VII Liga Burbuja de ajedrez

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- ¿Qué es abrupto, Kufisto? -preguntó Gonzalo.

Se lo expliqué añadiendo un ejemplo.

- ¡Ostras! -exclamó- ¡Ahora entiendo lo que me dijo la psiquiatra!

Eran las ocho de la mañana y acababa de llegar al bar. Todavía estaban apagadas casi todas las luces y si no había cerrado la puerta para colocar con tranquilidad lo necesario para los desayunos era porque esperaba la venida del churrero, el panadero y el de la prensa. De hecho estaba en la cocina repartiendo el contenido de mi bolsa de trabajo, fumando unas caladas con el extractor puesto, algo que en un primer momento me impidió oír con claridad el saludo matinal de quien había entrado. Salí y casi con el "está cerrado" en los labios vi que era Gonzalo y le puse un café descafeinado que como siempre pasó por café normal.

No lo es verlo tan temprano, aunque sea un gran madrugador, pero tampoco resulta inaudito. Hace algún tiempo, quizá un mes, vino muy alterado porque el churrero le había llamado loco. "¡Soy un enfermo mental! -me dijo- ¡No un loco! ¡No voy a volver más allí!" Hablé un poco con él pero estaba muy dolido y no escuchaba, sólo hablaba, hablaba y hablaba hasta que diez minutos después se fue poco menos que igual que como llegó. No sé si habrá encontrado otra churrería o ha dejado de desayunar, cada día está más demacrado, pero aquí no lo hace a diario.

Una de las últimas veces que vino a esas horas, ya con el bar abierto de par en par, me vio pelando uno de los dos bemoles duros que tomo todas las mañanas. Aquel día estaba tranquilo y sonrió ante lo que estaba viendo. Tiene una sonrisa muy franca, infantil.

- Qué rico, un huevo...-dijo
- ¿Quieres uno?
- Pues sí...Hace mucho que no como uno.

Se lo di y me pidió sal.

- ¿Lo comes sin sal? -preguntó
- Sí -dije yo. Y se río al vérmelo comer de un sólo bocado.

Entonces me explicó como se los comía, echando un poquito de sal a cada bocado. Me habló de su abuelo, que lo enseñó.

- Creo que lo comeré después, Kufisto -dijo guardándolo en su bolsito junto al sobre de sal- Cuando esté en el campo.

Le encanta el campo. Una vez me fui con él. Estuvimos en un paraje lleno de piedras, arbustos, viejas construcciones abandonadas y montículos de rocas a las que le encontraba un significado oculto, iniciático, pues esta es otra de sus grandes pasiones. Resultaba sorprendente verlo desplazarse con indecible agilidad por aquel terreno inhóspito. Él, tan parsimonioso, tan reconcentrado, tan absorto como es entre la gente que por eso mismo lo evita como a un loco, se transfiguraba en el espacio abierto, bajo el frío cielo azul, entre piedras, rocas superpuestas y animalillos muertos que por un instante lo apenaban profundamente. Recogía objetos que yo no había visto y a los que no les veía ningún uso; en una bolsa echaba la basura que iba encontrando; algunas piedrecillas se las guardaba en los bolsillos; un cierto musgo naciente le provocó una enorme alegría por su significado, que no llegué a entender; una liebre que escapó como una exhalación ante la proximidad de nuestros pasos le hizo reír a carcajadas, "¿has visto sus orejas? ¿el corte que tenía en la izquierda? Eso es buen augurio" Sí, ese era su reino. No su casa, la de sus cansados padres; no las churrerías donde a uno lo llaman loco; no la consulta de la doctora que todo lo soluciona con pastillas y amenazas de ingresos; ni siquiera el bar de su amigo Kufisto, no...


- ¿Qué es abrupto, Kufisto?
- Abrupto es un cambio brusco de algo. Como por ejemplo el frío de narices que hace hoy. Ha sido un cambio abrupto de la temperatura.

Y después de charlar un rato y dejar caer otra vez sus ideas suicidas se largó. Supongo que hacia el reino que todavía le incita a seguir en el juego. Pero no tardó en llamarme. Una llamada que no cogí pues ya andaba liado. Y me envió mensajes de voz que fui oyendo mientras preparaba las pulgas. Le respondí con un par de wasaps mientras iba colocando el chorizo sobre el tomate. Al menos así sabría que no estaba solo.


Abrupto, Gonzalo, es abrir el bar contigo e irme de él ocho horas más tarde con el ruido en mi cabeza de tres idiotas adaptados voceando sus estupìdeces.


Eso sí que es abrupto.
 

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El hombre que daba la charla tenía aspecto de maestro. Lo hacía desde un despacho, no sé si del trabajo o de casa, aunque yo apostaría por la última. Era ingeniero y supongo que de vías y caminos por el contenido del vídeo, la canalización del agua en el mundo antiguo, algo vital en la creación de las ciudades, tal y como se preocupó de repetir en varias ocasiones denotando un cierto orgullo por aquello que había animado su vida. Diferentes fotografías iban sucediéndose en la pantalla partida mientras explicaba lo que veíamos con la ayuda de un puntero. Todo eran ruinas y algunas que otras recreaciones virtuales en las más significativas, mucho más bonitas. Con un tono alejado de toda teatralidad, como de quien no necesita dar cuentas a nadie, recitaba no sin cierto poso de entusiasmo algo tan conocido para él. De hecho las fotografías eran suyas, tomadas durante los viajes efectuados a tales lugares ya fuera por placer o por trabajo. Me gustó y miré por más en una serie de Televisión Española. Pero eso ya era otra cosa.

De entrada el tipo que la presentaba parecía haber sido picado por la tarántula. Le habían quitado las gafas y vestido de manera informal pero con pulcritud. A sus pies, sobre una omnipresente infografía de Europa que por epatante acababa por resultar molesta, aparecían y desaparecían mojones virtuales señalando diferentes puntos de interés de las vías del Imperio Romano. Con una voz que a todas luces había sido doblada con el consiguiente efecto irritante iba y venía de acá para allá cual menso presentador del tiempo esperando a Filomena. Era el mismo de antes pero era otro. Antes estaba en casa y ahora en un plato de Radiotelevisión Española, con las cámaras delante y los técnicos tras ellas. Y como por arte mágico había dejado de ser maestro para transformarse en actor. Y parecía encantado de la vida.

Entre saltitos y sonrisitas, como quien quiere gustar a un niño pequeño, viajábamos hacia los lugares físicos que un instante antes él había pisado de forma virtual como en éxtasis. Ya en ellos de verdad, y entre ruina y ruina, veíamos recreaciones animadas de la vida en aquellos tiempos. Unos actores horrorosos (aunque gracias a Dios mudos) hacían breves representaciones de lo que se estaba contando. El efecto era terrorífico y entre la voz impostada, emperadores semejantes a trabajadores de Telepizza e ingenieros romanos que parecían recién salidos del bar tras ver el partido aquello iba tomando un cariz difícil de aguantar. Tanto que estuve a punto de quitarlo pero no lo hice de puro cansancio. Los domingos son agotadores con toda la semana detrás y ya llevamos unos cuantos demasiado seguidos. Si el Día del Señor será un perpetuo domingo que no cuenten conmigo.

