La ilustre degeneración, de Luisa Isabel Álvarez de Toledo. Ésto es España.

Monsieur George

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6 Feb 2009
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La Ilustre Degeneración

Luisa Isabel Alvárez de Toledo

Historia de una obra.

Tras cerca de 20 años de no conseguir publicar novela, en 1998 editorial sevillana recién nacida, llamada Intolema, me pidió "Presente Infinito". Bajo el rótulo de novela – ensayo, porque a lo que hace pensar e informa, ya no se le puede llamar novela, no encontró distribuidor. Apareció a finales de julio, en pueblos andaluces del interior, no de la costa, sin que el Ministerio de Cultura haya tenido a bien incluirla en el catálogo del I.N.L.E, lo que no es novedad. No aparece ninguno de mis libros. Desde su poder ilimitado, lo que no les gusta queda condenado a la "no existencia".

Pero el "boca a oreja" funciona. De la novela, que a estas alturas aparece y desaparece de las librerías, como los sábalos, debió tener noticia la Ed. Martínez Roca. Me escribió pidiéndome una obra. Y conteste que no. Recién llegada del exilio, hizo otro tanto su director. Rechazó lo que le mandé, pero me pidió trabajo de encargo, tratando de hacerme comprender que en los nuevos tiempos, el autor debía escribir lo que mandaba el editor, no lo que la deba la gana. Nunca me había pasado semejante cosa. Es decir, que me juré no tener más relaciones con el Grupo Planeta. Pero el director literario de Martínez Roca, por cierto italiano y lo suficientemente inteligente, como para reconocer sus contradicciones, insistió, buscando por aliados personas de mi entorno.

Teniendo novela reciente terminada y sin esperanza de salir a luz, terminé por ceder, con condiciones expresas: nadie metería la pluma en mi obra, para cortar, añadir o modificar. Si el editor quería reformas y yo las aceptaba, las haría personalmente, quedando a mi cargo la corrección de las pruebas. Rechacé el adelanto, advirtiendo que no firmaría contrato, hasta no tener corregidas las últimas pruebas, reservándome el derecho a retirar la obra una vez publicada, de ser introducida modificación.

Juzgando la creación al peso, pues sólo los mimados del sistema, tienen derecho a espacio ilimitado, Locatelli me insinuó reducir las 350 páginas del original a 200, alegando "imperativo" de la colección. No entiendo que la obra, destinada a uso del intelecto, se mida por tamaño o por las tapas, pero cedí, porque quise saber hasta donde llegaba la censura, "encubierta" porque la niegan. Y de ser posible, acopiar pruebas. Aceptado como título "El jardín de las Delicias", impuesto por la editorial, dejé el manuscrito en 199 folios, en los espacios y tipos señalados. Mandé a la editorial copia de impresora, sin adjuntar disquete. Tendrían que pedirlo para preparar las pruebas y sabría cuando entraba en imprenta.

Recibido el texto, Locatelli insistió la conveniencia de formalizar el contrato. Me atuve a lo dicho y me olvidé, suponiendo que no estaban dispuesto a poner lo que había mandado, al alcance del lector. Un día recibí los dos primeros títulos de la colección "Originales". Mi obra aparecía anunciada en la solapa, con mi nombre y apellido. No habiendo visto pruebas, llamé a Locatelli para recordarle el compromiso. Prometió traérmelas en persona, asegurando que con los nuevos métodos, había tiempo sobrado para salir en la fecha.

Creyendo que ver mi nombre en las librerías, me obnubilaba, se presentó con las pruebas de los primeros Capítulos. Y sobre todo, con el contrato. Que se hubiesen tomado el trabajo de sacarlas del dedo, me asombró. Lo entendí apenas empecé a repasarlas. A más de nombres de plantas en latín, encabezando los Capítulos, por cierto con significado, cursilada añadida, de mi texto no quedaba ni el esqueleto.

Repasadas las primeras páginas, anuncié que retiraba la novela, porque el censurón no admitía negociaciones. Locatelli protestó. No podía hacerlo, pues estaba anunciada. Respondí que nadie está obligado a pager las consecuencias de imprudencias cometidas por tercero. En el colmo no sé si del cinismo o de la estupidez, alegó que la Editorial había cumplido lo acordado, pues no añadió palabra. Probé que al no haberlas dejado, llegábamos a la misma conclusión: a más de hacerme decir lo que no dije, se me hacía expresarme contra mis principios. Al día siguiente, acogiéndome a la Convención de Ginebra, que reconoce al autor derecho imprescriptible a la propiedad intelectual de su obra, reclamé por fax, remitido a nombre de la cabeza visible de la empresa, devolución inmediata del manuscrito y sus copias.

Debidamente documentado el hecho, pues anunciada la obra el editor no podría alegar rechazo, por razones literarias o de formato, denuncie censura probada, a más de flagrante. Miembro entonces de "Asociación Colegiada de Escritores de España",- de la que me he dado de baja -, no conseguí la ayuda legal, que solicité, para llevar la cuestión a La Haya. Cómo gran concesión, me permitieron denunciarla en breve artículo, aparecido en la "República de las Letras", órgano de circulación restringida.

Esto sucedió en 1999. En 1995, corregidas las segundas pruebas de una relato sobre lo sucedido en Palomare, escrito en 1968, que no apareció entonces, por haberlo prohibido la "censura descubierta" de Fraga, tuve que retirar la obra, corregidas las segundas pruebas, porque por el Instituto del Libro Almeriense, en último momento, pretendía quiso introducir las mismas modificaciones, que la censura en Fraga. Hará un año poco más o menos, la Editorial Nerea me pidió la biografía de Gaspar de Guzmán. Publicada la primera parte bajo el título de "Historia de una Conjura", por la Diputación de Cádiz, en 1987, reservándome el derecho a vender la explotación de la obra a editoriales comerciales, agotada hace tiempo, al haber sido censurada la segunda parte, advertí a la editorial que no consentiría publicar otra vez separadamente. Aceptó, pero imponiendo extensión de 200 páginas, que parecen ser de rigor. Esta vez mandé el manuscrito, acoplado a la exigencia y completo, directamente por disquete. En abril del 2001 recibí carta, rechazando la obra, por excesivamente documentad y especializada, dado que los tales lectores, no pueden aceptar ni rechazar lo que no se les permite conocer, he decidido incluir la novela censurada por Roca, según quedó tras el recorte, que la dejó en las 200, es decir, en las condiciones en que fue anunciada. El texto que aparece en cursivas, es el que aparece en las pruebas, es decir, lo único que se pensaba publicar de los primeros Capítulos. Y en la forma en que se pensaba publicarlo. Al margen incluyo muestra. El resto fue suprimido.

Confieso que esta obra, es fruto de la indignación impotente. Partiendo de sucesos aparecidos en la prensa; del perfil que ya en el siglo pasado, prestan psiquiatras y psicólogos a los protagonistas habituales, de sucesos similares, surgió una novela policíaca al revés: los protagonistas, arquetipo del sádico sensual, no pretenden encontrar al criminal. Se exprimen las meninges, para ocultar su crimen, porque necesitan continuar cometiéndolo. Personajes, situaciones y lugares son ficticios. Pero confieso que de no haber aparecido en la prensa determinados hechos, nunca se me hubiese ocurrido escribir este relato. Lo hubiese considerado excesivamente alejado de la realidad, para ser plausible. Servirá al menos para despertar conciencias, alejando del lamentable camino, a los que son atraídos por invitaciones, en apariencia inocuas y hasta ventajosos. No tengo esperanza de avergonzar a los que usan semejantes prácticas. Por no tener, no tienen ni dignidad.

