Economía: "El campo solo ha empezado a arder"

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El campo solo ha empezado a arder

«De llegar a firmarse ese acuerdo comercial entre la Unión Europea y Mercosur, todo el campo europeo estaría condenado a una fin segura»

Mientras yo comienzo a redactar estas líneas, un campesino francés última los preparativos finales para suicidarse. Cada día de la semana, sábados y domingos incluidos, un habitante de la Francia rural se quita voluntariamente la vida. Y algo no tan distinto ocurre en las provincias españolas con mayor peso demográfico de la población rural. Así, las demarcaciones de Lugo y Zamora, muy predominantemente agrarias ambas, encabezan todos los años, y ya por rutina, la estadística nacional de suicidios. En el caso concreto de la de Lugo, cada 7 días un vecino de las zonas rurales consuma la decisión de matarse. Pero si la depresión del campo, en el sentido semánticamente literal del término, ya venía remitiendo hasta ahora a una realidad preocupante, lo que podría ocurrir tras la apertura del mercado agroganadero de la Unión Europea a las importaciones libres de aranceles procedentes del Mercosur y de Ucrania, algo que ya andaba a punto de materializarse apenas un día antes de que los tractores del continente se lanzarán a bloquear carreteras y autopistas, resulta fácil de imaginar.

Y es que dentro de las fronteras del Mercosur queda, sin ir más lejos, la Pampa húmeda de Argentina, por más señas una de las cuatro extensiones de tierra agrícolas más fértiles y productivas del planeta; al punto de que si varios cientos de millones de habitantes de China pueden hoy, por primera vez en la historia, incluir la carne entre los elementos habituales de su dieta, eso solo resulta factible merced a la soja de Argentina con la que ahora se alimenta su cabaña porcina. Y es que, salvo las grandes llanuras de la región central de los Estados Unidos, únicamente existe otro territorio en el mundo cuya enorme extensión y fertilidad natural prodigiosa pueda competir con la del agro pampeano argentino. Y resulta que ese otro lugar está en Ucrania, un Estado que ha formalizado su candidatura para integrarse en la Unión y cuya inmensa producción avícola acaba de obtener autorización de Bruselas para acceder sin trabas al mercado interno europeo.

Así las cosas, no hace falta disponer de un olfato político privilegiado para intuir que sólo estamos asistiendo a las primeras escaramuzas previas de una guerra continental que va a incendiar los campos de Europa, desde España a Alemania y desde Francia a Polonia. Una guerra que, por lo demás, ya estaba anunciada desde el instante mismo en que los contribuyentes británicos decidieron desentenderse, entre otros lastres, de su millonaria contribución a la factura anual de la Política Agraria Común. Porque, por mucho que no se quiera confesar en voz alta, la PAC dejó de resultar sostenible financieramente a partir del Brexit. De ahí que hubiera que darles una urgente capa de maquillaje ecológico a sus inevitables recortes tras el acuse de recibo de que los 10.000 millones de euros que soltaba Londres cada ejercicio ya nunca volverán.

Por lo demás, la división internacional del trabajo que activa la aplicación del principio del libre comercio es un juego muy sencillo en el que unos, los más eficientes, se especializan en ganar, mientras que otros, los menos productivos, se especializan en perder. Siempre ha sido así y siempre será así. Y eso significa que, de llegar a firmarse ese acuerdo comercial entre la Unión Europea y Mercosur, el mismo que lleva la friolera de 20 años negociándose, casi todo el campo europeo -que no únicamente el francés- estaría condenado a una fin segura. Una total y absoluta locura, por cierto. Salvo, claro, que los economistas libertarios más devotos del libre mercado sin restricciones nos descubran la manera de alimentar a todos los habitantes de Europa comprando rollitos de primavera por Internet en China cuando de comienzo la próxima esa época en el 2020 de la que yo le hablo (o la siguiente guerra con Rusia). La carga de ira y frustración que remolcan los tractores que ahora mismo bloquean las carreteras de media Europa augura un terremoto político capaz por sí solo de llevar a la extrema derecha a las puertas del Palacio del Elíseo. Y no solo del Elíseo. De ahí el giro brusco de Macron para tratar de frenar a la desesperada, como sea, el cierre del acuerdo con el Mercosur. Lo dicho, es una guerra. Y sólo acaba de empezar.



