor leer el enlace original)

Mientras Diego Rivera pintaba los impresionantes murales llamados Epopeya del pueblo mexicano (1929-1935), en los que se mostraba la conquista de México por los españoles y se ensalzaba el pasado indígena, el mismo régimen que financiaba su obra daba fin a la última y cruel fase de la Guerra del Yaqui (1876-1929), en la que docenas de miles de indios yaquis, pimas, mayos y ópatas fueron asesinados o deportados como trabajadores forzados al Yucatán, y ello a la par que consentía y alentaba el exterminio de los últimos apaches libres de América. La historia de estos últimos y del implacable acoso al que fueron sometidos por mexicanos y estadounidenses, contra los que mantuvieron una guerra a muerte, merece ser contada y recordada.


Guerras apaches indios apaches broncos México

Grupo de apaches fotografiados por Edward S. Curtis (1868-1952) en 1903. Los llamados apaches broncos se rebelarían contra un destino de sometimiento en las reservas estadounidenses, lugares insalubres en los que vivían hacinados bajo la tutela agentes tan corruptos como ineficientes, la constante fricción entre las autoridades civiles y las militares, los inútiles intentos por sedentarizar a los indios y la progresiva usurpación por granjeros y mineros blancos. No es de extrañar que muchos decidieran abandonarlas para tratar de recuperar sus modos de vida tradicionales, aunque les costara la muerte. Fuente: Library of Congress.

En septiembre de 1886 los jefes Gerónimo y Naiche se entregaban con sus escasos seguidores al general Nelson Miles del Ejército de los Estados Unidos y con ello se ponía fin oficial a las llamadas Guerras Apaches. Pero en lo más agreste de Sierra Madre, en las llamadas montañas Jaguar y en las demás serranías igualmente quebradas e inaccesibles que se alzan en los límites entre Sonora y Chihuahua, quedaron pequeños grupos de apaches que, refugiados en los bosques de coníferas, siguieron llevando una vida independiente y libre. Eran llamados apaches broncos, esto es, “sin domar”, y hasta sus hermanos de las reservas norteamericanas –chiricauas, simples, mescaleros, jicarillas, aravaipas, lipanes, etc.– los temían. Pues los apaches broncos no se habían aculturado como ellos y seguían usando el arco y vistiéndose con pieles de venado. Cazaban ciervos y cultivaban pequeños huertos de maíz y calabazas. Puede que algunos de ellos fueran apaches lipanes y que otros tuvieran parientes entre los mescaleros y los chiricauas, pero a fines del siglo XIX los broncos constituían por sí mismos un subgrupo apache cuya principal seña de identidad era su feroz determinación a seguir viviendo libres, así como su refractaria tozudez a la aculturación. En efecto, a fines del siglo XIX y durante el primer tercio del XX, los broncos siguieron siendo guerreros temibles y, cuando los inviernos eran duros y la nieve los obligaba a bajar de las alturas en donde habían tenido que refugiarse, asaltaban ranchos, granjas y pequeños poblados. El mundo había cambiado, pero ellos no.

Para esas pequeñas bandas de apaches broncos, los mexicanos o los estadounidenses no eran ciudadanos de países poderosos, sino vecinos molestos que les habían usurpado sus mejores tierras de caza y cultivo. Los apaches, divididos en diminutas bandas, no podían entender que los mexicanos de tal rancho o tal poblado formaran parte de la misma “banda” que los que habitaban a cien kilómetros del lugar. Por eso, podían llegar a convivir con algunos de sus vecinos, pero a la par hacer la guerra contra otros, sin tener conciencia alguna de que atacar a unos era desatar un conflicto contra todos ellos.

Además, los apaches broncos no olvidaban. No olvidaban años, décadas de acoso y exterminio. El Gobierno mexicano venía pagando una prima por cabellera de indio bravo, hombre, mujer o niño, desde que se convirtió en un país independiente en 1821. Atraídos por esas recompensas, muchos ganaderos, pistoleros y hasta mercenarios, mexicanos y estadounidenses por igual, se habían dedicado durante todo el siglo XIX a una brutal y despiadada cacería humana fruto de la cual fue que hacia 1887 poco más de trescientos apaches siguieran viviendo en la Sierra Madre mexicana.