Espero que en Internet no suceda como en los "medios" y las editoriales. Que le libertad termina donde se empieza a decir lo que el poder no quiere escuchar.

Capítulo 1º

La elite que encarna el poder, destila ejemplo. Sus actos, aún íntimos y secretos, destiñen en los inferiores, porque quien controla la información y la ley, adapta el criterio colectivo a su necesidad. Impulsada la sociedad hacia su desracionalización, desde la cúspide, Manolo sospechó que la conducta de sus iniciadores y clientes, pudiese ser reprobable. Ni realizó que en adelante, no se detendrían en el umbral del más allá. Despertó rodeado de oscuridad. Le dolía el cuerpo. Recordó las farolas. Hierro neցro, de barrio de ricos. Palpó los billetes. Tres de los grandes. Poco para lo que se habían divertido. Aspiró. Olor a campo. El campo que no huele a sarama, está lejos. El frío de la amanecida se le metió en los huesos. Quiso levantarse. No pudo.

- ¡Picha!. ¡Que no se diga!.

Logró la vertical lenta y penosamente. Haces de luz se cruzaban en el horizonte. Adivinó la carretera. El coche que le llevó pudo entrar, porque había una vereda. La buscó, tanteando entre matojos.

El pasado se le vino encima.

Todo empezó matando neցros de mentira, que a fuerza de imaginación, parecían de verdad. Le hubiese dado igual dar de baja de la suscripción de la vida blancos, pero el amo del chiringo no los quería en la máquina:

- Desde chicos tién que estar concienciaos. explotar neցros, ¡vale!. Pero a los nuestros tién que respetarlos.

Largo, que era grande, los apiolaba en carne y hueso. Le gustaba, nadie los echaba en falta y había un piraó que pagaba, al que llevase la prueba de haberse cargado a uno. Largo tenían banda propia. De noche paseaban de dos en dos o de tres en tres, como si no se conociesen. Llevaban cadenas y puños de clavo.

- Los escondemos entre la ropa. Cuando el pringao se pone a tiro, nos juntamos. Le endiñamos hasta que se le desparraman los sesos. Lo mismo da que haya gente. Tién miedo y van a lo suyo. No se meten.

Le escuchaban embobados. Y Largo lamentaba que la noticia no saliese en la tele. Le gustaba fardar.

- Cuando seáis grandes, os llevaré conmigo - prometía.

Manolo preguntó cuánto pagaban. Le pareció poco y pensó que no iría. Se había propuesto no dar un paso a gusto de otro, sin cobrar lo que consideraba su precio. Un día pillaron a Largo. Pasó por comisaría y cambió de trabajo. Manejaba más pasta.

- Pego lapas y suelto paquetes. ¡Pam y a cobrar!. Sale en la tele, pero no que yo lo hice. Es jodío que otro se lo apunte. Pero el que paga, ¡manda!.

Un día se fue del barrio. Cuando volvió, vestido como un anuncio de la tele, le tenían olvidado. Manolo y Pepe estaban en la máquina. No se separaban, porque les gustaban las mismas cosas.

- ¿Os mola veniros?.

Contestaron que no al unísono. Si alguien con posibles pide, tiene que empezar por ofrecer.

- ¿Vale cinco de los verdes?.

A su edad, era un dinero. Manolo hizo el gesto de seguirle. Pepe le retuvo. Conocía su precio.

- ¿Por barba?.

- ¡Vale!.

Entraron en un mundo sin salida, con preludio de muchos kilómetros por carretera. Manolo nunca estuvo tanto tiempo en un coche. Frenó. Un tipo de uniforme y con pistola, metió la cabeza por la ventanilla.

- El paquete.

Levantó la barrera. La luna plateaba las copas de los cipreses. El consciente de Manolo no realizó la belleza, porque no sabía definir el concepto, pero la captó el subconsciente. Por asociación pensó en lo único bello que conocía: Maruja. Tenía el mejor cuerpo del barrio y se decía que fue una señora. Hasta que un banco se quedó con su dinero. Lo creyó a medias, porque en las chabolas se contaban muchas cosas, sin ser verdad. Lo único cierto era que Maruja estaba maciza, pese a rondar la cuarentena. Manolo lo comprobó, pegando el ojo a junta de las tablas, del corralillo de la ducha. La hizo colgando una regadera de un palo. Tiraba de una guita, amarrada al pitorro, para que el agua manase por la alcachofa. Un día la mujer asomó la cabeza. Le pilló y le dio con el cepillo. Partió a correr, aguantando los pantalones con una mano. Desde entonces la rondó sin acercarse, hasta que a Maruja le dio por meterle en su cama. Le enseñó a jugar con su cuerpo y se duchaban juntos. Le gustó pero terminó por aburrirle. Volvió a la máquina.

El portalón estaba al final de la vereda. Era tan impresionante, que borró los recuerdos. Abrió un criado de botones dorados. Acostumbrados al latón y la uralita, los chicos se quedaron clavados. Largo le empujó, metiéndoles en el salón. Cinco pares de ojos les examinaron. Se sintieron mercancía y les invadió la vergüenza. Le pareció que el tipo tocaba el techo. Con bigote, la piel enrojecida por el alcohol y pelo rubiasco, le hubiesen tomado por lord inglés, destinado en colonias, de saber lo que era.

- ¡Bien, Cayetano!. - se dirigió al criado - ¡Prepárelos!.

Supieron que Largo se llamaba Cayetano. Lavados en bañera circular, perfumados y embutidos en ropa de estreno, fueron reintegrados a la estancia noble. Un joven moreno y lacado, les tendió dos vasos.

- ¡Bebed!.

Obedecieron sin chistar. Disfrazado de smoking, Largo departía con desenvoltura. Hubiese sido uno más, de no gesticular en exceso, hablando fuerte y riendo de la misma manera.

- ¿Tenéis hambre?. - preguntó la señora, que pese al maquillaje y sucesivas visitas al quirófano, exhibía edad provecta. Respondieron afirmativamente. Sendo platos repletos de exquisiteces desconocidas, vinieron a sus manos. Estaban comidos y bebidos, cuando el jefe les alargó un refresco.

- Hoy es un gran día para vosotros. ¡Un gran día!.

Bebieron.

Manolo despertó en el camastro de la chabola. Le dolía el vientre y el ano. La luz le hizo daño. Intentó dormir, pero se le había terminado el sueño. Le entraron ganas de méar. Estuvo tentado de dejarse ir en el jergón. Temió la bronca de su progenitora y se arrastró hasta la necesaria. Cuatro tabiques de panderete sin repellar, uralita y un sentón de ladrillos con un agujero. Desaguaba en la poza por un caño de PVC, formando charca de aguas fecales. A otros les hubiese molestado. Pero la gente de las chabolas estaba hecha a los olores. Le escoció la minina y pensó en su padre. Hizo aquello poco antes de que le despanzurrasen. Quedó pegado al asfalto y no les dieron indemnización. No tenía seguro y le pasaron tantos coches por lo alto, que no se supo cual fue el primero. Al regreso del mingitorio encontró a la Nanda, plantada en el quicio.