Este artículo de José García Domínguez hace que recuerde una novela de Michel Houellebecq, "Serotonina"

Estimé necesaria una mentira más sofisticada, aunque derivada de la primera, para este hombre relativamente al tanto de las cuestiones agrícolas. Así que
inventé la falacia de un puesto de consejero de «exportación agrícola» en la embajada argentina. «Ah, Argentina...», dijo él sombríamente. De hecho las exportaciones agrícolas argentinas se multiplicaban literalmente desde hacía algunos años en todos los sectores, y eso no era todo, los expertos estimaban que Argentina, con una población de cuarenta y cuatro millones de habitantes, podría eventualmente alimentar a seiscientos millones de personas, y el nuevo gobierno, con su política de devaluación del peso, lo había comprendido muy bien, esos fulastres iban a inundar literalmente Europa con sus productos, además no tenían ninguna legislación restrictiva sobre los transgénicos, lo cual significaba que estamos aviados. «Su carne es deliciosa...», objeté con tono conciliador. «Si solo fuera la carne...», respondió él, cada vez más sombrío: los cereales, la soja, el girasol, el azúcar, los cacahuetes, el conjunto de la producción de frutas, la carne, por supuesto, e incluso la leche: he ahí todos los sectores en los que Argentina podría perjudicar mucho a Europa, y en un plazo muy corto. «O sea, que se pasa usted al enemigo...», concluyó con un tono en apariencia jocoso, pero impregnado de una auténtica amargura; preferí mantener un prudente silencio. «Usted es uno de nuestros mejores expertos; supongo que la propuesta es económicamente interesante...», insistió, con una voz que hacía temer un patinazo inminente; a esto tampoco me pareció oportuno responder,
pero ensayé una mueca a la vez afirmativa, desolada, cómplice y modesta; o sea, una mueca difícil de conseguir

En general me resultaba cada vez más difícil hablar con Aymeric, y aunque toda mi simpatía se volcaba hacia los agricultores, y me sentía dispuesto a defender su causa en todas las circunstancias, no podía evitar darme cuenta de que ahora yo estaba del ladodel Estado francés, de que ya no estábamos del todo en el mismo bando.

–Esta mañana hemos interceptado los camiones cisterna que venían del puerto de Le Havre... Era leche irlandesa y brasileña. No esperaban encontrarse cara a cara con gente armada, han dado media vuelta sin rechistar. Pero es casi seguro que inmediatamente después han ido a la gendarmería. ¿Qué vamos a hacer mañana, cuando vuelvan con una compañía de antidisturbios? Seguimos en el mismo punto; estamos en la frontera.
–Hay que aguantar, no se atreverán a dispararnos, no pueden hacer eso – alegó el gigante pelirrojo.
–No, no dispararán primero... –intervino Frank–. Pero cargarán contra nosotros y nos intentarán desarmar, el enfrentamiento es inevitable. La cuestión es saber si dispararemos nosotros. De todas formas, si resistimos, mañana pasaremos la noche en la gendarmería de Saint-Lô. Pero si hay heridos o muertos la historia será distinta.

El comando estaba formado por una veintena de agricultores; ocho de ellos se instalaron en la trasera de sus camionetas, apuntando con sus armas a los automovilistas, hasta los primeros coches había una distancia de unos cincuenta metros, Aymeric estaba en el centro, con su fusil de asalto Schmeisser en la mano. Estaba relajado, muy cómodo, y encendió indolentemente lo que me pareció que era un porro; de hecho nunca le había visto fumar otra cosa. Frank estaba a su lado, yo le notaba mucho más nervioso, apretaba entre las manos lo que me pareció una escopeta de caza. Los demás agricultores empezaron a descargar los bidones de fuel de las cajas de sus camionetas, los transportaron unos cincuenta metros atrás y lo dispersaron a lo ancho de la autopista.