Hay que reconocer que su integración era difícil. Los apaches, desde los días en que se vieron desplazados de las Grandes Llanuras por la presión de los comanches, habían constituído un pueblo belicoso y duro que veía a menudo a sus vecinos como una fuente de recursos. Todavía en la década de 1920, el “Indio Juan”, uno de los últimos jefes de los apaches broncos, gritaba a los desgraciados vaqueros y campesinos mexicanos a los que dejaba con vida tras robarles: “No os mato para que podáis seguir criando ganado para mí.” Evidentemente, este rasgo depredatorio de la cultura apache atraía el repruebo y el encono de la población mexicana y estadounidense que sufría las incursiones de los broncos y justificaba ante la opinión pública de la época que se les tratara de exterminar a toda costa.

Como fieras
Como fieras. Así fueron tratados los apaches broncos y, justo es decirlo, así trataron a sus enemigos mexicanos y estadounidenses. A través de las noticias que los periódicos de Estados Unidos y México recogieron podemos ir esbozando su historia desde 1887 hasta su completo exterminio hacia 1940. Es una historia sangrienta y amarga.

Los apaches broncos, recluidos en sus boscosas y casi desconocidas montañas, evitaban en lo posible el contacto con los mexicanos. De tanto en cuanto, sin embargo, una partida de guerra, espoleada por el hambre o por el deseo de venganza, bajaba de sus refugios serranos y realizaba larguísimas expediciones que a veces los llevaban hasta Texas, Nuevo México y Arizona, aunque por lo general solían limitarse a los territorios de los estados mexicanos de Chihuahua y Sonora. A menudo, el único indicio, la única evidencia de que tal o cual minero, trampero, viajero, ranchero o campesino había sido asesinado por ellos o de que el ganado de tal o cual rancho lo habían robado los apaches broncos, eran las singulares y extrañas huellas que dejaban sus caballos calzados con botines de piel de venado.

La mayoría de estos apaches usaban rifles, pero también llevaban arcos y flechas. Por ejemplo, en 1892, un grupo de vaqueros norteamericanos que había sufrido el robo de ganado por parte de una partida de apaches broncos, persiguió y dio muerte a uno de ellos y comprobó que iba armado con un “excelente arco” y con una aljaba que contenía cuarenta flechas.

Desde 1889 los apaches broncos pasaron a formar parte de una suerte de “psicosis colectiva y nostálgica.” Sus ataques eran puntuales y espaciados: un goteo diminuto de violencia en un área gigantesca que entre Estados Unidos y México sumaba más de un millón de kilómetros cuadrados y que se podría haber “disuelto” entre los innumerables actos de violencia que los propios ciudadanos mexicanos y estadounidenses de la época cometían, sino fuera por el exotismo, la fascinación y el encono que los apaches atraían sobre sí desde hacía generaciones. En efecto, entre 1889 y 1935, los apaches broncos mataron a unas trescientas personas en el área antes indicada, pero durante esos mismos años y en la misma región, Arizona, Nuevo México, oeste de Texas, Sonora y Chihuahua, las muertes violentas causadas por ciudadanos estadounidenses y mexicanos pueden contarse por millares. Pero, sin embargo, cada ataque apache, y la mayoría no pasaban de robos puntuales de ganado o causaban una o dos víctimas mortales, atraía la histérica atención de los periódicos y de los gobiernos locales y regionales, mientras que los asesinatos e incluso matanzas perpetradas por ciudadanos mexicanos o estadounidenses no merecían semejante cobertura.

Así, el 2 de mayo de 1889 se reportaba que los broncos habían atacado una explotación minera cerca de Dee Creek, Arizona, capturando a un hombre al que habían herido y al que habían dado muerte torturándolo salvajemente mediante el horrible método de asarlo vivo sobre una estufa. Mientras que los días 30 y 31 de mayo de 1890 el diario Ephita de Tombstone, Arizona, publicaba la noticia de que diez apaches habían atacado a un grupo de agrimensores y que la misma partida de guerra, dos días más tarde, asaltó una caravana en la que dieron muerte a un hombre e hirieron a otro, completando su incursión en Arizona con el ataque lanzado el 24 de mayo, en los montes Chiricaua, sobre un reputado abogado local y su cuñado, dando muerte al primero y persiguiendo sin éxito al segundo. El Ephita de Tombstone aprovechó para clamar contra los apaches y denunciar la supuesta pasividad del Ejército estadounidense.

¿Pero qué podía hacerse? Ese mismo año, 1890, los apaches broncos realizaron más incursiones en Arizona y durante toda la década de 1890 atacaron establecimientos en todo el norte de México. Esta belicosidad apache se explica porque su territorio estaba siendo más y más limitado por los rancheros y granjeros euroamericanos. Por ejemplo, muchos colonos mormones se estaban mudando al norte de México y se establecían en las proximidades de los últimos asentamientos de los apaches libres. Estos se veían más y más empujados hacia las cumbres de las montañas más inaccesibles y sus recursos en caza y tierras fértiles disminuían obligándoles a depender más y más de las periódicas y ahora cada vez más frecuentes incursiones de saqueo.