Aquel desconocido (pues casi no podía creer que se tratara de la misma persona) había sido poseído por el espíritu de Indiana Jones: no bastaban las explicaciones, teníamos que verle a él, a él, saltando de un lado a otro, arrastrándose en un túnel, encaramado en todo lo alto de un acueducto mientras un helicóptero se encargaba de filmarlo, de pie junto a un pozo de grotescas dimensiones ("cabe un camión" dijo de igual manera que quienes miden en longitudes de campos de fútbol)...Y mediado el segundo capítulo hice un esfuerzo y lo quité.

¿Es necesario todo eso para interesar al público? ¿No es mejor lo otro, hablar con tu voz desde la calma del hogar, alejado de las bambalinas y las salas de maquillaje, con la honestidad propia de quien lo hace a su manera? ¿Ceder hasta el extremo de que aceptes un cambio de cara y de voz? ¿Hace falta tanta gente alrededor para recrear algo que con sólo tu conocimiento, algunas fotos y ciertas nociones básicas de Paint puedes conseguir sin necesidad de nadie más? ¿Tanto pueden las ansias de notoriedad hasta en un viejo profesor?


El misterio y la maravilla se desvanecen cuando otros se juntan para representarlos al detalle. Es entonces llega la sospecha y el regreso a la cueva.
 

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La muchacha pidió algo que llevara chocolate y yo no tengo nada de eso.

- Hay porras -dije mirándola-...tostadas...pulgas...

¡Qué color en los pómulos! Daban ganas de acariciarlos. ¿Y las mejillas ocultas por la mascarilla, como serían? Tenía unas gafas redondas, los ojos claros; el pelo largo, rizado y tirando a pelirrojo. Frente a ella, sentada al otro lado de la mesa, una mujer cuyos rasgos trajeron automáticamente desde mi memoria los de mi abuela paterna algunos antes del primer recuerdo que guardo de ella.

La chica dudó un poco.

- Una tostada...¿de jamón?

No, tampoco tenía jamón. El jamón llegaría un poco más tarde.

- No, no me queda jamón...-Olvidé decirle que sí tenía lacón ahumado- De mantequilla...mermelada...tomate...-Que no me pida atún que tampoco me queda.
- ¿Atún?
- No...

Y sencillamente le expliqué que ayer estaba cerrado por inventario el súper donde compro todos los lunes. Era verdad. Una verdad sencilla, innecesaria. Me acordé de mi madre y la justificación que nos dio ayer en la comida familiar del día de descanso por no haber preparado un cocido: no había apaño en la carnicería a la que va con su hermana en una de sus poquísimas salidas de casa. No sale de ella. Desde que murió mi padre sólo lo hace a cuentagotas. Y no por el bichito sino porque se acostumbró a salir con él desde que apenas era una muchacha y él casi un quinto y ahora ni sabe ni quiere hacerlo sin su compañía. Me enfadé. Sospeché algo cuando aún cargado con la mesa desplegable que cogí bajo la escalera poco menos que se abalanzó para besarme. Me conoce. Yo llegué helado, pensando en el tazón de caldo que iba a beber para entrar en calor. "¿Y el chico?" dije por su nieto, casi lo único que la mantiene fuera de la previsible depresión. "Todavía no ha venido" Y entonces supe que no había cocido sino esos dolidos filetes en salsa y me cabreé. No tanto como otras veces pero no por ello dejé de decírselo. No entraba en calor y me hice una infusión mientras empezaba a preparar las cosas en la cocina. Ella se quedó en el salón. Esta mañana en el bar, al mirar la fecha para escribir los gastos cotidianos, caí en la cuenta de que es su cumpleaños. Ahora la llamaré. Cuando acabe esto.

- Bueno, pues...con tomate. Y aceite. Y un café con leche -dijo la muchacha con un tono de color aún más subido. Casi sentí la mirada de su madre, una mujer con voz de fumadora que pidió café y una copa de anís.

Mi abuela gustaba de comer aquellos rosquillos anisados. Yo no puedo soportar el anís desde los catorce años, cuando me emborraché por primera vez. La abuela bebía vino con todas las comidas, eso sí. Recuerdo aquellas tostadas de vino y azúcar que nos daba para merendar. "Poco vino" decía el abuelo, un hombre enfermo desde la Guerra. El anís es una bebida de gente alcoholizada. Al menos esa es mi experiencia durante todos estos años. Se les nota en el semblante. "Verás como pide anís" Y casi nunca fallo. Es así. O al menos así es como yo lo he visto y comprobado.

El primero que entró hoy al bar pidió anís. Sabía que iba a pedir anís porque hace una semana o dos lo pidió. No sé sí llegué a calarlo entonces, da igual. Es un trabajador que esperaba la llegada de la furgoneta. Entró como si fuese mediodía a pesar de que todavía no eran las ocho. No entiendo como alguien puede arrancar el día de esa manera. Alto, fuerte y animoso, de acento andaluz, mentón pronunciado y pelo negrísimo y rizado a pesar de tener más o menos mi edad. Se bebió la copa de un trago después de hablar a borbotones acerca del tiempo en el proceso que llevó coger la copa, la botella y un vaso de agua. Me agotó en dos minutos que estuvo.

Poco a poco fueron entrando los habituales: la simpatiquísima chica de la clínica de abajo, la abuelilla y su cuidadora, alguno de paso...poco más. Así funciona esto. Sobrevivimos. Recuerdo que una compañera de la chica de la clínica, creo que la mujer del jefe, una tía sota que muy pronto dejó de venir, una vez que estábamos solos mientras ella esperaba la llegada de las demás y viéndome sacar de la cocina las pulgas que iba preparando me preguntó que cuando venía la gente. La verdad es que me quedé un poco a cuadros pero le contesté que un poco más tarde. No sé, quizá esperaba una especie de cafetería de hospital y no. Esta funciona así. Las pulgas son para todo el día y muchas veces sobran. Y de la bandeja de churros muchos acaban en la basura al mediodía. Esto es así. No siempre fue así pero nunca muy diferente. Supervivencia. Tengo casi cincuenta años y menos de mil euros en el banco.

La madre de la muchacha pidió una segunda copa de anís que le acerqué. La chica se había quitado la mascarilla. Vi sus mejillas y los labios. Recogí el plato y los cubiertos, los servicios de café y regresé para limpiar la mesa. La madre, callada, miraba.

Luego se fueron.


Y ahora, la llamada.
 