- ¿Qué pasó?.

No se atrevió a mirarla. No estaba seguro, pero tenía la sensación de haber hecho algo inconfesable.

- Ná. Fuimos con Largo y nos emborrachamos.

- ¡Pues a punto estuve de ir a la pasma!. Porque dos noches por ahí...

- ¡Dos noches!.

- ¡Sí hijo!. ¡Con sus días!. Desde el viernes no te echo el ojo. ¡Es lunes!.

Manolo se preguntó quién le trajo. La mujer adivinó la interrogante.

- Te acercó Largo. ¡Hecho un Cristo!. ¡No entiendo que ha pasáo!. Por cierto, ¿quién te dio los tres mil duros?.

Manolo se encogió de hombros.

- ¡Pos ni lo sé!. Robarlos no los he robáo. ¡De eso estoy seguro!.

La progenitora arrugó la nariz. Sintió la tentación de poner pie en pared, pero se dijo que ningún pobre ganar, sin empezar perdiendo.

Manolo y Pepe vivieron pendientes de Largo. Dejaban pasar las horas junto a la máquina, por si les buscaba. Intermitente, desaparecía o venía seguido, engominado, chulo, con un coche cada vez más grande. Sabía arrimarse a buena sombra. Les llevó a otras fincas, pero nunca dos veces a la misma. Siguió la racha de los chalets. Pensaron que era una promoción, porque estaban más cerca y ganaban los mismo, si no más. Cuando empezaron con los pisos, protestaron. Eran menos generosos.

- Es lo que hay - replicó Largo, escueto.

Manolo quiso conocer un hotel. Le dijo que ni lo soñase.

- Si te pillan, ¡lo tiés claro!. ¡A menores!.

Manolo y Pepe no leían periódicos, pero se paraban en los kioscos: Una foto le dejó sin habla.

- ¡Ahí va, picha!. ¿Ese no es el del otro día?.

Lo comentaron a Largo. Se puso muy serio.

- ¡Nosotros, como el mono!. Oír, ver ¡y callar!. No conocer quita problemas.

Una mañana Manolo se descubrió las tetillas cubiertas de ampollas. Había oído que algunos disfrutaban haciendo daño. A veces se pasaban y el chico no volvía del servicio. Pidió explicaciones. Largo se encogió de hombros.

- Te pagaron doble. ¿O no?.

- Si, pero sí me dejan señaláo, no podré venderme.

Le respondió una mirada displicente.

- Yo..., ¡lo que tú quieras!. Pero de estreno no estás. Si no te metes en harina, ¡tendrás que hacer la calle!. Los rellenitos pagan género de primera. ¡O sin remilgos!.

Un día Manolo salió como un Cristo. No quiso volver a la casa.

- ¡A mí no me tocan un pelo!.

- ¡Ni a mí las pelotas!.

Largo le dejó plantado en la calle. A la semana volvió a buscarle, esgrimiendo argumento palmario.

- Ese joío se ha empicáo con tu ojo ciego.

Manolo le siguió, porque estaba seco. Mientras arreaban no dolía y ganaba para reponerse.

Una tarde, Largo buscó chicos nuevos.

- Lo siento. Estás mú visto. Si quiés seguir en el rollo, tendrás que trabajar p'al Merca.

Manolo no entendió. Seguía siendo rubio, barbilampiño y hasta se había puesto más guapo que al principio. Largo dijo que eso no se apreciaba. Y le llevó al tugurio. El Merca era un tipo macizo y alopécico, con pinta de almacenero antiguo. Pegado al puro, se aficionó a los trajes claros de tela brillante, porque en las películas los llevaban los empresarios de Las Vegas, examinó la pieza en silencio.

- Me lo quedo.

Envidió a Pepe, porque siguió con Largo. Hasta que un día le sacaron en la tele. Había desaparecido. Lo encontraron en un vertedero y dejó de envidiarle. Manolo se acostumbraba al Merca. Bueno a su manera, cuidaba de sus chicos. Le enseñó a ganarlo, sin cansarse ni exponerse, repartiendo entre varios el esfuerzo que como inexperto, dedicaba a uno. Echaba más horas pero ganaba más. Compró piso, sacó a la progenitora de la chabola y no tuvo coche, porque le faltaba edad para el carné. A veces hacía servicios a domicilio o en casas de traro. Hasta le mandaron con una mujer. Merca tuvo que explicarle como se hacía, porque solo estuvo con la Maruja. La clienta, disfrazada de quinceañera, maquillada y entrada en años, se hacía la ilusión de despertar deseos, escondiéndose que los pagaba. Cumplidos los 18, Manolo apuraba la carrera.

- Cómo no te metas en el pub y a lo que salga, ¡vas al paro!. Se gana menos y se trabaja más. ¡Pero con lo que llevas rodaó, no hay otra cosa!. Porque los de las tías, ¡no es lo tuyo!.

El Merca la colocó en uno de sus locales. Pagaba impuestos por el derecho de admisión, abriendo al que traía pasta. En la sala se cobraba el descorche. Y en los cuartos el desahogo, a gusto del cliente. Moderado, el amo llevaba el treinta por el camastro, dejando el resto al chico. Todos soñaban con entrar en el piso del Merca. Picadero de gente grande, cruzar el umbral sacó a más de uno de la cosa, porque era tipos de los que se enamoraban. Un día Manolo, que tenía confianza, se atrevió a pedir que le llamase.

- Ya te llegará. ¡Pero atiende a lo que te digo!. Cuanto más tarde, ¡mejor!. Y cómo están las cosas, cuando te llame un cliente, preguntas al Casimiro. Si dice que no, te disculpas y le mandas al Cantil. ¡Que toós tién derecho!.

Merca tenía el Cantil a nombre de un sobrino. Reservado a los del sida, era el último escalón de los chicos, contagiados por inadvertencia o mala ama de un cliente. Allí terminó el Minga. Calló lo del contagio mientras pudo, pero Manolo lo sabía. Le preguntó si no le daba algo pasarle el bicho a los tíos.

- ¿Por qué tenía que coscarme?. Al que me lo metió a mí, se le dio una higa. ¡Y no lo hacía pá comer!.

Le dio entró el arrechucho y lo llevaron al hospital. Cuando volvió el jefe le echó la bronca y le mandó al Cantil. En verano aflojó la clientela. Manolo contrató servicios por su cuenta, lo supo el jefe, que de todo se enteraba y se puso como un basilisco.

- ¡Mira qué te la estás jugando!. ¡Qué un cliente tocaó te cierra la tienda!.

Se lo contó a la progenitora. Dio la razón al Merca.

- En esto pués ganar cortesanas. Pero si no sabes cuidarte, ¡cuatro días!.

A los jóvenes la enfermedad, como la fin, les parece cosa de otros. Tan poco caso le hacía Manolo, que aceptó propuesta insólita.

- Tiés veinte mil pavos en la mano. ¡Y lo que caiga!. ¡Pero toó hay decirlo!. Corre que el tipo tié el sida. Dice que no, pero...

Manolo creía en Dios, el Diablo, los brujos y los adivinos, especialmente si salían en la tele, pero nunca se tomó en serio lo del sida,

- ¿Tié pasta?.

Merca abrió los brazos.

- ¡Toa la der mundo!. Es de los que se forraron con la Expo.

-Y si me lo sé hacer...