A continuación todo sucedió a una velocidad sorprendente, como una secuencia largo tiempo ensayada, perfecta: en cuanto los dos conductores de las máquinas se hubieron reunido con sus compañeros, un tipo grande y fuerte, pelirrojo (creí reconocer a Barnabé, al que había visto unos días antes en casa de Aymeric), sacó de la caja de su camioneta un lanzacohetes y lo armó sin prisas. Se lanzaron dos cohetes contra los depósitos de carburante de las máquinas. La combustión fue instantánea, dos inmensos haces de llamas se elevaron hacia el cielo, antes de juntarse y superponerse a una enorme nubede humo neցro y dantesco, yo nunca había sospechado que el fuel agrícola pudiese producir una humareda tan negra. Durante aquellos pocos segundos se tomaron la mayoría de las fotografías reproducidas después en todos los periódicos del mundo, y en particular la de Aymeric, que aparecería en muchas portadas, desde el Corriere della Sera hasta el New York Times.
[...] pero en aquel instante Aymeric parecía feliz, bueno, casi feliz, parecía en su sitio al menos, su mirada y su postura relajada reflejaban sobre todo una insolencia increíble, era una de las imágenes eternas de la rebelión, y fue eso lo que hizo que la imagen se publicara en tantos diarios. También, y eso sin duda yo era de los únicos que lo comprendían, era el Aymeric que siempre había conocido, un tío majo, básicamente majo e incluso bueno, simplemente había querido ser feliz, se había embarcado en su sueño agreste, basado en una producción razonable y de calidad, y también en Cécile, pero ella había resultado ser una gran astuta apasionada por la vida en Londres con un vulgar pianista, y la Unión Europea también había sido una gran fruta con aquella historia de las cuotas lecheras, no se esperaba desde luego que las cosas acabasen así.

Con el fusil de asalto cómodamente apoyado en la cintura, Aymeric inició un lento movimiento giratorio, apuntando uno tras otro a los antidisturbios. [...]

[...]

Se volvió lentamente, de izquierda a derecha, apuntando individualmente a cada antidisturbios detrás de su escudo (en ningún caso podían disparar primero, de eso yo estaba completamente seguro; pero era, en realidad, la única certeza que tenía). Realizó a continuación el movimiento inverso, de derecha a izquierda; luego, más despacio todavía, apuntó al centro, se inmovilizó durante unos segundos, creo que menos de cinco. Algo diferente se reflejó entonces en su rostro, como un dolor general; giró el cañón, se lo colocó debajo de la barbilla y apretó el gatillo. Su cuerpo se abatió hacia atrás, chocando ruidosamente contra la caja de la camioneta; no hubo proyección de sangre ni de sesos, nada por el estilo, todo fue extrañamente sobrio y mate; pero nadie aparte de mí y del cámara de la BFM había visto lo que acababa de ocurrir. Dos metros por delante de él, Frank lanzó un grito y descargó su arma, sin apuntar siquiera, contra los antidisturbios; varios agricultores imitaron al instante su ejemplo. En el curso de la investigación todo quedó establecido claramente gracias al visionado de la cinta: no solo los policías no habían abatido a Aymeric, contrariamente a lo que creyeron sus camaradas, sino que habían aguantado cuatro o cinco disparos antes de responder. Bien es verdad que en su réplica –y esto fue
objeto de otra polémica, más seria– no se quedaron cortos: nueve agricultores murieron en el acto, y un décimo falleció por la noche en el hospital generalde Caen, al igual que un antidisturbios, lo que elevaba a once el número de víctimas. Aquello no se había visto en Francia desde hacía mucho tiempo, y desde luego nunca en una manifestación de agricultores. [...]
 
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