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La primera mañana que entró al bar lo hizo como quien lleva una tarjeta de identificación colgada al cuello. Se quedó ahí parado, a un paso de la barra, mudo tras la bufanda, mirándome con fijeza. Estuve a punto de saltar pero atendiendo a su respetable edad me conformé con un "¿Sí?" que de todas formas no tuvo que sonar demasiado simpático. Normalmente, cuando uno entra a cualquier sitio y más si es desconocido, da los buenos días y a continuación entra en materia se tenga la edad que se tenga. Pero en fin, sólo era un viejo y quizá estuviera sordo, o tronao o qué sé yo. También he conocido a unos cuantos que operados de traqueotomía pasaban las de Caín para hacerse entender; algunas veces tenía que darles bolígrafo y papel para que escribieran. Un buen amigo mío que era cliente habitual llevaba siempre consigo un lápiz con el que escribía sobre una servilleta cuando me era imposible entenderle. ¡Como se cabreaba! Qué buen tío era.

- Soy el padre de...-el de los periódicos.
- ¡Ah, sí! -respondí un tanto aliviado por no haber metido la pata- Me lo dijo la semana pasada que iba a venir usted a cobrar durante estos meses...

Le pagué la semana y se marchó como había venido. Y así fue durante todo aquel verano.

Hoy, a última hora de la tarde, se ha pasado el hijo. Hacía tiempo desde la última vez, más de un mes. Le he pagado y tras ponerle una cerveza me ha contado que sus padres han estado por el pueblo. Y como yo ya no estoy a la hora que el viejo venía no me había enterado. Cosas de la nueva normalidad y de hacer rompecabezas con los horarios. El bar estaba casi vacío y nos hemos puesto a charlar. Auténtica y genuina charla de bar. Pasar un rato. "Comunicación" como decía la página más leída del Heavy-Rock, la de las cartas de los desesperados lectores. Él tiene un badulaque y por la mañana, bien tempranito, antes de abrir, se dedica a ir en moto dejando la prensa bar tras bar, churrería tras churrería. Mujeriego empedernido, hace años que no mantiene una relación formal, desde que salió escaldado y casi con una mano delante y otra detrás porque la tía con la que estaba y que metió en la tienda para ayudarle no es sólo que le robara sino que estaba pegándosela con uno de sus amigos. Menos mal que no estaban casados. Pudo mandarla a la hez pero no recuperó ni un duro y sí todas las deudas. El tipo tiene tal cara de cansancio que parece salido de una taberna del viejo Oeste americano. Sólo las mujeres le alivian del peso de la vida. Bueno, y el fútbol; pero de eso no hablamos de igual manera que tampoco lo hacemos de ajedrez.

- Es bueno que hagan algo -decía hablando de su padre-, que se entretengan.No estar todo el día en casa viendo la tele, preguntándose qué cachopo pintan ya aquí. Así acaban muchos, que de puro aburrimiento se mueren. Toda la vida trabajando, funcionando, tirando de la familia y poco a poco van llegando los recortes: que si el colesterol, que si la bebida, que si el tabaco, que si la berenjena...¿Y luego para qué? ¿Para quedarte ahí como una maceta en tu fruta casa? No es que se suiciden sino que se dejan morir. Y así, haciendo algo útil, no pajaritas de papel, echando una mano a los hijos soportan la vida que les queda. Y ahora en Madrid con mis hermanas pues siempre tendrá algo, los nietos o qué sé yo. ¿Pero y los que estamos solos, Kufisto? ¿Qué será de nosotros? Esos son los que peor lo llevan, los que están solos en la vejez.

Otorgué sin más y poco después se marchó para seguir con el turno de tarde.

Al rato lo hice yo. Llegué a casa, puse una lavadora, recogí la ropa tendida y limpié el arenero de la gata. Estaba quitando hez de la cocina cuando recordé que no había cumplido la promesa hecha por la mañana a mi madre de ir a felicitarla. Dejé los platos sucios para después y mirando el reloj del coche pensé que quizá tuviera todavía tiempo de aparcar en zona azul sin pasar por caja. Vi que el jovenlandés de la esquina había adelantado su hora de apertura y aproveché para comprar tomates y naranjas para el bar. El chaval no tenía puesto trap, o reggetón o cualquier cosa de esas con la que suele jorobarnos los oídos sino que estaba mirando en el móvil una especie de broma telefónica entre una tía buena y un pimpollo. En casa de madre la besé y ella se alegró mucho, diciéndome medio en broma si todavía estaba enfadado por el cocido que no puso ayer. Me dio un conejo guisado que tenía congelado y ya me iba con la bolsa de basura cuando me dio el regalo de Reyes. "Eres el último" Y es que ayer me marché un poco a la buena de Dios. La besé otra vez y fui a llevar la compra del jovenlandés al bar pensando que había sido ella la que me había regalado algo a mi en el día de su cumpleaños. Al menos había tirado la bolsa de basura.

Una vez en casa me puse a escribir. Ahora tenderé la colada, comeré cualquier cosa, me pondré el pijama, veré algún vídeo en Internet, leeré algo y me iré a dormir oyendo un audiolibro.

A mi me gusta así, qué quieres que te diga. Lo otro no me ha llevado a nada bueno y ya casi ni recuerdo si alguna vez fue de otra manera.


"Sé tú mismo e intenta ser feliz. Pero ante todo sé tú mismo" (leído hace muchos años en un garito, cuando era adolescente y quería ser como todos)


Y jorobar si me me ha costado.
 

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Decir que era rumana más es una suposición que una certeza. Claro está que nadie pregunta a nadie su nacionalidad cuando uno pasa al bar para comprar tabaco; y menos a las ocho de la mañana. Pero el acento con el que saludó los buenos días estando yo en la cocina resultó característico. La gente del Este habla muy bien el español. Una rumana (esta sí) a la que conocí me contó que era el resultado de ver los culebrones subtitulados. La chica de esta mañana también tenía el pelo rubio y la tez pálida tras la mascarilla. Por un momento me recordó tanto a la petulante del otro día que dudé un instante en atenderla, pero su habla y maneras no dejaban traslucir ningún rencor ni cuenta pendiente. Le cambié un billete de diez tras cobrarle un churro que se le antojó y dando las gracias se fue tras asegurarme que era el único bar abierto a esa hora, algo que aumentó mi sospecha anterior. Es indecible lo que una simple mascarilla puede esconder.

Uno oye Rumanía y lo primero y casi único que le viene a la cabeza es Transylvania y Drácula. Habrá quien recuerde al Steaua de Bucarest, Gica Hagi y la atroz muerte de Ceaucescu, ya lejana en el tiempo; en mi caso hay cierta memoria para algunos ajedrecistas y un caudillo cristiano llamado Codreanu que fue ajusticiado por colaboracionista en la II Guerra Mundial. Pero con todo el recuerdo imaginario más persistente es el de su inmortal vampiro y el de los profundos bosques de aquellas tierras.