Merca contabilizó la comisión.

- Trincas lo que te dé la gana. El tipo es rumboso. Sabe agradecer los favores.

Manolo se habló a sí mismo - Hay gente a la que el bicho no la coge.

- Eso dicen... .

Don Juan no era un cliente cualquiera. Le gustó Manolo y lo metió en su casa. Le abrió cuenta en el banco y le compró coche, cuando le dieron el carné. Fueron tres años de felicidad, hasta que ingresó para morirse. El médico quiso hacer las pruebas a Manolo. No se dejó.

-Si estoy pringao, ¿qué gano con saberlo?.

-No contagiar a otros...

Como le daba igual, contestó que no podía contagiar, porque usaba la goma. Visitaba todos los días al viejo y le cogía la mano. Le despedía con un montón de billetes. Estaba seguro de heredarle, pero dejó la fortuna a una sobrina, que le asistió de gratis, con mayor asiduidad y cariño. A Manolo le quedó legado suculento. Lo quemó en dos años, viviendo como imaginaba que vivían los marqueses. Liquidada la última peseta, fue en busca del Merca. No le reclamó la comisión de lo ganado con el viejo, que en buena ley le debía. Y le habló claro.

- Pueo meterte en el Cantil. Lo tuyo es conocío.

Manolo aceptó y ganó tanto como antes, a costa de tirarse tíos hasta explotar. Enganchado a la coca, se pasó al caballo. Lo gastaba la clientela y era más barato. Ingresado por primera vez, al salir supo que el Crenchas pagaba bien, al que se dejaba calentar. Se presentó y volvió a las casas de los ricos. Creía que teniendo lo que tenía, no le harían muchos, pero se equivocó. Los tíos no se andaban con miramientos. Al principio le daba igual. Pero cuando volvió a tener dinero, quiso seguir viviendo.

Las piernas le quemaban. Los cardos traspasaban la tela. Se dijo que no llegaría nunca a la carretera, pero no quería pararse. El frío le daba miedo. Empezó a clarear. La vereda estaba a poco más de un metro. A la izquierda. Los neumáticos estaban marcados en el polvo. El dolor le dio subiendo el bardo. Se tiró boca arriba y se le soltaron las tripas, sin darle tiempo a quitarse los pantalones. Su propio olor apagó todos los olores. las heces continuaban manando. Tumbado cara el cielo, el espectáculo de las estrellas apagándose, le pasó desapercibido. De no ser por la fiebre, el sol le hubiese calentado. Pudo levantarse y trepó al asfalto. No había cartel que le orientase. La mole del camión le pareció acogedora. Quiso alzar la mano, pero no lo hizo.

- ¿Cómo shishi no le viste? – gritaba el ayudante..

El conductor lloraba. La figura fantasmal se irguió en el arcén, como un hito. Saltó bajo las ruedas. Ahí estaba. Bajo toneladas de máquina.

- ¡Que ruina!, ¡Dios!, ¡que ruina! – repetía el chofer.

LA ILUSTRE DEGENERACIN - Luisa Isabel Alvrez de Toledo

---------- Post added 20-jul-2013 at 17:41 ----------

Capítulo 2º

Instalado en el vértice de la historia, el ungido manipulaba el futuro ante areópago de notables, arrellanados en butacones de cuero, que rememoraban el calvario de Wilde y el heroísmo gratuito de Byron. Humo y aroma de habano, con sabor a Chivas.

- No han cambiado. Quieren ser protagonistas y lo son, ¡por persona interpuesta!. Es el secreto de la democracia y el fútbol. El hincha participa de lo que pasa en el campo, sin tener arte ni parte. Y el votante del poder del líder, que pasadas las elecciones, no le hará maldito el caso. La popularidad del deporte y el sistema, estriba en la participación. Su ausencia es el hándicap de la monarquía. El rey lo es, porque nació hijo de su padre. Al pueblo le queda tragar - Javier carraspeó. Crítica muda, que otro no podía permitirse - ¡Sí!. ¡Conozco tu teoría!. En tal caso, todos los reyes seguirían donde estuvieron. ¡Pero han caído!. Olvidas que aquello pasó cuando los que aspiraban al poder, sin ser reyes, tenían un proyecto. Para los demás, ¡no para sí mismos!. Si era inviable, se marchaban. Y si les pillaban metiendo la mano, se pegaban un tiro por vergüenza. Ahora no dimiten ni se suicidan, porque se presentan a elecciones, por la misma razón que juegan a la lotería. Quieren dinero y poder. Vengar humillaciones. No agradecer favores. Se comportan como si fuesen reyes, hasta en los caprichos. La gente aguanta, porque saben que el cambio es para igual, si no para peor. Cuando se van, ¡que duran un reinado!, tienen su amparo en la clase política. Un especie de familia real a lo grande, con todos los derechos y un solo deber: preservar el secreto. En monarquía, quien no gusta el rey o a la camarilla, ¡va listo!. En democracia, el que molesta a los políticos, ¡puede colgarse!. Si hay sitio libre, se cubre por cooptación. Los del exterior son inoperantes, porque al no darle información, carecen de criterio y hasta de opinión. Antes de permitirles elegir, les hemos incapacitado para hacerlo. Por eso han comprendido. Les da igual un rey que un presidente. Al fin y al cabo, la política es la misma: plata al amigo, palo al enemigo.

Javier sonrió por debajo del bigote.

- Es primordial darle algo en qué entretenerse. Leyes que les complican la vida, impuestos que los crujen, inseguridad y problemas. Hay que darles en que pensar. Para que no piensen en lo que no deben.

Manolo acertó.

- Mientras dos sistemas enfrentados se repartieron el mundo, tuvieron que ofrecer su ventaja. La izquierda logró una sociedad sin pobres, a cambio de suprimir a los ricos. No faltaba lo necesario, pero lo superfluo quedaba a unos cuantos. Vedada la libertad intelectual, no la echaron en falta, pero bastó prometer la de consumir, para que todo se fuese al garete. La derecha permitió hacerse rico, al precio de asumir la pobreza. Pero admitió la libertad de crítica. Al ser pocos los que tienen algo que decir, no se apreció. Y los pensadores se inclinaron por su contrario. Creían en el socialismo en libertad. Cuando cayó el muro, se preparaban a conseguirlo. Y se produjo la simbiosis. Sólo que al revés. Los del Este importaron miseria, junto con la libertad de enriquecerse. Y los del Oeste la represión del pensamiento y la palabra. Repartiendo represalias y prebendas, lograron una especie de lobotomía general y voluntaria, que permitió regresar a la monarquía de todos los tiempos.

- ¡Absoluta! - graznó Javier, a entera satisfacción de los presentes.

César reclamó su parte en el invento.

-¡Mas firme que en la Edad Media. Decimos que todo pasado fue peor, porque conviene al presente. Pero mientras la fuerza estaba en el número, no hubo rey ni señor que se pasase. Hoy la técnica permite que unos pocos, metan en un puño al resto. No hay razón ni argumento, que pueda oponerse a la fuerza del poder.

A su cargo el control de la opinión, Manolo se sintió de más. No le hizo gracia.

-Veremos que pasa con Internet. O cuando la palabra se convierta en objeto de mercado.

Cesar despreció el supuesto.

