Recuerdo de adolescente haber leído algo en el libro: EL retorno de los Brujos, gracias a internet, he podido recuperarlo:
Mi amigo no debía volver a ver a aquel hombre, que dejó un rostro imborrable bajo el nombre de Fulcanelli. Todo lo que sabemos de él es que sobrevivió a la guerra y desapareció completamente después de la Liberación. Todas las gestiones para encontrarlo fracasaron.
Henos ahora en una mañana de julio de 1945. Todavía escuálido y descolorido, Jacques Bergier, vestido de ca*qui, está forzando una caja de caudales por medio de un soplete. Es una nueva metamorfosis. Durante los últi*mos años, ha sido sucesivamente agente secreto, terro*rista y deportado político. La caja fuerte se encuentra en una hermosa villa, a orillas del lago Constanza, que fue propiedad del director de un gran «trust» alemán. Una vez abierta, la caja fuerte nos entrega su secreto: una botella que contiene un polvo extraordinariamente pe*sado. Reza el marbete:
«Uranio, para aplicaciones atómicas.»
Es la primera prueba formal de la existencia en Alemania de un proyecto de bomba atómica suficiente*mente adelantado para exigir grandes cantidades de ura*nio puro. Goebbels no mentía del todo cuando, desde el bunker bombardeado, hacía circular por las calles en ruinas de Berlín el rumor de que el arma secreta estaba a punto de estallar en las narices de los «invasores». Ber*gier dio cuenta del descubrimiento a las autoridades aliadas. Los americanos se mostraron escépticos y de*clararon que toda investigación sobre la energía nuclear carecía de interés. Era un ardid. En realidad, su primera bomba había estallado ya secretamente en Alamogordo, y una misión americana, bajo la dirección del físico Goudsmidt, estaba en aquellos mismos momentos en Alemania, buscando la pila atómica que el profesor Heisenberg construyó antes del hundimiento del Reich.
1. «La opinión de los más instruidos y de los más expertos es que la persona que se ocultó, o se oculta aún en nuestros días, detrás del famoso seudónimo de Fulcanelli, es el más célebre y sin duda el único alquimista verdadero (tal vez el último) de este siglo en que el átomo es rey.» Caude d'Ygé, revista Initiation et Science, n.° 44, París.
En Francia no se sabía nada de cierto, pero había indicios. Y especialmente éste, para los avisados: los americanos compraban a precio de oro los manuscritos y documentos sobre alquimia.
Bergier dirigió un informe al Gobierno provisional sobre la realidad probable de investigaciones sobre ex*plosivos nucleares, tanto en Alemania como en los Es*tados Unidos. Sin duda, el informe fue a parar al cesto de los papeles, y mi amigo conservó la botella, que agi*taba ante las narices de la gente, declarando: «¿Ven us*tedes esto? ¡Bastaría con que un neutrón pasara al inte*rior para que volase todo París!» Al hombrecillo de cómico acento le gustaba, sin duda, bromear, y todo el mundo se maravillaba de que un deportado recién sali*do de Mauthausen hubiese conservado tanto humor. Pero la broma perdió bruscamente toda su gracia aque*lla mañana de Hiroshima. El teléfono empezó a sonar sin descanso en la habitación de Bergier. Diversas auto*ridades competentes pedían copias del informe. Los servicios de información americanos rogaban al posee*dor de la famosa botella que se pusiera urgentemente en contacto con cierto comandante que no quería dar su nombre. Otras autoridades exigían que se apartase inmediatamente la botella de la aglomeración parisien*se. Todo en vano. Bergier explicó que, con toda seguri*dad, la botella no contenía uranio 235 puro, y que, aun*que lo contuviese, el uranio estaba sin duda por debajc de la masa crítica. En otro caso, habría estallado muchc tiempo ha. Le confiscaron su juguete, y ya no volvió a saber de él. Para consolarle, le enviaron un informe de la Dirección General de Estudios e Investigaciones Era todo lo que este organismo, dependiente de los ser*vicios secretos franceses, sabía de la energía nuclear. El informe lucía tres sellos: «Secreto», «Confidencial» «Reservado». Contenía únicamente unos recortes de la revista Sdencie et Vie.
