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dino dini
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Los muchos ciruelos del diablo
La Iglesia ya combatió en 1870 la legalización de todo matrimonio
civil, tachándolo de "inmoral concubinato y escandaloso incesto"
JUAN G. BEDOYA - Madrid
"El matrimonio civil no será jamás otra cosa que un inmoral
concubinato o un escandaloso incesto". Esto dijeron los 41 obispos españoles
cuando en 1870 tuvieron noticia de que el Gobierno de la época preparaba un
proyecto de ley de matrimonio civil que, manteniendo todavía la
indisolubilidad, traía a España el modelo napoleónico de matrimonio civil
obligatorio. "La ley de la mancebía", argumentaron los prelados, reunidos en
Roma por el papa Pío IX para el Concilio Vaticano I. La pretensión del
Estado no era, como predicaban los clericales, la de suprimir el matrimonio
religioso, sino complementarlo con un contrato ante el juez o funcionario
municipal. "La adquisición y el ejercicio de los derechos civiles y
políticos son independientes de la religión que profesen los españoles",
sostenía el texto legal.
Apenas ha transcurrido siglo y medio y la Iglesia romana mantiene sus
tesis: tampoco ahora el Estado puede legislar sobre el matrimonio de parejas
del mismo sesso, ni sobre otras muchas cosas. Sólo la Iglesia, sólo Dios,
según el cardenal de Madrid, Antonio María Rouco. "¿Hay forma de mayor
arrogancia que la que pretende desde el poder regular el derecho a la vida,
el trabajo, el matrimonio, la familia, la sociedad, la patria, como si Dios
no existiese?", se preguntó ayer durante la misa de acción de gracias por la
elección del cardenal Joseph Ratzinger como papa Benedicto XVI.
La tesis eclesiástica es que el matrimonio tiene origen divino y es
un contrato natural instituido con anterioridad a la sociedad civil. Por
tanto, es un asunto que queda lejos del alcance del Estado. En el caso del
matrimonio lgtb, la Conferencia Episcopal añade que el Gobierno socialista
"no puede legislar sobre derechos inexistentes". Además de negar al Estado
capacidad para intervenir en la organización de la sociedad, los obispos han
llamado a la desobediencia con apelaciones como la del cardenal emérito de
Barcelona, Ricard Maria Carles, que equipara la obediencia en la aplicación
de esta reforma con el "obediente" exterminio de personas en Auschwitz.
La historia demuestra que, a veces, este tipo de execraciones severas
contra el Estado obtienen resultados positivos. En el caso concreto del
matrimonio civil, su primera legalización, en 1870, tuvo corta vida: menos
de cinco años, los que duró el régimen liberal de la época tras la
proclamación papal de que "el liberalismo es pecado", lanzada por un Pío IX
que acababa de autoproclamarse infalible. El 15 de enero de 1875, el
restaurado rey Alfonso XII firmó la supresión del matrimonio civil -"salvo
para los que no profesando la religión de nuestros padres estén
imposibilitados de santificarlo con el sacramento"-, y restringió la
consideración de "hijos legítimos" para los nacidos del canónico. "En una
nación católica no cabe el derecho al error", había clamado ante el rey el
cardenal arzobispo de Santiago, Miguel García Cuesta.
No era la primera vez que Roma se ponía en pie de guerra contra el
Estado, en defensa de monopolios sacramentales o para imponer visiones de un
mundo que se deshacía como azucarillo en agua hirviendo, pese a los
esfuerzos, con frecuencia violentos, de la Santa Inquisición. Tampoco sería
la última, con guerras calificadas a veces como "cruzada" en defensa de una
visión clerical de la nación, o tachando como enemigo de la Iglesia -hombres
con "el regazo del diablo", según los clericales del siglo XIX- a cuanto
político intentó la modernización del Estado con reformas tenidas más tarde
como prudentes y necesarias incluso por la propia Iglesia mediante el
Concilio Vaticano II, como la ley de libertad religiosa y de conciencia, la
separación Estado-Iglesia o, como consecuencia de estas medidas, la
legalización del matrimonio civil y el reglaje de su disolución.
"Que la ira de Dios caiga sobre España si la República persevera",
clamó el cardenal Pedro Segura en 1931, llamando a la rebelión contra el
Gobierno reformista de Manuel Azaña. Los argumentos de entonces -laicismo
agresivo, tierra de misión, persecución religiosa- se han reiterado ahora
contra el Ejecutivo socialista, pero también se alzaron cuando el Gobierno
de Adolfo Suárez, de centro, promovió la Constitución de 1978 y, poco más
tarde, la Ley del Divorcio. Una parte muy señalada del episcopado,
encabezada por el primado de España, el cardenal Marcelo González Martín,
pidió el no en el referéndum de 1978 con el argumento de que la Constitución
hoy vigente era "atea, anticlerical y contraria al derecho común".