-Con un pueblo sin criterio, la mejor desinformación es el exceso de información. Mientras obedezcan los que manejan las armas y la justicia, ¡estamos del otro lado!. Alguno podrá aislarse del redil. Pero nadie arrastrar al rebaño.

Daguerrotipo viviente, Carlos Menas Albas tomó la palabra. La experiencia suscitó una atención devota.

-Admito que cuando echaron al rey, no teníamos los comecocos de ahora. Pero no se disparaba con altramuces. De haber usado la batería que mi padres instaló en palacio, los republicanos hubiesen desaparecido. No se hizo, porque nos preocupaba la opinión. Tiene un poder extraño, que a la larga derrota a la fuerza.

-¡Por eso debemos evitar que se forme por su cuenta!.

-¡Pero se forma!. Los reyes absolutos lo sabían. No gastaban millonadas en hacerse admirar, por pura vanidad. Lo hacían porque la admiración engendra temor. Y el temor es el recurso de quien no inspira respeto. Si el pueblo no respecta, se produce la desafección de los ejecutores intermedios. Y el tinglado se va a la cosa. Andando la condición humana de por medio, el cerebro mejor lavado arranca a pensar de improviso. Los egipcios creían que cualquier estulto podía ser faraón, porque lo revestían de tanta majestad, que la faltosidad no se notaba. Pero los que le protegían, que estaban cerca, se enteraban. Hay ejemplo de faraones derribados. Más crudo lo tuvieron los emperadores de Roma. Como lo reyes de hoy, tenían que hablar en público. Encubrieron sus defectos haciéndose dioses. Los sacrificios de la plebe prolongaron la unidad del Imperio. Pero no la integridad del emperador. Los liquidaban tan deprisa, que inventaron la estatua de cabeza intercambiable, para no arruinarse.

Ignacio se agitó.

- ¡No pretenderás resucitar la Roma de Augusto!.

-¡Claro que no!. Sólo haceros reflexionar. Se debe escuchar la opinión y atenderla en lo posible, porque ni los sistemas, ni las personas, son objetivamente irremplazables. Por mucha artillería mediática que tengáis, si a una imagen de libertad, honestidad, respetabilidad y sapiencia, responde la realidad contraria, ¡mal andaremos!. Ese vínculo vasallo – señor, que no veo por ninguna parte, no se crea popularizando a la personas reales, a golpe de silencios y planos laudatorios. Es necesario que lo hechos respondan al elogio. Y que los silencios no encubran aberraciones.

Javier llevó el agua del decano a su molino.

-¡Eso está salvado!. Hemos hecho del rey encarnación de la democracia y del orgullo patrio. ¡Y en que circunstancias!. La gente estaba al cabo de la calle. Sabía que decíamos una cosa y hacíamos otra. Se robaba a escala y quitábamos del medio a quien nos daba la gana, suprimiendo la pena de fin. Lo de aplicar el terrorismo de estado, para provocar el otro, es una buena idea. En el río revuelto está nuestra ganancia. Pocos se han dado cuenta de que no se publica lo que oyen, porque no llenamos la boca con la palabra libertad, para poder seguir con la censura. Confieso que cuando llegaron aquellas elecciones, tuve miedo. Me dije que los hombres son como los melones. Por muy domesticada que estuviese la izquierda, para estar seguros de el éxito no se le subiría a la cabeza, habría que probarlo. Por eso estuvo bien hacerles comprender que una pistola, bien manejada, vale más que todos los votos. El rey quedó como salvador de la libertad, pero sobre todo de sus pellejos. Bastó con que metiese en los cuarteles, a los que mandó salir. Después ya sería otra cosa. Hicimos ricos a tantos, que nunca nos faltará el apoyó de una clase poderosa. Fuimos punteros en modernidad, que eso mola mucho. Y tuvimos por rey al rey de reyes, porque todos vinieron a rendirle pleitesía.

El anciano Conde volvió al ruedo.

-¡Y después pasó lo que pasó!. Les dijisteis que después de aquello se atarían los perros con longaniza, pero vino el paro y las calles se llenaron de mendigos. ¡Que ya no se veían!. Volvieron los comedores de caridad y nos quedamos sin carreteras y hasta sin agua, de pura desidia. Parecía que en lugar de una fiesta, habíamos tenido una guerra. Mientras las construcciones megalómanas se caían a pedazos, un montón de gente se quedó sin techo, por no poder pagarlo. No nos quedó más remedio que abrir la escotilla de la venganza. Se permitió decir el cuarto de la verdad. ¡Y hasta la corona estuvo a punto de irse por el agujero!.

El belfo del General Luis Bolín tembló. No soportaba deslices verbales, que tocasen al monarca

- Nuestro rey se permite brillar como le parece. No tiene por qué dar cuenta a ningún electorado. En cuanto a los monárquicos, ¡deben ser espejo!. Si la gente los ve triunfar y medrar, ¡todos querrán serlo!. Pero si los ven perversoss, se dirán que no vale la pena, triunfan, ¡y se harán republicanos!.

Javier aplaudió.

- ¡Sabía que el ejército piensa como yo!. Sí invertimos tres, para ganar, debemos hacer cuentas. Pero sacarlas cuando se invierte en gloria, no tiene sentido. ¡La gloria es impagable!. Y la del rey, ¡sagrada!.

Javier, superior áulico, intervenía cómo y cuándo le daba la gana, en las finanzas y política del reino, cazoleteando a placer en los servicios de inteligencia: el tradicional, encabezado por Ignacio Piedras Albas. Y el de nueva creación, exclusivo de la corona, entregado a César Miranda, Conde de los Ríos por su mujer, diplomático, astuto y dicharachero. Contaban con cuerpos nutridos de sociólogos, psicólogos y psiquiatras, doctorados en el arte de destruir cerebros, llamado eufemísticamente "guerra psicológica". Completaban el segundo parasicólogos, astrólogos, mediums y especialistas varios en ciencias ocultas, con apéndice de soplones acreditados, que a cambio de propinas razonables y prebendillas, en ocasiones jovenlandesales, ejercían con más o menos perspicacia y exactitud, de ojos y oídos en asociaciones, empresas y la intimidad de sujetos, dudosos por hostiles o críticos. Más o menos espabilados y veraces, los adscritos al entramado informaban de lo público y privado, promoviendo o evitando lo que les ordenasen, con el fin de amparar el buen nombre de la institución, yugulando cuanto pudiese mancharlo. A vista de la información, se redactaban listas negras, decretando la fin civil del incluso, de no poder recetarle la física. Las blancas incluían a los fieles. Acreedores los favorecidos al triunfo, desfrutaban de patente de corso para delinquir, sin padecer menoscabo. Distribuidas a partidos políticos, juzgados, cuerpos de policía, universidades, oficinas de hacienda, ayuntamientos, bancos, editoriales, medios de difusión, clubs privados y asociaciones de vecinos, a través de individuos de confianza, cada cual y en cada caso actuaba en consecuencia, con respecto al individuo.

Amigo del rey desde la juventud, Cesar se sentía realizado, practicando el chismorreo de salón a gran escala, con ayuda de la informática. Recogidos y procesados los datos, montadas campañas de difamación o laudatorias, los enemigos que merecían atención especial, eran objeto de estudio minucioso individualizado, destinado a encontrar la claves, que pudiesen desencadenar proceso de autodestrucción, a la medida de su idiosincrasia. Entregado Cesar a lo particular, Ignacio Piedras Albas se encargaba de lo general. A su cuidado el macro movimiento de opinión, lo cuidaba, extendía, detectaba, reconducía o destruía, con eficacia vocacional, habiendo comprendido en la Academia Militar, que lo suyo era liquidar cerebros, no destruir cuerpos. Licenciado en las tres carreras, que tocaban a la especialidad, siguió en Estados Unidos cuanto cursos admitieron milites extranjeros, asiduidad favorecida por sus circunstancias personales.