En La Mancha no hay vampiros ni bosques. Aquí, algo como las Lagunas de Ruidera es poco menos que el Amazonas. No hay nadie que vaya y regrese sin decir que aquello no parece La Mancha. Y así es. Agua y árboles en cantidad suficiente como para maravillar a cualquiera que viva en la llanura. Uno sube a los molinos, mira alrededor y sólo ve un inmenso espacio perdido a la vista por la lejanía. No hay lugar para el misterio, todo está a la vista. Y sin embargo si uno se queda mirando el horizonte acaba por sentir un cierto dolor de cabeza con la ayuda del viento que siempre sopla allí. Quizá sea el viento y su empuje más que la visión estática de lo infinito. O la mezcla de ambos.

Un bosque para un manchego es sólo una palabra. Se contarán por millones de nosotros quienes vivieron y murieron sin ver uno en la vida. Tampoco es que nuestra tierra sea un desierto, hay parques, jardines y algunas pequeñas y discretas arboledas en los contornos, pero no bosques. Ni vampiros. Hay hombres del saco que se llevan a los niños y muertos corpóreos que regresan de sus tumbas para cobrarse una venganza, pero no fantasmas.

Pienso en un bosque y veo algo verde, cosa que siempre me ha gustado. Luego vienen las altísimas copas de los monstruosos árboles y sus enormes troncos a los que nunca les llega la luz del sol. Tal vez vislumbre un cervatillo pastando en un pequeño claro y también osos terribles y gruñones que sólo puedes ver cuando ya no hay remedio. Pájaros perdidos entre las oscuras ramas cuyos cantos más parecen avisos que melodías armoniosas y, en fin, todo lo que se supone hay en un bosque donde no puedes ver más allá de tus narices. Allí sería posible creer en seres mágicos, benévolos o terribles, pero extraños. Aquí no; aquí, en la llanura, o se cree en Dios o no se cree en nadie más. No hay lugar para la fantasía en La Mancha. Por eso el Quijote nació aquí y por eso tuvo que meterse en la cueva de Montesinos de Ruidera tras el espantoso fracaso de su primera salida: sólo pasando un tiempo en la más absoluta oscuridad pudo convencerse a sí mismo de que podría hacerle frente al eterno abismo de sol en el que había pasado toda la vida hasta hacerle desear con toda su alma estar loco.

Ahora todo ha cambiado y La Mancha también. Poco a poco vienen gente de tierras extrañas con escasas ganas de hablar de sus lugares de origen; y cuando lo hacen no muestran ninguna añoranza, ningún anhelo de volver. Ahora están en La Mancha, en España, la tierra de los toros y los culebrones, la paella y el flamenco, el sol y quizá, sólo quizá, don Quijote.


Y el cielo abierto, azul, inmenso, eterno e inmisericorde abismo de luz al que es mejor dejar a su aire si uno no busca perder la cabeza entre las sombras.


Ya lo irán aprendiendo.
 

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¿Cuantos años le llevaré? No más de siete en cualquier caso. Cuando nos conocimos él era poco menos que un crío con el que a veces cargaba su hermanastro, unos tres años mayor. De padres diferentes (una completa excentricidad por aquel entonces) se llevaban a dar de baja de la suscripción de la vida aún de adolescentes, cuando los odios y envidias infantiles entre hermanos ya debían haber quedado atrás para dar paso a la camaradería propia de tan complicada edad. Pero no era así entre ellos. Casi treinta años después el repruebo no ha desaparecido sino que ha llegado a tal extremo que no pueden verse. Se ha dado el caso de estar uno de ellos en el bar, entrar el otro y dar media vuelta al verlo. Y una vez que fue el grande quien vio al pequeño ya dentro se dirigió hacia él y no le pegó porque estaban mi bar. Le cantó la gallina sin alzar mucho la voz pero en tal estado de alteración que hubiese bastado una réplica cualquiera para que se liara el trompo. Sin embargo el pequeño calló, pagó y se marchó. Pasó mucho tiempo antes que volviera a verlo por el bar.

Lo vi llegar en su coche a través del ventanal. Pasé a la barra y me puse la mascarilla. Entró, nos saludamos y pidió un poleo que le serví con la típica pregunta de qué tal iba todo. Contestó que acababa de pasar el el bichito y que con la excepción de los dos primeros días (por otra parte nada del otro mundo) había sido cosa de poco. Las dos hijas también habían resultado positivo pero la mujer no, aunque se hace el test a diario antes de ir a trabajar y ya se ha puesto la tercera banderilla. Él va por la segunda. "Eso habrá sido lo que ha hecho que sea leve" No contesté nada y a su pregunta sobre qué tal habían ido las Navidades en el bar respondí con generalidades tendentes a darle razones para su precaución, lo cual también era la pura verdad. Uno aprende a adaptarse al medio cuando está detrás de una barra.

- Dame un chupito de whisky, Kufisto. Uno bueno. Uno de doce años.

Miré en la vitrina y le ofrecí un Glenfidich que aceptó con el añadido de una piedra de hielo. Pidió otra para el poleo que tan largo se le haría y mientras escanciaba el malta recordé una anécdota que le conté sin darme cuenta de que podría haber resultado incómoda.

Precisamente ese fue el primer whisky de alto nivel que conocí. Y también precisamente fue durante unas navidades de los primeros noventa del siglo pasado en las que trabajé como extra en las barras de un cine reconvertido en sala de fiestas para la ocasión. El concejal de cultura y festejos, un tipo bajito y con cara de pocas bromas, amador impenitente, la tenía reservada para él. Era su botella y nadie podía beber de ella. Lo tomaba sólo, con hielo, otra excentricidad en aquellos tiempos. Fue entonces cuando probé la cocaína por primera vez. Y recuerdo que su hermano mayor también estuvo trabajando allí, aunque me resulta difícil situarle como camarero. Vivíamos cerca y mi hermano y yo quedábamos con él para ir andando a trabajar mientras nos fumábamos unos canutos. Sin lugar a dudas tenía que acordarse de aquello, aunque él tuviera que quedarse en casa con mamá y papá. Pero no, lo vi en su mirada. Se ha metido demasiada cocaína desde que creció. Y todavía se mete. Y por no pagársela a su hermano mayor y algunas jugarretas a un gran amigo de este es que quieren verse muertos.

Recordamos los viejos tiempos tan distintos a estos. Habló de los años que lleva sin salir por la noche. Pero yo le conozco y aunque es muy posible que tal cosa sea cierta también lo es que sigue pillando tema, tanto para él como para su mujer, aunque ahora sea a uno de los camellos oficiales del pueblo, un gran amigo mío que el otro día me envió un wasap de información acerca de la tercera banderilla que este fin de semana despacharán sin cita previa a todos los mayores de 40 años, algo que me dejó estupefacto aún sabiendo que él, siempre tan antisocial y tan anti-todo, ya lleva dentro las dos primeras.

Alabó el whisky del que no dejó ni gota y dejando a medias la infusión se fue a trabajar al negocio de su
padre que ya, en la práctica, es el suyo.