El fallecido Juan Pablo II pidió perdón cien veces por los
sufrimientos causados en el pasado a pueblos e individuos. También
rehabilitó a algunas de las víctimas, como Galileo. Para salvarse de ser
quemado vivo, este sabio hubiera afirmado que la luna estaba hecha de queso
verde, tal era su miedo a la inquisición. Motivos tenía. Galileo contaba 36
años cuando el papado ordenó quemar a Giordano Bruno por insistir en que
había otros mundos además de la Tierra. "Creer que no existen otros planetas
que los que conocemos no sería más razonable que opinar que no vuelan más
pájaros que los que vemos pasar asomándonos a una ventana", sostenía Bruno.
Quemándolo vivo tras espantosos suplicios, Roma quiso escarmentar en
Bruno a los científicos y filósofos libres. Uno de ellos, René Descartes,
tenía entonces cuatro años, pero le alcanzó la temible advertencia guardando
para sí algunos de sus pensamientos, como antes Copérnico, hasta que estuvo
bajo la protección de la reina de Suecia. Juan Pablo II, en su libro Memoria
e identidad, publicado en marzo pasado, aún insistió en que los males de
Europa comenzaron cuando Descartes dijo aquello tan famoso de "pienso, luego
existo".
Entre otros avances de la ciencia y el pensamiento, el Vaticano
también se opuso a la anestesia y al parto sin dolor -la sentencia bíblica
de "parirás con dolor", pese a que según ese libro Dios habría dormido a
Adán para quitarle la costilla-; y repudia toda investigación con embriones
con fines terapéuticos. También execró contra el pararrayos de
Franklin -tesis: si Dios quiere fulminar a alquien, quién era Franklin para
oponerse a sus designios-; el control de la natalidad o los profilácticos
sensuales; la liberación de la mujer e incluso del evolucionismo darwiniano,
en la creencia de que el género humano empezó con la creación de Adán y el
nacimiento costillar de Eva
La Iglesia ya combatió en 1870 la legalización de todo matrimonio
civil, tachándolo de "inmoral concubinato y escandaloso incesto"
JUAN G. BEDOYA - Madrid
"El matrimonio civil no será jamás otra cosa que un inmoral
concubinato o un escandaloso incesto". Esto dijeron los 41 obispos españoles
cuando en 1870 tuvieron noticia de que el Gobierno de la época preparaba un
proyecto de ley de matrimonio civil que, manteniendo todavía la
indisolubilidad, traía a España el modelo napoleónico de matrimonio civil
obligatorio. "La ley de la mancebía", argumentaron los prelados, reunidos en
Roma por el papa Pío IX para el Concilio Vaticano I. La pretensión del
Estado no era, como predicaban los clericales, la de suprimir el matrimonio
religioso, sino complementarlo con un contrato ante el juez o funcionario
municipal. "La adquisición y el ejercicio de los derechos civiles y
políticos son independientes de la religión que profesen los españoles",
sostenía el texto legal.
Apenas ha transcurrido siglo y medio y la Iglesia romana mantiene sus
tesis: tampoco ahora el Estado puede legislar sobre el matrimonio de parejas
del mismo sesso, ni sobre otras muchas cosas. Sólo la Iglesia, sólo Dios,
según el cardenal de Madrid, Antonio María Rouco. "¿Hay forma de mayor
arrogancia que la que pretende desde el poder regular el derecho a la vida,
el trabajo, el matrimonio, la familia, la sociedad, la patria, como si Dios
no existiese?", se preguntó ayer durante la misa de acción de gracias por la
elección del cardenal Joseph Ratzinger como papa Benedicto XVI.
La tesis eclesiástica es que el matrimonio tiene origen divino y es
un contrato natural instituido con anterioridad a la sociedad civil. Por
tanto, es un asunto que queda lejos del alcance del Estado. En el caso del
matrimonio lgtb, la Conferencia Episcopal añade que el Gobierno socialista
"no puede legislar sobre derechos inexistentes". Además de negar al Estado
capacidad para intervenir en la organización de la sociedad, los obispos han
llamado a la desobediencia con apelaciones como la del cardenal emérito de
Barcelona, Ricard Maria Carles, que equipara la obediencia en la aplicación
de esta reforma con el "obediente" exterminio de personas en Auschwitz.