Estando a punto de casar con hija de pro nancy notorio, encargado de introducir en España unas SS como es debido, sin las ambigüedades de Falange, se produjo la derrota de Alemania. Comprendiendo que aquel matrimonio perjudicaría a su futuro, renunció al amor que era capaz de sentir, dejando plantado buen partido, con el traje de novia en el armario. Adquirida reputación de inconstante, al no encontrar muchacha de su clase, que le aceptase por novio, hubo de recurrir a relaciones ilícitas, sumando fama de cliente. Talludo y temiendo fallecer sin heredero legítimo, le salvó su relación con Carmen. Vecina de finca, aficionada a la caza, inclinación no compartida por el esposo, apasionado del asfalto, pasaba temporadas solitarias en el cortijo, coincidiendo en ocasiones con Ignacio, propietario de finca lindera. Separadas las casas por 10 kilómetros, distancia exigua, similares las edades, los jóvenes tomaron por costumbre visitarse. Cierto día, sin mediar suceso extraordinario, se sorprendieron desnudos, apareándose sobre la alfombra del salón. Agradable la experiencia, repitieron, estableciendo enredo prologado en el tiempo, que al surgir de la afinidad y el tedio, se olvidaba en la ciudad, sin generar amor ni desagradable secuela de celos, que amargasen la comodidad de un placer a la carta. Angustias nació por sus fechas, pasados nueve meses de un encuentro, tan tibio en lo sentimental como caluroso en lo físico. Vino al mundo tan raspando, que se dio por concebida en Madrid. Extrañaron los ojos azules de la niña, por no haber en su ascendencia mutación nórdica, que alarmó a Ignacio, por ser portador, salvando la situación la bisabuela de Álvaro, que en su chochez recordó mirada celeste, en su propia abuela, admitida sin exigir imagen plástica o prueba documental. Serio el sobresalto, Carmen perdió todo interés por su vecino. Pero Ignacio era de los que regresan al escenario del crimen. La visitaba, celebrando encuentros blancos y sociales, en presencia del marido, pero también en ausencia, aprovechando para reverdecer años mozos.

La serena relación hizo que Angustias creciese bajo su mirada, como la fortuna de sus progenitores. Pese a su filiación monárquica, Álvaro conquistó, en la dictadura, parcela de poder, que le permitió regular a voluntad ingresos e impuestos personales. Obedeciendo a la ley que hace desear más poder y más dinero, a quien lo prueba, hizo de sus vástagos partidos cotizados, concibiendo Ignacio el proyecto de engendrar hijos en Angustias, conocidos y reconocidos. Lo expuso a Carmen entre bromas, siendo aprobando con palabras, sorprendentes en medio menos sofisticado: "De yerno te tendré a mano".

El que asistió al bautizo de Angustias, la llevó virgen al altar. Siguieron cinco embarazos, resueltos en menos de un quinquenio. Hubiesen sido más, de no morir el último nacido, viniendo al mundo. Decretó el ginecólogo unión de trompas, sin encomendarse a Dios ni al marido. Ignorante de le progresía del facultativo, Ignacio le insultó, llamándole "me gusta la fruta" y "cabrón", epítetos especialmente ofensivos, por involucrar a terceros, quedando el insultado en sujeto pasivo. Terminada escena, obligada en su situación, agradeció para sí la medida, pues habiendo oído a la comadrona que no se perdió demasiado, por ser lo nacido defectuoso, le asaltó la sospecha de haber casado con su hija. No le preocupó, pues contaba con cuatro descendientes crecidos, pletóricos de salud, que para el mundo fueron nietos de Álvaro, porque así constaba en el registro civil.

Angustias no padeció esa fiebre de normalidad, que afecta a las clases medias, temerosas de rebasar la norma. Nunca pretendió ser como los demás. Ni que los demás se le pareciesen. Sabiéndose amparada en lo económico y judicial, disfrutaba de las gracias que le otorgaba ser de "buena familia", pensar como le correspondía y tener el marido que le tocaba, con cargo de designación directa, no sujeto al avatar de las urnas. Hubiese sido su vida apacible, de no pesar en su infancia y juventud, dos miedos obsesivos. Informada de lo sucedido en Hiroshima, sentir la bomba planeando sobre su cabeza, le robaba la calma, lo que no era óbice para que desease calentamiento de la guerra fría, en la esperanza de que terminase con el terror irracional, que le producía el comunismo.

Consecuente a su manera, no le molestaba que los americanos contaminasen la atmósfera, pero condenaba con furia las pruebas atómicas de rusos, chinos e incluso franceses, como si la radiactividad de los unos, fuese diferente a la que desparramaban los otros. Deseando inermes a los gente de izquierdas, portadores de germen, que amenazaba exterminar su mundo, pedía al Altísimo que los Estados Unidos se decidiesen a machacarlos, suplicando al mismo tiempo que las partes no apretasen el botón, poniendo punto final a la civilización, si no a la especie. La caída del muro disipó el temor a la bomba, pero no el que le inspiraba el comunismo. Aunque desde la fin de Franco, los gente de izquierdas hispanos se manifestaron monárquicos fidelísimos, los veía reproducirse en la que no plegaban ambas rodillas, ante el símbolo del sistema, como el creyente ante Dios.

La capital del país de la Inquisición tenía obispo, pero nunca tuvo catedral. Desesperaba de poseerla, por haber pasado el tiempo de construirlas, cuando Marco Tulio fue llamado a palacio. Cabeza del partido comunista, que se acostó republicano, despertando monárquico, a imitación del socialista, veneraba al rey, como idolatró a Stalin. En consecuencia, disfrutaba cada vez que pisaba la escalinata. Trotó escalones arriba, haciendo temblar sus carnes rechonchas, en alarde destinado a probar que pese a la edad y un rostro macilento, estaba en forma para ser ministro del real dedo. Supo que sería recibido sin antesala y entró en éxtasis. Introducido en la biblioteca, contempló paredes tapizadas de encuadernaciones cuero y oro, sin mota de polvo ni signo de manoseo. La desafección del propietario a la letra impresa, era proverbial. Sabido que cargo y fortuna transmiten ciencia infusa y con mayor razón la corona, maldita la falta que hacen los libros a un rey. Lo probó, sintetizando explicito.

- Quiero tu voto. ¡No falles!.

Marco farfulló un respetuoso "sí señor", con ligera inclinación, antes de se arrastrado por criado, a salón vecino. La camarilla rodeaba a Pocholo, arquitecto de elite, premiado por Su Majestad.

- Lo inacabado es una derrota.

El general Valdés, recién incorporado al cónclave, lanzó frase lapidaria.

- No cuando el error estuvo en haber empezado. Los sabios lo son, porque se detienen donde la razón lo aconseja.

Manolo agitó un racimo de dedos.

- ¡Los sabios siempre fueron idiotas! - la contradicción provocó una carcajada - ¡Bueno!. ¡Ya me entendéis!. Quiero decir, para las cosas del mundo.