Era un buen chico cuando lo fue, siempre sonriente, tan distinto a su hermanastro, aunque siempre ha sido a este a quien he considerado mi amigo. Era el típico chaval inofensivo y un tanto despistado que no sobra pero tampoco resulta indispensable. Y se ve que se cansó de serlo.


Todos nos cansamos de ser para siempre el sueño de otro. Todos no, pero sí unos cuantos. Desde allí llegan las drojas: el alcohol, el tabaco y todo lo demás. Es un sentimiento muy fuerte y complicado de esquivar sin perder la propia personalidad naciente. Puedes conseguirlo, ¡claro que puedes conseguirlo!, aunque a veces el precio a pagar es como una retención de líquidos, pero en el joven espíritu que se ahoga. Y vives una vida que es la eterna proyección de un Batman contra un Joker medio iluso. ¡Y puedes quedarte ahí sentado en la cómoda butaca, claro que puedes! El tren necesita de las vías que otros colocaron con el sudor de sus frentes y el dolor de sus vientres. Pero todo tren de largo recorrido necesita hacer algunas paradas. Y a estas alturas de mi vida creo que tampoco ha sido tan malo bajarse entre las estaciones para estirar un rato las piernas, tomar algo en la fonda y pasar el rato con el paisanaje del que tanto te advirtieron. A veces parece tan estimulante que no oyes el aviso de partida, ¡pero qué importa! La vía no lleva sobre ella a un único tren.


Y si empezaste el viaje en segunda clase tampoco es tan malo acabarlo en tercera. La cuestión es no caer tirado en medio del desierto.


La sed sólo es insoportable cuando ya no queda ninguna fuente para tus piernas.
 
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Recordé que no podía tomar zumo de naranja cuando ya estaba exprimiéndole media para el chupito de cortesía con el que acompaño los desayunos. Me lo dijo hará un par de semanas, la segunda vez que estuvo por aquí. En la primera se lo había dejado entero sin decir nada.

- Perdona -dije levantando la voz. Suelo respetar el trato de usted pero a veces creo que es mejor hacer alguna excepción- Perdona -repetí. Ella volvió la cabeza desde la mesa- ¿zumo de naranja no querías, verdad?
- No, gracias.

Ahora sí estaba seguro de que era ella. Entre el pañuelo en la cabeza y la mascarilla en la boca queda poco margen para reconocer a las personas.

Le acerqué el café y la porra.

- No puedo con el zumo de naranja -dijo- Y ya veremos si puedo con esto.
- Venga -respondí cariñoso- A comer.

Y en su acuosa mirada vi aún más cansancio que dolor.

- ¡Buenos días! -tronó una voz desde la puerta. Era la asistenta de la ancianita, una mujerona rebosante de salud, calzando con un taco de madera el quicio para que la jefa pasará con el tacatá.
- ¿Dos? -respondí desde la cocina.
- ¡Sí, dos desayunos!

Y poco a poco alcanzaron "su" mesa, la misma que hacía unos minutos había dejado libre la mujer que no puede tomar zumo de naranja ni acabarse la mitad de un churro.

Preparé los cafés, con leche los dos pero descafeinado el de la animosa asistenta. Dos sobres de azúcar en el de la anciana y sacarina en el otro. Cogí una porra y salí pitando hacia allá, pues la señora siempre llega con un hambre negra.

- ¿Qué tal va eso? -dije alegremente mientras dejaba el plato sobre el que se abalanzó la viejecilla.
- ¡Ay, hijo! -respondió partiéndolo en los tres trozos acostumbrados- ¡Qué hambre tengo! -Y me eché a reír con ganas.

Regresé a la barra y ya con más calma apañé la tostada de tomate de la asistenta y el vaso de zumo de naranja con el que la señora completa su desayuno.

- ¡Ay, hijo! -dijo tras agarrarlo con increíble seguridad- ¡Qué mal se pasa cuando se tiene hambre! -Y echó un traguito y la asistenta y yo volvimos a reír.


Y pensé que si un extraterrestre viera la fotografía de unos bomberos preparándose para apagar un fuego también podría creer que eran ellos quienes lo estaban provocando.

Y juzgaría, sentenciaría y actuaría en consecuencia.
 

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Uno lo entiende mejor cuando les oye hablar entre ellos. El ritmo es más acompasado, la melodía está mejor integrada. No hay lugar para las disonancias ni los silencios. Las transiciones apenas son perceptibles. Suena al oído como el hilo musical de una sala de espera.

Crecieron, estudiaron, dejaron el pueblo y se fueron a la Universidad. Allí se especializaron en alguna rama de la Medicina rodeados de chavales como ellos. Compartieron piso, hubo fiestas, conciertos y buen sesso en hora. También viajes de Erasmus. Conocieron otros países, respiraron otros aires, vieron otros decorados, trataron otras gentes. Muchas horas de estudio y exámenes. No había tiempo que perder con novelas y cuentos. Los libros que leían eran prácticos. Los libros que memorizaron eran necesarios. Los libros que abrieron les cerraron las puertas a todos los demás. Aún hoy continúan leyendo esa clase de libros. La Medicina, como la Ciencia, como los Ordenadores, se actualiza constantemente.

Hoy están casados con una pareja descubierta en aquel ambiente y son padres de uno o dos hijos. Habitan viviendas unifamiliares con jardín en las afueras de una pequeña y tranquila ciudad. Se mantienen en forma, cuidan su aspecto sin exageraciones. Conducen buenos automóviles y varias veces al año viajan a diferentes simposios, algunos en el extranjero. Buenos hoteles y restaurantes. Alguna aventura sensual. La vida desplegada. Todo es como parecía en la distancia. Los resultados saltan a la vista.

Son las ocho y media de la mañana de un viernes más y los doctores bajan de sus coches con las carteras de trabajo al hombro en dirección al hospital. Han dejado a los hijos en las guarderías. Es hora de consulta, de tratar a los pacientes. Pero hoy es día de visitador médico y la agenda está despejada hasta las nueve. Salen a tomar café en el bar.

La visitadora sigue tan atractiva como las otras veces y yo sigo sin tener leche sin lactosa. Toma asiento en una de las mesas altas, junto al ventanal. Pronto llega el doctor, al que unos minutos después se le unen dos compañeros más, un hombre y una mujer. El el bichito, las familias respectivas y los planes para el fin de semana son los temas de conversación. Hay risas y buen humor; no hay voces ni blasfemias, palabras malsonantes o pesados silencios; no hay móviles en ninguna mano. Todo fluye en un ambiente de amable cordialidad. La visitadora pide otro café.


Pagará ella.
 

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Salí un momento de la cocina para echarle un vistazo el salón y vi a un chico joven de gafas detrás de Gonzalo. Me acerqué y le pregunté qué iba a tomar. Hizo un gesto con la mano hacia la tragaperras, musitó algo y dijo que no quería nada. Entendí que era un familiar de Gonzalo, tal vez un hermano o un primo, puede que algún raro amigo, quien sabe, pero ante la duda lo dejé estar y regresé a la cocina para terminar de limpiar los platos de un mediodía muy ajetreado.