No le quedaba más remedio, para satisfacer su cu*riosidad, que ponerse en contacto con el famoso co*mandante anónimo, del cual el profesor Goudsmidt ha contado algunas aventuras en su libro Alsos. Este mis*terioso oficial, dotado de un humor neցro, había dis*frazado sus servicios con la capa de una organización para la busca de las tumbas de los soldados americanos. Estaba muy agitado y parecía que lo espoleaban desde Washington. Quería saber ante todo lo que Bergier ha*bía logrado descubrir o adivinar sobre los proyectos nucleares alemanes. Pero, sobre todo, era indispensable para la salvación del mundo, para la causa aliada y para el ascenso del comandante, encontrar urgentemente a Eric Edward Dutt y al alquimista conocido por el nombre de Fulcanelli.
Dutt, sobre el cual Helbronner había sido llamado un día a declarar, era un hindú que pretendía tener ac*ceso a unos manuscritos antiquísimos. Afirmaba haber extraído de ellos ciertos métodos de tras*mutaciones de los metales, y, por medio de una descarga condensada a través de un conductor de boruro de tungsteno, obtenía señales de oro en los productos recogidos. Re*sultados análogos serían obtenidos mucho más tarde por los rusos, aunque utilizando potentes aceleradores de partículas.
Bergier no pudo ser de gran utilidad al mundo li*bre, a la causa aliada y al ascenso del comandante. Eric Edward Dutt, colaboracionista, había sido fusilado por el contraespionaje francés en África del Norte. En cuanto a Fulcanelli, se había esfumado para siempre.
Sin embargo, el comandante, en prueba de agrade*cimiento, hizo llevar a Bergier, antes de su aparición, las pruebas de imprenta de la memoria: Sobre la utiliza*ción militar de la energía atómica, por el profesor H. D. Smyth. Era el primer documento verdadero sobre la cuestión. Ahora bien, este texto contenía curiosas confirmaciones de las palabras formuladas por el alquimis*ta en junio de 1937.
La pila atómica, útil esencial para la fabricación de la bomba, era, efectivamente, «una disposición geométrica de sustancias extremadamente puras». En un principio, este útil, tal como había dicho Fulcanelli, no requería la electricidad ni la técnica del vacío. La memoria de Smyth aludía igualmente a radiaciones venenosas, a ga*ses, a polvos radiactivos de extremada toxicidad y que podían prepararse en grandes cantidades con relativa fa*cilidad. El alquimista había hablado de un posible enve*nenamiento de todo el planeta.
¿Cómo un investigador oscuro, aislado, místico, había podido prever o conocer esto? «¿De dónde te viene esto, alma del hombre, de dónde te viene esto?»
Hojeando las pruebas de la memoria, mi amigo re*cordaba también este pasaje de De Alchimia, de Alber*to el Magno:
«Si tienes la desgracia de introducirte cerca de los príncipes y de los reyes, no cesarán de preguntarte: "Y bien, maestro, ¿cómo va la Obra? ¿Cuándo veremos por fin algo hueno?" Y, en su impaciencia, te llamarán pillo y tramposo y te producirán toda suerte de moles*tias. Y si no llegas a buen fin, sentirás todo el peso de su cólera. Si, por el contrario, tienes éxito, te guardarán con ellos en perpetuo cautiverio, con la intención de hacerte trabajar en su provecho.»
¿Había sido por esto por lo que Fulcanelli había desaparecido y los alquimistas de todos los tiempos ha*bían guardado celosamente su secreto?
El primer y último consejo dado por el papiro Harris era:
«¡Cerrad las bocas! ¡Cerrad las bocas!»
Años después en Hiroshima, el 17 de enero de 1955, Oppenheimer declararía:
«En un sentido profundo que ninguna ridiculez barata podría borrar, nosotros, los sa*bios, hemos conocido el pecado.»
Y, mil años antes, un alquimista chino había escrito:
«Sería un terrible pecado revelar a los soldados el secreto de tu arte. ¡Atención! ¡Que no haya siquiera un insecto en el cuarto en que trabajas!»