Por otro lado, los apaches eran guerreros despiadados: en septiembre de 1892, una partida de guerra de ocho broncos cayó sobre un rancho mormón, Cliff Ranch, a unos 50 km al oeste de Colonia Juárez, dando muerte a un hombre y a su anciana madre y robando el ganado y cuantos enseres domésticos lograron cargar.

Un factor a tener también en cuenta es que los apaches broncos se veían a menudo reforzados por la llegada de apaches fugados de las reservas norteamericanas, algunos de ellos tan célebres como Massai o como el conocido “Apache Kid”. Estos “refugiados” solían guardar un fuerte rencor contra los blancos y un considerable desprecio contra los apaches que preferían seguir malviviendo en las reservas. De hecho, en cierta manera eran la prueba viviente para los broncos de cuál era el destino que podían esperar si cesaban en su guerra contra los euroamericanos. Quizá por todo ello, la hostilidad de los broncos y de los apaches norteamericanos que se les sumaron en la década de 1890 se dirigía también contra los apaches de las reservas de Arizona y Nuevo México, a los que hostigaban con frecuencia y que aprendieron a temerlos.

Apache Kid

Apache Kid (Haskay-bay-nay-ntayl) posa desafiante en el centro de esta fotografía tomada en la década de 1880, escoltado por Massai a su izquierda y un apache llamado Rowdy a su derecha. En su más tierna infancia, Haskay-bay-nay-ntayl (c. 1860-1894/1930) había sido capturado por los indios yuma, y posteriormente liberado por soldados estadounidenses. Al Sieber, jefe de exploradores del Ejército, acogió bajo su protección al por entonces adolescente, que unos años después se alistó como explorador indio, alcanzando el rango de sargento. Un con poca gracia incidente truncaría su carrera y le empujaría a una vida de forajido que alternaría con periodos en prisión. Tras su última fuga, en 1899, Apache Kid se esfumó. Es en ese momento cuando su historia se trenza con la leyenda, y con el paso del tiempo sus supuestas fechorías se entretejen con las historias de los varios pistoleros que aseguraron haberle dado muerte y de los testimonios de los que juraban haberlo visto aún con vida. Fuente: Wikimedia Commons.
Para 1896 los ataques de los apaches broncos de México habían causado tanto temor y revuelo que el 6 de junio de ese año los gobiernos de México y Estados Unidos firmaron un acuerdo que permitía a los ejércitos de ambos estados cruzar la frontera para perseguir a las partidas de guerra apaches.

En aquel momento y muy particularmente, destacaban los ataques encabezados por “Apache Kid”, un antiguo explorador del Ejército estadounidense que había terminado por huir a México y que ahora encabezaba una banda mixta de apaches broncos de las montañas mexicanas y de refugiados aravaipas, chiricauas y mescaleros de Arizona y Nuevo México. Hartos de sus ataques, Estados Unidos y México destacaron fuerzas contra la banda de “Apache Kid” y contra otras partidas de broncos. Concretamente fueron enviados contra ellos un pelotón de Rurales mexicanos, y por parte de Estados Unidos, dos compañías del famoso 7.º de Caballería, su última misión contra los indios, apoyadas por un destacamento de exploradores apaches. En total unos trescientos hombres que, sin embargo, no lograron ni atrapar ni dar muerte a “Apache Kid” ni a su banda de salteadores.

Pero al cabo, siempre en guerra, siempre perseguido, “Apache Kid” fue abatido en Nuevo México, en el cañón de San Juan, en 1907, por un grupo de furiosos ganaderos estadounidenses que habían organizado una “partida de caza” contra los apaches. Su muerte era la demostración de que, por duros y rebeldes que fueran los apaches broncos, antes o después, serían aniquilados.

Pero mientras tanto, como si el siglo XX no pudiera con ellos, los broncos se aferraban a sus refugios montañeses y combatían con fiereza a cuantos se acercaban a ellos. Su historia, una historia olvidada, parece fuera del tiempo e imposible de estar sucediendo en el México y en los Estados Unidos de los felices años veinte y de la Gran Depresión de los años treinta. Si en aquellos años hubo unas verdaderas “uvas de la ira”, sin duda las cosecharon los broncos.