"No -me dije- si al final tendré un disgusto, verás"

Gonzalo había llegado al bar en plena efervescencia, a eso de las dos. Enseguida me di cuenta de que tenía uno de esos días.

- ¿Café? -le pregunté
- ¿Ves esto? -dijo dándole un ciliquitrón a la base de un refresco casi vacío que ya llevaba un buen rato sobre la barra esperando ser recogido. Y empezó a contar algo acerca del escaso líquido que aún contenía en su interior. Dejándole con la palabra en la boca fui a poner el café que no había llegado a pedir y al servírselo le quité de la mano sin violencias el Nestea al que estaba hablando.

Dos clientes estaban a su lado en animada charla futbolera. Gonzalo reconoció al más cercano, un antiguo amigo de correrías en la juventud que seguro ya lo había visto, y lo saludó.

- ¡Hombre, Gonzalo! ¿Qué tal estás?
- Harto.
- Ya...bueno -Y se dio la vuelta.

Pagó el café y se fue a la tragaperras, algo no habitual pero tampoco demasiado extraño. Yo le echaba un ojo de vez en cuando. Fueron sucediéndose las venidas a la barra por dinero a cuenta de la tarjeta. De diez en diez, siempre en monedas. No le decía nada. Ya se lo dije en un par de ocasiones. Me conformaba con mirar el datáfono, ver que la operación era aceptada y darle las diez monedas. Antes, para cabreo suyo, tenía un límite de veinte, quizá por orden paterna, pero hoy la pasó cinco veces y todas fueron aceptadas.

Ya no quedaba nadie en el bar aparte de Gonzalo y un par de parejas en la mesa del fondo que se irían poco después cuando aquel chaval entró al bar. Gonzalo llevaba un buen rato hablando por teléfono mientras la tragaperras jugaba con él. Empezó a cambiarme billetes.

- No juegues más, Gonzalo, cachopo.
- No, si me ha dado un premio rellenito...Es que se me han quedado ahí unos cangrejos...

El chaval se fue de repente y aproveché la ocasión.

- Gonzalo -le dije- ¿conoces a ese que estaba detrás de ti?
- ¿Quien?
- ¡jorobar! Un chico joven que estaba sentado detrás de ti.
- No, no lo conozco -respondió sin apartar la vista de la máquina.

El chico regresó y esta vez pidió un Nestea. Luego se fue al mismo sitio y desde allí me hizo una especie de seña que devolví de forma resignada una de las veces que Gonzalo vino a la barra para cambiar otro billete.

- No juegues más, Gonzalo...
- No, si es que tengo ahí unos cocos...

Con su característico paso lento se acercó una vez más a la barra.

- ¿Nos fumamos un pito, Kufisto?
- En cuanto acabe la cocina, Gonzalo. Ya me queda poco.

Todavía andaba Gonzalo de camino a la puerta cuando el chaval se puso a jugar. Pasé a fregar los últimos platos del día.

El chaval estaba a punto de irse cuando salí tras limpiar el último plato.

- ¿Lo conoces? -le pregunté.
- ¿A quien? -respondió.
- Al que estaba jugando. ¿Es amigo tuyo?
- ¿Amigo mío? -respondió en tono de desprecio- ¿Ese? ¡Ja! ¡Pero si no tiene ni idea! ¡Ha dejado premios pasar! Si yo tuviera dinero...

Y se fue.

Un buitre. Un buitre descarado. Un buitre al olor. Ni hermano, ni primo, ni amigo, ni nada. Un buitre. Un puñetero buitre granudo con gafas.

Cogí el abrigo y salí afuera para fumar con Gonzalo.

- Con lo inteligente que eres, tío -le dije- ¿qué cachopo haces jugando a esas hezs? De verdad que no me lo explico.
- ¿Sabes por qué lo hago, Kufisto? - dijo tranquilo.
- ¿Por qué?
- Porque así no pienso. Veo las lucecitas, pulso los botones y así no pienso.
- ¡Pero pierdes! ¡Pierdes! ¡Pierdes el dinero de tu jubilación en algo gilipollesco, en algo que nada tiene que ver contigo! Si me dijeran de cualquier otro, de tantos idiotas como he visto dejándose sueldos enteros en un sólo día...¿Te acuerdas cuando aquella mañana nos fuimos adonde sueles andar? Pero tú, tan espiritual que es para matarte, que puedes ver la belleza del musgo sobre una fruta piedra perdida en un erial, que te emocionas hasta las lágrimas cuando ves un águila sobrevolando el cielo...¡Juegas a las pilinguis tragaperras!
- Ya...Sí...¿Pero tú sabes lo que es estar de psicólogos y psiquiatras que no te escuchan, que a todo lo que dices responden con algo que no tiene nada que ver con lo que estás contando?...Mira, he pasado tres horas jugando en la máquina y sólo he perdido quince euros. Tres horas a quince euros son cinco euros a la hora. ¿Sabes lo que cobran uno de esos? He pasado tres horas sin pensar y sólo he perdido quince euros. Yo sólo quiero no pensar.


Fumamos un poco más. No hacía el frío que prometía la helada mañana. El sol todavía lamía el segundo piso del edificio de enfrente. En el tercero y último están las pilinguis.

- ¿Sabes lo que te digo, Gonzalo?
- ¿Qué?
- Que tienes razón.
 

Clavisto

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Uno que no conociera su historia y la viera por la calle diría que es una mqmf y no andaría equivocado. La mayoría de los hombres, incluso aquellos que por edad podrían ser sus hijos, se la amarían sin dudarlo. Da el tipo de lo que se busca en el ordenador cuando uno está a solas, aburrido y sin saber qué otra cosa hacer. Algo sin preámbulos, sin origen ni finalidad, tan sólo un breve lapso de tiempo para la posesión y el placer, un filete con sorpresa para que la fiera enjaulada que todos llevamos dentro vuelva a adormecerse un ratito después de haberlo devorado. Hasta que sus hambrientos rugidos vuelvan a obligarnos a darle algo de comer a cualquier precio antes que seguir soportándolos. Los hombres ven visiones o se vuelven locos cuando intentan negar a la bestia en toda su potencia, incluso cuando el cenit de su fuerza hace tiempo quedó atrás y en lugar de buenos pedazos de carne bastan unos huesos para hacerla callar.

Es la mayor de cinco hermanos traídos al mundo por una humilde pareja llegada a este lugar de La Mancha cuando todos ya habían visto la luz. Pocos años pasaron hasta que la innombrable enfermedad se llevó a la madre tras una crudelísima agonía. El trabajo del padre no le permitía más que pasar los fines de semana en casa, y no todos. No había más familia a la que recurrir, no al menos de forma permanente. Y ella, apenas una adolescente, tuvo que hacerse cargo de la casa con la ayuda de uno de sus hermanos. Pero el fuego de la juventud no lo apaga ni un océano embravecido. Y en orgullosa respuesta se lanzó a él con toda la rabia propia de quien siente haber sido estafado por una comunidad de idiotas.