La historia demuestra que, a veces, este tipo de execraciones severas
contra el Estado obtienen resultados positivos. En el caso concreto del
matrimonio civil, su primera legalización, en 1870, tuvo corta vida: menos
de cinco años, los que duró el régimen liberal de la época tras la
proclamación papal de que "el liberalismo es pecado", lanzada por un Pío IX
que acababa de autoproclamarse infalible. El 15 de enero de 1875, el
restaurado rey Alfonso XII firmó la supresión del matrimonio civil -"salvo
para los que no profesando la religión de nuestros padres estén
imposibilitados de santificarlo con el sacramento"-, y restringió la
consideración de "hijos legítimos" para los nacidos del canónico. "En una
nación católica no cabe el derecho al error", había clamado ante el rey el
cardenal arzobispo de Santiago, Miguel García Cuesta.
No era la primera vez que Roma se ponía en pie de guerra contra el
Estado, en defensa de monopolios sacramentales o para imponer visiones de un
mundo que se deshacía como azucarillo en agua hirviendo, pese a los
esfuerzos, con frecuencia violentos, de la Santa Inquisición. Tampoco sería
la última, con guerras calificadas a veces como "cruzada" en defensa de una
visión clerical de la nación, o tachando como enemigo de la Iglesia -hombres
con "el regazo del diablo", según los clericales del siglo XIX- a cuanto
político intentó la modernización del Estado con reformas tenidas más tarde
como prudentes y necesarias incluso por la propia Iglesia mediante el
Concilio Vaticano II, como la ley de libertad religiosa y de conciencia, la
separación Estado-Iglesia o, como consecuencia de estas medidas, la
legalización del matrimonio civil y el reglaje de su disolución.
"Que la ira de Dios caiga sobre España si la República persevera",
clamó el cardenal Pedro Segura en 1931, llamando a la rebelión contra el
Gobierno reformista de Manuel Azaña. Los argumentos de entonces -laicismo
agresivo, tierra de misión, persecución religiosa- se han reiterado ahora
contra el Ejecutivo socialista, pero también se alzaron cuando el Gobierno
de Adolfo Suárez, de centro, promovió la Constitución de 1978 y, poco más
tarde, la Ley del Divorcio. Una parte muy señalada del episcopado,
encabezada por el primado de España, el cardenal Marcelo González Martín,
pidió el no en el referéndum de 1978 con el argumento de que la Constitución
hoy vigente era "atea, anticlerical y contraria al derecho común".
El fallecido Juan Pablo II pidió perdón cien veces por los
sufrimientos causados en el pasado a pueblos e individuos. También
rehabilitó a algunas de las víctimas, como Galileo. Para salvarse de ser
quemado vivo, este sabio hubiera afirmado que la luna estaba hecha de queso
verde, tal era su miedo a la inquisición. Motivos tenía. Galileo contaba 36
años cuando el papado ordenó quemar a Giordano Bruno por insistir en que
había otros mundos además de la Tierra. "Creer que no existen otros planetas
que los que conocemos no sería más razonable que opinar que no vuelan más
pájaros que los que vemos pasar asomándonos a una ventana", sostenía Bruno.
Quemándolo vivo tras espantosos suplicios, Roma quiso escarmentar en
Bruno a los científicos y filósofos libres. Uno de ellos, René Descartes,
tenía entonces cuatro años, pero le alcanzó la temible advertencia guardando
para sí algunos de sus pensamientos, como antes Copérnico, hasta que estuvo
bajo la protección de la reina de Suecia. Juan Pablo II, en su libro Memoria
e identidad, publicado en marzo pasado, aún insistió en que los males de
Europa comenzaron cuando Descartes dijo aquello tan famoso de "pienso, luego
existo".
Entre otros avances de la ciencia y el pensamiento, el Vaticano
también se opuso a la anestesia y al parto sin dolor -la sentencia bíblica
de "parirás con dolor", pese a que según ese libro Dios habría dormido a
Adán para quitarle la costilla-; y repudia toda investigación con embriones
con fines terapéuticos. También execró contra el pararrayos de
Franklin -tesis: si Dios quiere fulminar a alquien, quién era Franklin para
oponerse a sus designios-; el control de la natalidad o los profilácticos
sensuales; la liberación de la mujer e incluso del evolucionismo darwiniano,
en la creencia de que el género humano empezó con la creación de Adán y el
nacimiento costillar de Eva