El arquitecto no se confundió.

- Todos sabemos que Su Majestad no es un sabio. ¡Ni falta que le hace!. ¡Siempre acierta! Lo que se le ocurre gusta al pueblo, porque siente como el pueblo. ¡Es lo importante!. Por eso repito que lo inacabado molesta.

Gerardo barruntó lo que se buscaba.

- Hay muchas obras en curso. Y más por empezar...

Estando en el secretos, Javier intervino.

- Del tajo al que nos referimos, volaron los albañiles hace mucho.

Pocholo hizo un gesto de aquiescencia.

- ¡Exacto!. Se trata de un gran proyecto, interrumpido por la ceguera de unos ministros, a los que deslumbró lo pequeño. Eran maníacos de la obra pública. El agua hace falta en el grifo. ¡Estamos de acuerdo!. ¡Pero nadie se extasía, contemplado una cañería!. Pretendían prestar un servicio al pueblo. ¡Y sirvieron a la república!. Vino a paso de carga, porque no hay monarca que sobreviva, sin emprender grandes cosas. La masa no las espera de un hombre de corbata. ¡Pero las exigen de un rey!.

Habiendo asistido a la explosión de lo faraónico, Ignacio sospechó que toda estupidez, puede ser superada.

- Pues... que yo sepa...

A Pocholo se le puso cara de pillo.

- Aunque no sea lo mío, voy a daros una lección de historia. Porque habréis estudiado, ¡pero no sabéis nada!. Felipe II perdió la guerra con Francia, levantó a los moriscos de Granada y no pudo con ellos; lo de Lepanto no está nada claro, le salió mal lo de Inglaterra, le quitaron la mitad de Indias, calló el hambre a garrotazos y dejó al país en bancarrota. Pero su reinado se llamó de oro, ¡porque construyó el Escorial!. ¡La octava maravilla del mundo!.

Manolo, hijo del pueblo, formado en un miedo atávico a sotanas y entorchados, sonrió babeante. El general Valdés no pudo retenerse.

- Otro Escorial, ¡no!.

Con un pie en la sepultura, Menas Albas habló llanamente:

- No está el país para seguir tirando cortesanas.

Los ojos de Pocholo chispearon, como sólo chispean los de un ciudadano, seguro del real favor.

- Mira, Carlos, ¡no me cargues!. Te aguanto muchas cosas, ¡pero todo tiene límite!. Agoreros como tú, impidieron al último Borbón hacer lo que debía. ¿Y qué pasó?. ¡Que lo pusieron en la calle!. A los reyes les aguantan, mientras se comportan como reyes. Es decir, como se comportaría cualquiera, si fuese rey. A todos nos gustaría hacer lo que queremos. Con nosotros y con los demás. Si no fuese así, los pueblos no admirarían a quienes les llevan al matadero, para su propia gloria. ¡Por muchas batallas que ganasen!. Si la gente muere y paga sin chistar, es porque el resultado halaga su orgullo. Tanto importa al hombre, que el orgullo herido, ¡mata!. Y la miseria se resigna. En mi opinión, el rey no debía ser tan mesurado. Podría machacar a quien le apeteciese, sin que se levante una voz crítica en favor del caído. Y no lo hace. Por eso le dije que un siglo es de oro, por los enemigos que se dan el pasaporte y las piedras que quedan. Ha inaugurado un montón de cosas. ¡De cartón piedra!. ¡Necesita piedras eternas!.

Ignacio se atragantó.

- ¡Las piedras eternas cuestan un pastón!

Javier alzó las cejas, elevando la nariz sobre la humanidad.

- ¿Para qué están los impuestos?.

Valdés habló.

- Hasta para esquilar a una oveja, hay que esperar que crezca la lana.

La mirada de Pocholo se hizo hielo. No temía al general.

- Porque hubo gente que dijo lo que tú, apenas quedan reyes.

El ambiente se tensaba. Marco Tulio intentó distenderlo, con voz untosa.

- ¡Vamos a romper el maleficio!.

Dio en el clavo, pues Pocholo palmoteó.

- ¡Eso es! La Reina, que es petulante, ¡y digo lo que oigo!, pero sabe lo que se hace, porque quiere que reine el hijo, dicen que el otro día habló con el bisabuelo. Le contó que le echaron, porque paró la obra de la catedral, disgustando a la Virgen. Y tatarabuelo volvió, porque tenía que empezar la obra. Una capital sin catedral, es un contrasentido. Y lo del dinero no es disculpa. En el cielo no hacen números. Saben que cuanto hay en el reino, ¡es del rey!.

A Manolo le dio vueltas la cabeza. Pertenecer a la especie de los pelotas diplomados, no le impedía ser sensato. La afición a lo grandioso le asombraba. Tanto como el desinterés hacia lo necesario. Que en pleno siglo XX alguien quisiese hacer una catedral, sin tener infraestructura, le sobrepasaba.

Pocholo se explicó.

- Cada vez que Su Majestad viene a Madrid, esas piedras le ponen nervioso. ¡Las ve desde su ventana!

- Pero la ventana...

El arquitecto renunció a mantenerla, pero se abstuvo de enmendarla.

- ¡Sí!. ¡Ya lo sé!. Las de sus habitaciones dan a la sierra. ¡Pero es lo mismo!. ¡Presiente los cimientos!. ¡Le intranquilizan!. Y lo que es peor, le hacen sentirse impotente. ¡No querréis un rey impotente!.

Las cabezas se agitaron, en signo unánime de negación.

-¡Por supuesto que no!

Sabido que el ensañamiento no es bueno, Pocholo halagó.

- Me mandó llamaros, para consultaros los planos. Piti ha participado... Y muchos detalles son de Javier. Yo diría que le corresponde la inspiración. ¿O no? - El citado negó con modestia tan falsa, que pareció ser el autor del proyecto – Pronto veréis que mi templo, no tendrá nada que envidiar a Burgos y León. ¡Y saldrá más barato!.

Pablito Blanes se consideró obligado a expresarse.

- Mi mayor satisfacción es complacer a Su Majestad.

Pasaron a la sala contigua. Los planos aguardaban desplegados. Ignacio se preguntó cómo recibiría la calle el gasto. Y le respondió la mirada furibunda del general Valdés. Menas Albas, apaciguado por los años, parecía resignadamente escandalizado. Gerardo se preguntó cómo justificar el despilfarro, sin perder un chorro de votos.

El arquitecto se colocó frente al tablero, puntero en mano.

- Las cosas hay que hacerlas a lo grande, porque a los pobres nadie les aprecia. Los ricos invierten en los países ricos. ¡O que lo parecen!. Por eso para ganar, hay que poner. ¡Y exponer!. ¿Que perdemos?. ¡Pues otra vez será!. Y a la Iglesia debemos cuidarla. Sigue teniendo el púlpito, el confesionario y un agente en cada pueblo. El otro día Su Majestad me mandó visitar al Nuncio. Quería saber cómo recibió la noticia Su Santidad. Me dijeron que saltó de alegría. Ha prometido venir a consagrarla. ¡Como hace tanto que no se hacen catedrales!. Por eso hay que terminarla antes de que muera

- Por si le sucede un tipo más sensato - rumió Menas Albas.

Javier le fulminó.

- ¡Ten cuidado viejo!. Te queda tiempo para conocer el infierno en le tierra.