Se casó pronto y no tardó en ser madre. Trabajaba de lo que fuera y seguía divirtiéndose cuanto podía. Vino otra hija y decidió que dos eran suficientes. Habitaban al otro lado de la carretera, cerca del polígono industrial, en el barrio donde habían colocado a los etnianos. Salieron adelante. La hija mayor no tardó en quedarse preñada y marchó para Madrid. La pequeña creció, siguió estudiando y este curso ha empezado la Universidad..

Un mediodía, hará un par de años, llegó al bar con la hermana pequeña, una mujer muy diferente a ella aún habiendo recorrido parecidos caminos. No era raro verlas juntas aunque tampoco lo sea verlas separadas. La hermana mayor y la hermana pequeña. Caracteres fuertes. Cosas entre hermanas.

Estaba esplendorosa. Yo la había visto así de arreglada otras veces pero me chocó al ser de mañana. Iba vestida como para una fiesta. Lo dije y ella rió con las mismas ganas de siempre. Se fueron. Luego me enteré por su hermana que esa mañana habían ido al hospital a una revisión de algo que le habían encontrado en el útero, algo parecido a lo que les arrebató a su joven madre. Algunas semanas después supe que había dado negativo. Me contó que había pasado unos días muy malos.

La última vez que la vi con su marido fue a finales del año pasado, antes de la Navidad. Llegaron al bar a eso de las tres y media, poco antes de mi marcha. Ella tan estupenda como siempre que sale a tomar algo. Pidieron café y una copa. Los vi muy acaramelados, más que de costumbre. Esa tarde había ternura en las caricias que frente con frente se prodigaban entre palabras musitadas. Fue bonito de ver.

Ayer vino al bar en compañía de un tío que no conocía, algo que tampoco me sorprendió demasiado porque a veces vienen amigos de fuera para pasar unos días con ellos. Pidieron café y ella se quitó el abrigo: estaba para comérsela. Se rió al oírmelo decir con otras palabras. Y enseguida me dijo:

- ¿No te has enterado, Kufisto?
- ¿De qué?

Calló y se quedó mirándome con fijeza.

- ¿De verdad que no te has enterado?
- No, ¿de qué?

Sonrió al ver que no mentía. Kufisto y su nube. Kufisto, el que fuera del bar no se baja de su nube.

- Me he separado.

Se ha separado. La última vez que la vi con su marido estuve asistiendo a una especie de adiós entre dos personas que se habían amado durante treinta años.

Ella todavía tiene hambre de vida. Lo lleva en la sangre, en los genes, en las células que uno nunca sabe cuando empezarán a creer que dos por dos es igual a cero.


Y no seré yo quien la llame fruta.
 

Clavisto

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Salí del bar para darle el pésame por la reciente muerte de su anciana madre. Me había parecido al pasar que era ella quien estaba sentada en la terraza con una pareja que reconocí de otras veces como amigos suyos. Dudé un poco al empezar a hablar, como uno que se ha equivocado de persona, tan distinta me pareció de cerca. No entendió bien mis palabras de condolencia, algo que por un instante me aterró ante la posibilidad de estar metiendo la pata. Pero sí, era ella. Le conté que me había enterado por su hijo mayor, un buen amigo que bastante emocionado se pasó por el bar tras la inhumación. También le dije que recordaba con mucho cariño a su madre de cuando hace muchos años iba al viejo bar en compañía de otras viudas. Resaltaba entre todas ellas por la dulzura de su perenne sonrisa, más aún entre los duros rostros de algunas de ellas. Vi la emoción en sus ojos, a punto de verter lágrimas, y me lo agradeció tan de corazón como yo se lo había dicho. Me habló de los unidos que habían estado nieto y abuela, hasta el punto de haber sido ella quien lo crió. Por primera vez en la vida noté que me miraba de una forma distinta.

Franco había muerto apenas dos años antes cuando se quedó embarazada sin estar casada. Y para más inri el padre, que encima era de otro pueblo, se desentendió por completo. En un pueblo manchego de finales de los setenta aquello debió de ser un infierno. Hasta mucho tiempo después ver a una mujer en un bar sin la compañía de su marido fue algo inimaginable. Se fue a Madrid como tantas otras habían hecho antes que ella sin haber caído en semejante castigo. Y de las que yo conozco ninguna ha regresado más que para lo absolutamente imprescindible. Pero ella lo hizo, esta vez casada con un hombre de posibles y ya madre de su segundo y último hijo. Con todo y con eso la dureza en su rostro por el trato recibido quedó fijada para siempre aunque los tiempos y costumbres fuesen cambiando poco a poco hasta alcanzar la aceleración actual con la que tan incómodos se sienten los últimos guardianes de la vieja moral a los que ya ni sus viejos sacerdotes hacen demasiado caso. Y para decepción suya ni repruebo reciben de vuelta, sólo indiferencia.

Pero ha sido necesario el sentido pésame por la muerte de su madre para que ella no viese en mi a mi padre, a su padre, a todos los padres y todas las madres casados a fuego por la Santa Madre Iglesia ante la muda y cabizbaja presencia de Cristo crucificado.

Y yo en ella a una mujer que es una buena explicación a tantos malos entendidos heredados.
 

Clavisto

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Primero echar gasolina al coche, después una breve parada en el Lidl y por último la pequeña pero impostergable compra para el bar en el mayorista.

Otra mañana había pasado sin dejar apenas huella. La viejecilla, según su cuidadora, empieza a desvariar un poco; hoy, sin ir más lejos, se había levantado convencida de su marcha a Francia con su hija y le había encargado que nos despidiese a todos de su parte, "a esos chicos tan buenos que quiero tanto como si fuesen de mi familia"; ya en el bar, con el desayuno delante y olvidada aquella idea no había parado de hablar de la Guerra Civil. La hija viene a verla desde Francia, eso es cierto, pero eso será dentro de unos días y no para llevársela con ella, algo que se reserva para un par de meses en el verano. Quizá la viejecilla siente que el sol va recibiéndola cada día más alto y cree que el verano ha vuelto. El otro día me habló de su tierra cántabra tan diferente a la manchega y que tanto añora. Su hijo la riñó al oírla cuando vino para recogerla. Se ve que es un pensamiento recurrente de la madre.

