Hace 20 años monté una pequeña empresa en Internet, que gestionaba desde casa. Puntualmente, además, daba cursos a empresas, y también empecé a impartir talleres a particulares en aulas que alquilaba por horas.
Hace 10 años, cansada de tener problemas con los inquilinos de un local de mi propiedad, decidí trasladar mi despacho allí y aprovecharlo, también, para dar mis clases. Cinco años después y para rentabilizar más el espacio, monté una pequeña y selecta librería.
Hasta ahora he ido sacando a la familia adelante gracias a reinventarme continuamente, sacar cursos nuevos, organizar charlas gratuitas y actividades variadas impartidas por otros, estar al tanto de todas las novedades literarias interesantes, etc. Pero llega un momento en el que estar todo el día inventando la rueda resulta agotador y no sale a cuenta: impuestos, facturones de la luz, agua, proveedores, SS… Además, los clientes son muy mayores y van cayendo en el Alzheimer o muriendo, y no hay relevo generacional, la gente joven no compra libros.
Y, encima, como me tomé la molestia de montar un espacio acogedor, mucha gente que lo compra todo por Internet viene aquí a pegar la hebra porque, claro, en Amazon no tienen con quien presumir de todo lo que han leído ni a quién consultar sobre tal o cuál escritor. Llegan, se sientan, se ponen a hablar como si tú estuvieras aquí porque te paga el Ayuntamiento para escucharlos y se van sin haberse gastado un céntimo. Y ya voy estando un poco mayor para aguantar gratis a tanto cultureta.
Así que ahora que mis hijos terminaron de estudiar y trabajan ambos, ha llegado el momento de replantearse la vida. El farmacéutico de al lado lleva un par de años tirándome los trastos para que le alquile o le venda mi local -en el suyo ya no cabe-, y por fin me ha hecho una oferta que no puedo rechazar.
En unos meses, cierro.
Que reme Rita.