- ¡Poco!, ¡poco! - replicó el Conde, imperturbable.

Disuelta la reunión, Marco Tulio se preguntó si tragaba por cobardía o por interés. De no haber condenado la ética, la verdad y otros valores, como taras burguesas, no hubiese pasado tan fácilmente del primario "too pá toos", al pragmático "too pá los que mandamos". Haciendo números, entre parientes, amigos, correveidiles, políticos, periodistas y otros dilectos servidores, del dinero del público quedaba la calderilla, para servicio del público. Creció la clase, empezaron a escasear los fondos y hubo que cerrar filas. Los de fuera se impacientaron, viendo que de no acelerarse el ritmo de defunciones y expulsiones, la fortuna llegaría en la vejez. Temiendo que asaltasen el reducto, hubo ampliación geométrica del espacio, destinado a enchufados. Y la sociedad quedó privada de recursos, pudiendo elegir entre la revuelta y suicidio colectivo, que en eso queda la revolución cuando faltan ideas, planificación y cabezas.

La obsesión por el sesso eclosionó en los años de las vacas obesas. Considerando que liberar intelectos, ponía en riesgo la seguridad del estado, César y compañeros mártires acordaron aplicar los medios, para que la "plebe" despreciase la razón, sometiéndola al instinto. o cuando más a los sentimientos. Omitiendo que bajo la dictadura, quién quiso se acostó con quien le dio la gana, situaron libertad y opresión en la entrepierna, como en tiempos lo estuvo la honestidad. Sin intención de contar que la democracia consistía en permitir lo que prohibió, realmente, la dictadura, pues se proponían continuar prohibiéndolo, el sesso fue declarado, porque quien piensa de cintura para abajo, utiliza la cabeza con moderación. Sabido que a todos los simples les da por lo mismo, concluyeron que a fuerza de meditar sobre lo mismo, el país se haría de la misma cofradía.

De ser tabú para la infancia, el tema se mutó en asignatura obligada, desde la guardería, surgiendo la sexología como ciencia. Enterado el súbdito de que lo hecho hasta entonces, a su aire y entera satisfacción, precisaba de teoría, se avergonzó de ignorarla, aun siendo ducho en práctica. Publicada la superioridad del amor culto sobre el espontáneo, se procuró manuales, intelectualizando el instinto, al precio de embrutecer la razón. Buscado el orgasmo, sin mediar atracción ni sentimiento, dio en no encontrar lo que antes topaba derechamente. Empeñado en cultivar una libido, que siempre despertó por sí sola, de tropezar con lo deseable, atendió a las estadísticas, difundidas por los pensadores del sistema. Informado de los saltos que le correspondían, en función a su peso y edad, se empeñó en alcanzar la media, buscando pareja de fortuna, de no tenerla estable. Por no quedarse atrás, el ciudadano medió cayó en la inapetencia, acudiendo al prono y la química, para excitarla.

De novedad en aburrimiento, jóvenes de complexión y edad, para no tener complicaciones, dieron en la disfunción. Buscando lo que se encuentra cuando llega por su pie, pronto estuvieron de vuelta de tríos y cuartetos, dando en zoofilia y necrofilia, no sin pasar por el sadismo, desviación exclusiva, no hace mucho, de cincuentón en decadencia. Razonable hubiese sido que los tales reclutasen masoquistas, dieron en buscar el placer en el dolor, de quien no lo deseaba. Informados los industriales del sesso de la nueva tendencia de la clientela, contrataron pupilos dispuestos a dejarse charcutar. Pero muchos dieron en forzar y violar, porque se le pasó el tiempo de fornicar por las buenas. En el ambiente corrieron las primeras historia de jóvenes, que se evaporaron en un servicio. Y el policía que encontró al primer lactante, en un cubo de sarama, no se engañó en lo referente a la causa del suceso. Los chiquillos que jugaban en las inmediaciones de los prostibulos, aguardaban cliente, siendo conocido que en la lista de precios, figuraban los de daños específicos.

Cuando apareció la niña en el vertedero, la policía lo esperaba. El malo quedaría impune, porque a los hijos de nadie, nadie los reclama. El cabo mordió su rabia, archivando el caso.

- No hace falta autopsia para verlo. ¡Se han hartáo!. Por eso, ¡carpetazo!. La patá en la puerta queda pá los terroristas. Y si no picas alto, pá los de la droja. A éstos me gusta la fruta, ¡ni molestarlos!.

Benito era joven, no estaba maleado y quería un éxito. Buscó y encontró, escandalizando a sus superiores.

- ¡Cómo se le ocurre nombrar a D. Juan Martín Negras!. ¡Un hombre tan importante!. ¡No tiene hechura!. Y no se fíe de lo que le cuenten. Además de no ser verdad, delante del juez olvidarán hasta de como se llaman. Si hubiese acusación privada, ¡todavía!. Pero estos críos, por no tener, ¡no tienen ni nombre!. ¡A saber de donde salen!. Usted dice que de un orfanato. Y yo sostengo que la vendieron padres drojatas.

Pero un día el muerto no resultó inclusero. El inspector repasaba fotografías.

- Tenemos padres. ¡No es poco! - señaló el cabo Pérez.

- Que se maten entre ellos, ¡a mí que me importa!. Pero que maten criaturas, es otra cosa.

- Algo sabrá el Rasca. La cosa anda por clientes de cinco estrellas.

El cabo se rascó la barba.

-Pá mi que si esto no se aclara, iremos a peor.

El inspector se dijo que los Jack el Destripador de finales del XX, estaban tan amparados como su arquetipo del XIX. En la intimidad de sus cuatro paredes, maldijo por enésima vez a una elite, que se presentaba como benéfica, siendo los contrario.

-¡Canallas sin antecedentes!. ¡Los capo!.

Sabía que no le dejarían hacerlo, pero se empeñó. En quince días reunió pruebas documentales y hasta gráficas. Informada la superioridad, Manolo García no tardó en ocupar su despacho. Lamioso, fistro y de pocas luces, ni queriendo sabía llevar una investigación.

- Te han destinado al norte. Con tu equipo. ¡Puedes estar orgulloso!. Van los mejores.

A poco de incorporarse, el comisario Ramírez, el cabo Pérez y el inspector Gómez, sufrieron un atentado. Pérez se salvó de milagro. Enmarcado el hecho en lucha por la independencia, que parecía haber perdido el tino, los muertos merecieron titulares y funerales de lujo.

Manolo Puente convocó a Ignacio, experto en cuestiones espinosas.

- Tu dirás lo que sabes.

- ¡Todo!. ¿Cómo se nos iba a escapar esto?. Pero al chico no lo vamos a resucitar. ¡Y se puede armar el cirio!. ¿Te imaginas la reacción si se enteran?. Hay funciones que no se deben involucrar. Perderían prestigio.

Manolo no estaba para bromas:

- ¡¿Y esto?!.

Ignacio sonrió.

- Cosa mía. Me pareció publicitario ofrecer recompensa por una pista. Y una obra de caridad. Los padres mantienen la esperanza. ¿De qué les serviría saber lo que encontramos?.

Manolo se tranquilizó.

- Que el asunto no salte por otro servicio. ¡Todos listos o todos fulastres!.

LA ILUSTRE DEGENERACIN - Luisa Isabel Alvrez de Toledo
 
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