Gonzalo hizo acto de presencia a eso de las tres con una cámara fotográfica colgada del cuello. Hoy parecía tranquilo pero volví a ponerle el café descafeinado. Estábamos solos y empezó a enseñarme en el visor las fotografías que había realizado durante su paseo matinal. Sin coche desde hace unos días por culpa de "un menso mecánico", se ha visto obligado a aparcar las salidas al campo que tanto bien le hacen por renqueantes paseos en el pueblo: la parte vieja, las fachadas de las iglesias, algunas estatuas, escudos heráldicos y todo lo demás. También había tenido tiempo para fotografiar el centro, la calle comercial, un kiosko de la ONCE y algunas mesas de terraza con las vacías consumiciones todavía esperando a ser recogidas, cosa que me hizo gracia al pensar en el camarero que habría podido verlo. En muchas de ellas se veía en el centro una pequeña esfera de color a la que otorgaba una significación que iba más allá de mi sugerencia de que se tratara de una simple refracción de la luz sobre el objetivo, razón que no le terminó de convencer alegando algo que no entendí. Por último me mostró una magnífica imagen del sol tomada en las afueras, un centradísimo primer plano que alabé de corazón. Y entonces caí en la cuenta de que el sol estaba presente en la práctica totalidad de la fotografías que había tomado, hasta en las de las mesas. Quizá de manera inconsciente, quien sabe, sus extraños encuadres buscaban al sol que siempre le espera en el campo. Luego me preguntó por lo que había comido. Se lo dije y le devolví la pregunta. No se acordó en un primer momento, pero después de pensarlo un rato me dijo con la sonrisa propia de un niño que ha cometido una travesura que tras la habitual menestra de verduras cocinada por su madre se había "zampado" un pequeño bocadillo de salchichón que le había sabido a gloria.

La tarde era espléndida cuando salí de fría la sombra del bar. Subí al coche y conduje hasta la gasolinera de mi amigo, donde me atendió un nuevo empleado. El sol pegaba de frente en lo alto del parabrisas pero no bajé la visera. Era agradable. No cegaba. Me entró sueño. Ayer volví a dormir mal. Son raras las noches en las que el sueño te permite recuperar el desgaste. Todavía hay días en los que necesito un pequeño bocadillo de salchichón.

También en el Lidl fue la cosa tan rápida como en la gasolinera. También allí voy por un sólo producto, uno no muy popular y en tal cantidad que siempre sorprende a las cajeras. El invierno habrá acabado cuando vea a otra chica que se sorprenda.

Tuve que esperar un poco en el mayorista localizado un poco más adelante de la carretera. Aparqué y miré el reloj del coche. Diez minutos. Todo había ido tan rápido que sobraba tiempo.

El sol se quedó esta vez en una esquina del encuadre, sobre mi mejilla, en mi pecho, como solía hacerlo la mujer de esta última noche cuya imagen me despertó del sueño mucho antes de que sonara ningún despertador.

No oigo respuesta alguna de nadie que haya amado cuando les veo mientras duermo. Todos callan. El resto es ir de un sitio a otro entre voces pronunciadas por caras extrañas y absurdos laberintos que me desesperan. Y cuando vuelvo a reencontrarme con alguien, callan. A veces sonríen, otras quedan serios. Pero nadie me dice nada. Y se desvanecen abandonándome en el laberinto.

Largos se hicieron esos diez minutos de espera. Cogí el móvil para mirar cualquier cosa cuando sólo habían pasado dos. En un foro de opinión alguien afirmaba saberlo todo sobre Metallica. Fui pasando páginas entre frecuentes miradas al retrovisor hasta que por fin abrieron la puerta.

Dejé la compra en el bar. La tarde todavía era esplendida. Tan sólo habían pasado treinta minutos y tenía tiempo para salir a ella. Quizá toda una hora, puede que más. Tengo la sensación que este año el sol se va más tarde.

Pero al llegar a casa decidí que no necesitaba más de él para hacer otro pequeño bocadillo de salchichón.


Que le hinque el diente quien no recuerde quien fui.
 

Clavisto

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La última hora en el bar siempre es la más larga. Solo y con todo recogido no hay más que esperar al cambio de turno. Lías un cigarrillo sin encenderlo y todavía no te echas una cerveza. Coges el móvil, lees algo y vuelves a dejarlo junto a la cafetera. Vas a miccionar sin ganas y en el espejo del lavabo encuentras arrugas alrededor de la nuez. Las ojeras dejaron de contar hace tiempo, como las canas encima de las orejas y la pérdida de pelo. Levantas la cabeza, estiras el cuello y las arrugas se van. La verdad es que no estás tan mal con esa barba de dos días. Mañana empezará a ponerse blanca y habrá que afeitarla. Son casi cincuenta años después de todo. Estás de querida madre pero es casi medio siglo.

Te sientes cansado y cambias la música. Pones a Led Zeppelin. Enciendes el cigarrillo mirando de reojo la puerta de entrada desde la cocina. Lo dejas en el cenicero tras darle cuatro caladas y sales a la barra. Otra vez el móvil y otra vez lo dejas. Miras la vitrina y sólo ves tu nuez. Sales a la puerta y hace frío. Empieza a sonar "Rock and roll" y entras y te sirves una cerveza que al segundo trago ya alivia los dolores musculares del mal dormir por el exceso de entrenamiento. Jamás en la vida he tenido el cuerpo que ahora tengo.

Son casi las cuatro cuando desde el ventanal veo a un tío con un perrazo bajando la avenida por la acera de enfrente. Creo que lo conozco pero está demasiado lejos para mis ojos. Voy a la cocina y fumo algo más. Oigo un vozarrón en la puerta y es él con su perrazo. "Café y gintonic, Kufisto" Me echo otra cerveza y pertrechado de abrigo, bufanda y gorro ante el cercano fin de la jornada salgo también con ella en la bandeja hacia una de las dos mesas altas que tenemos fuera.

Alabo el enorme perro, un pastor alemán de seis años que lo menos pesará cincuenta kilos. Me extraña verlo con él a esas horas y se lo digo. Responde que esta mañana ha tenido que llevar a la madre al cementerio entre un frío estremecedor. Hablamos del tiempo. Nosotros. Nosotros dos. Hablando del tiempo.

Mi hermano llega y yo me voy tras acabarme la tercera cerveza en dos rápidos tragos.

- Nos vemos, Alka.
- Cuídate, Kufisto.

Bajo la avenida pasando la rotonda y tomo el siguiente cruce hacia la izquierda. En el garito de la yugoslava y sus camareras veo a un par de puretas desastrados fumando en la puerta botellín en mano.


Y la puerta de la cochera comunitaria va deslizándose sobre su eje.


Se hizo largo.
 

propileos

Madmaxista
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29.010
Tengo que pegar la cronica de la BUNDESLIGA de hoy domingo porque querido líder no me deja pegarla en el hilo del equipo.
Me da ese error que comienza con 12, creo que te salta cuando intentas postear con un post tuyo delante.


Bueno ya termino la jornada del domingo en la BUNDESLIGA, malas noticias porque quedamos en la posicion 9 y por tanto descendemos a la division 9, no se si tendra algun significado cabalistico esto.
Estabamos 16 jugando, la mayoria activos, gracias a todos por apoyar al equipo.
El equipo esta en pre-uci, necesitamos ayuda.
Si alguien tiene alguna idea para resucitar esto que la exponga.
Bueno pego el resultado final, el jueves seguiremos ahi.