Cazadores de apaches
Lenta, pero inexorablemente, las hasta ese momento inaccesibles montañas de los últimos apaches libres se vieron violadas por exploradores, tramperos, mineros, ganaderos y granjeros en busca de riquezas, una vida mejor o, simplemente, aventuras y emociones fuertes. Los apaches broncos llegarían a ser objeto de lo que hoy llamaríamos “turismo de riesgo” y eso, si cabe, hace todavía más patético y terrible su final.

Así, por ejemplo, en 1929, H. White, un explorador y buscador de oro estadounidense guió a una partida de vaqueros hasta el corazón de las montañas Jaguar, el último santuario de los apaches broncos y asaltó su campamento principal. Los sorprendidos apaches se retiraron a los bosques circundantes y vigilaron a sus atacantes. White contó unas cuarenta y cinco chozas junto a un fuerte de adobe y tras recoger algunos objetos del abandonado poblado, se retiró ante el temor de que los apaches los cercaran. Según su informe, ampliamente replicado, los apaches broncos contaban aún con unos sesenta y cinco guerreros. De ser así, el grupo contaba con entre ciento ochenta y doscientos miembros.

La expedición de White tenía como principal objetivo proporcionar a sus participantes la emoción y la celebridad de los “auténticos combatientes de indios”. No era barato conseguir formar parte de una partida que se adentrara en las montañas de la Sierra Madre Occidental en busca de los últimos apaches libres. Pero la expedición de White también era en cierta medida una respuesta a las incursiones apaches en territorio mexicano y estadounidense llevadas a cabo incesantemente por los broncos durante la década de 1920. En efecto, tras una década, la de 1910, en la que se reportaron pocas incursiones apaches, en la de 1920 estas se multiplicaron.

mapa últimos apaches broncos México Sonora Arizona
Reservas y contexto geográfico del norte de México y sur de Estados Unidos donde moraron los últimos apaches broncos. Pincha en la imagen para ampliar. © Desperta Ferro Ediciones
Durante sus últimos años, los apaches broncos seguían divididos en varias bandas, aunque dos de ellas, las encabezadas por el llamado “Apache Blanco”, un misterioso renegado anglonorteamericano, y la del “Indio Juan” se hicieron especialmente célebres por sus violentas correrías en Sonora, Arizona y Nuevo México. Así, por ejemplo, en 1924 la partida del “Apache Blanco”, formada por tan solo seis guerreros, cruzó la frontera y robó ganado en un rancho de Nuevo México, dando muerte, además, en otro rancho, a un vaquero. Los apaches broncos fueron perseguidos hasta las montañas mexicanas por un grupo de vaqueros norteamericanos que no lograron atraparlos.

Sus últimos refugios, los de las montañas Jaguar, se veían cada vez más estrechados por el crecimiento de la colonización del área. Las comarcas de Bavispe y Nácori Chico, en los límites de Sonora con Chihuahua, fueron a menudo el escenario de sus últimas correrías en las que destacó por su crueldad el “Indio Juan”.

Estas incursiones apaches causaron varias docenas de víctimas durante la década y culminaron en 1930 cuando un grupo de apaches, que según se decía iban encabezados por un nieto de Gerónimo, atacó cerca de Nácori Chico a un grupo de vaqueros y mató a tres de ellos.



indios yaquis

«Indios yaquis linchados por mexicanos», dice la leyenda que acompaña a esta macabra fotografía tomada en torno a 1900. Este pueblo, oriundo del territorio del estado mexicano de Sonora, sufriría la continua hostilidad del Gobierno, la sustracción de sus tierras y su deportación masiva como fuerza de trabajo al Yucatán. En 1910 este pueblo apoyó activamente la Revolución mexicana con la promesa de que sus tierras les serían restituidas, pero de nuevo fueron engañados y no se puso fin al acoso de Gobierno y colonos hasta los acuerdos suscritos por el presidente Lázaro Cárdenas a finales de la década de 1930. Fuente: Library of Congress.

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dabrute 2.0

Madmaxista
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Cualquiera que ha leido conoce los hechos.

La izquierda, tan majadera como fanatica, seguira excavando hasta que cabe su propia tumba dandose el ostiazo con la realidad.

La gran desgracia es que, como demuestra la historia, exterminara a tantos como pueda en su marcha infernal.
 

Silverado72

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La verdad es que los apaches eran unos fulastres salteadores y torturadores. Aunque su verdadero delito era su incapacidad para convertirse en ganaderos y agricultores estables, como hicieron otros indios.
 

jm666

Himbersor
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puñeteros pendejos, de los yanquis me lo esperaba pero los mexicanos???, ha pedido perdón ya el Obrador??