Una historia de pateras y servicios secretos (IV) 13/07/2019

santi

Madmaxista
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pronto a unos cuatro o cinco pasos de nosotros un tipo de estatura media, con pelo rizado oscuro más largo por la nuca, vestido de ropa deportiva y con un punzón de unos cinco centímetros en la mano derecha apuntándonos a la cara. Nos llamó “payos” y nos dijo que le diéramos todo el dinero y los pelucos.

Deslicé mi mano bajo la cazadora, liberé la presilla de la funda y sujeté la empuñadura de mi arma.

.- ¿Tú nos has visto bien, escombro? – Le dije sin levantar la voz. – Te das media vuelta y desapareces por esa esquina o te juro que no sales entero de esta calle.

El tipo se quedó helado por un momento, pero se sobrepuso. Quizás pensó que yo era un poco fantasma y que, al fin y al cabo, el punzón lo tenía él. Se adelantó un paso con el brazo extendido. Saqué el hierro, lo monté y le apunté al pecho. Debió saber que el arma no era una réplica, porque soltó inmediatamente el pincho y levantó las manos a la altura de la cabeza. Le puse el arma en la entrepierna.

.- Esto se acabó – le advertí – Tú decides si te reviento aquí mismo o te largas.

Pero al tío todavía le quedaban arrestos para tratar de no arrastrar su prestigio por los suelos. Temblaba ligeramente, mirando de reojo a mi compañero, que también había sacado el hierro y buscaba con la mirada el pincho que llevaba este petulante, y me dijo, tratando de disimular su temor.

.- Vosotros no sabéis quien soy yo. – Temblaba – Yo soy de los Pizarro, fulastres. Esto os va a costar la vida. No sabéis quien soy…

Hablaba casi gimiendo. No me dio tiempo a darle el guantazo que se merecía. Mi amigo había cogido el pincho del suelo. Se acercaba guardando el arma en la funda. Con rapidez, agarró el punzón con la mano izquierda y se lo clavó al chori en la nalga derecha hasta la empuñadura de madera. El dolor debía ser intenso, pero el muy petulante no acertaba ni a chillar. Se le saltaban las lágrimas y gemía, temblando más que antes. Parecía al borde de un desmayo. Sudaba como pocas veces he visto sudar a nadie. Le agarré del cuello de la camiseta y le zarandeé un poco para que me prestase atención, porque no apartaba sus ojos del rostro de mi amigo, que ni se inmutaba.

.- Mírame, escombro – se estaba orinando encima. Las perneras del chándal le goteaban formando un charquito en la acera. Pero en su herida solo se veía una pequeña mancha roja bajo el pincho cuya empuñadura contenía la hemorragia. – Ahora sales a la Rambla Vella y cruzas a urgencias de Santa Tecla. Cuando te pregunten qué te ha pasado para escribirlo en el parte que recogerá la pasma les dices que te sentaste encima, que eres faquir o lo que se te ocurra. Pero si te vuelvo a ver por la calle por mis muertos que te meto dos clavos en el esqueleto. ¿Entendido?

Asintió temblando y gimiendo. El tío aguantaba de pie, pero estaba muy pálido. Le devolví la cartera que le había quitado del bolsillo del pecho. Le enseñé su DNI y me lo guardé.

.- Te dije que no saldrías entero de esta calle. Da gracias a que mi amigo se ha conformado con esto y no te vas con algo roto. Desfilando, Pizarro.

Se alejó gimiendo y caminando a pasitos cortos, con el pantalón goteando y el punzón clavado en el trastero. Era como un hombre con mango.

.- Venga, Pizarro – le soltó mi compañero con tono tranquilo – a conquistar el Perú.

Mi amigo, en las ocasiones solemnes, no podía evitar añadir la frase del día. Cuando el Pizarro doliente desapareció titubeando por la esquina, salió Musta del portal. No era un tío filtro. No había salido antes porque no quería que el yonki fulastre le viera con nosotros.