Un amanecer en la Málaga de 1693

El Juani

Madmaxista
Desde
7 Abr 2011
Mensajes
3.693
Reputación
9.574
Lugar
Málaga
Un amanecer en la Málaga de 1693

Francisco Cabrera Pablos



Málaga amanece. La ciudad se despereza lentamente en el calor del verano. Un jaloque suave relaja el terral que ya hacía días nos visitaba desde el norte. Los guardias de la Puerta Nueva abren los portones a quienes llegan pronto desde la vega con sus reatas de mulos cargados de frutas y verduras. Los porteros de la del Mar hacen lo propio a los pocos madrugadores que se dirigen a los muelles a la búsqueda del trapicheo que siempre hay en una ciudad portuaria como la nuestra.


Imagen idealizada de la Catedral / FRANCIS CARTER. BIBLIOTECA NACIONAL
Los canónigos de la Santa Iglesia Catedral preparan el ceremonial litúrgico que precede a la misa dominical, misa que presidirá el señor deán por ausencia del recién nombrado obispo de Málaga don Bartolomé de Espejo y de Cisneros, que aún se halla en la Villa y Corte de Madrid reponiéndose de unas tercianas.




«Vista de Málaga» / J. CHÈREAU. BIBLIOTHÈQUE ROYALE ALBERT I. BRUXELLES.
Mientras tanto, en el horizonte marino, casi de amanecida, se dibujan unas velas. A medida que se levanta la bruma de la mañana se antojan muy numerosas. Aprovechando el barlovento que desde levante les sopla traen rumbo hacia esta bahía, según dicen los que saben del «arte de marear» que, en una ciudad portuaria como la nuestra, no son pocos.

Corre el año del Señor de mil y seiscientos y noventa y tres. Un domingo diecinueve de julio, para ser más exactos.



Grabado de Málaga.

Grabado de Málaga. / «CIVITATES ORBIS TERRARUM». J. HOEFNAGEL, G. BRAUN Y F. HOGENBERG
Los primeros malagueños, apenas despiertos, se asoman a los muros del Castillo de los Genoveses, a los muelles y a las playas cercanas para ver el espectáculo de un inusual horizonte marino repleto de barcos. Los rumores se extienden como la pólvora por un caserío todavía adormilado por lo temprano de la hora. Los más entendidos afirman que son navíos de guerra franceses por lo que dicen sus banderas.

Entonces, el temor aumenta ante estas noticias que corren por los mentideros y las esquinas de una Málaga adormecida en una mañana de domingo que se anunciaba tediosa y aburrida por el calor del verano.

Sí. Preocupación es lo que en todos se aprecia. Aún se recuerdan las reclamaciones de Luis XIV de Francia a la corona española, ante el impago de la dote prometida de María Teresa de Austria: una dote de 500 000 escudos de oro que nunca fue satisfecha. Ella, infanta de España por su padre Felipe IV; y reina de Francia desde 1660 por su matrimonio con el Rey Sol. Una reina, por cierto, fallecida en 1683, diez años antes del suceso que aquí narramos y que, por lo tanto, ya nada podía hacer para mitigar el insaciable apetito del francés hacia unos territorios españoles que contaban con tan pocos medios de defensa.

La alarma se va extendiendo poco a poco por una ciudad inquieta a medida que levanta la mañana y los barcos, aún lejos, se acercan a esta bahía empujados lentamente por una suave brisa del sureste.

Don Félix de Marimón y de Tord, marqués de Serdañola y su gobernador desde el pasado diciembre de 1692, convoca urgentemente una Junta de Guerra. Mientras se reúne, ordena a los capitanes formar a las milicias en sus puestos y abriendo la armería se distribuyen mosquetes, municiones y pólvora entre los inexpertos y asustados vecinos.

A un tiempo, envía recado al capitán general de la Costa y Reino de Granada. Un recado que casi suena a súplica: «Sepa V.E. que los soldados con los que cuento ni tienen disciplina, ni obediencia, ni han visto nunca las armas, con cuya impericia están con grandes miedos y no hay forma de reducirles al manejo del mosquete y arcabuz, siendo muy pocos los que se quedan en las trincheras y no huyen en la noche desde las compañías a sus casas».



Carlos II.

Carlos II. / LUCA GIORDANO. MUSEO DEL PRADO
En esa misma mañana de domingo, un correo urgente sale a uña de caballo camino de Madrid. Lleva una angustiosa carta dirigida a S.M. el Rey de las Españas don Carlos II de Habsburgo informándole de la ausencia casi absoluta de defensas en la ciudad de su gobierno; más allá de las fortalezas de Gibralfaro y Alcazaba, dotadas con pocos hombres y menos piezas.

Entre tanto, el Ayuntamiento, por medio de su alcalde, convoca una apremiante sesión extraordinaria y los porteros llevan recado a todos los concejales a sus casas para que, sin excusa alguna, se presenten al pleno convocado para las doce del mediodía en la sala capitular.

El cabildo eclesiástico, por su parte, terminada la dominical misa mayor, se reúne con presteza bajo la presidencia de su deán, don Francisco de Aranda y de Guzmán, a debatir si se envía la plata de las iglesias a los pueblos del interior para salvarla de la rapiña y el expolio de los enemigos del rey si llegaran a desembarcar. También acuerdan dispensar el voto de clausura a las monjas de los conventos, permitiéndoles dejar la seguridad de sus casas y buscar refugio en los cenobios más alejados de la Trinidad y en el de los Ángeles, en las afueras del caserío malagueño.

Entre tanto, las naves se acercan. Los barcos atracados en el puerto se hacen raudos a la vela buscando aguas más tranquilas antes de que sea tarde. Algunos lo consiguen, otros no. Los malagueños que pueden hacen lo propio y buscan refugio con sus familias en los caseríos y montes cercanos.

En la tarde de ese mismo domingo, los alcaldes de barrio organizan las patrullas que vigilan el trajín de las calles para mantener el orden en un río de gentes que huye enloquecida de una ciudad cada vez más asustada y desierta.

«Málaga. El barrio Perchel.»

«Málaga. El barrio Perchel.» / GEORGE VIVIAL. LIT. L. HAGHE. ARCHIVO DÍAZ DE ESCOVAR
Se abren trincheras en el barrio del Perchel y delante de la Puerta del Mar; al tiempo que las armas se distribuyen entre vecinos que poco tienen de soldados. Pasan las horas de un domingo extraordinariamente largo y, poco a poco, va cayendo la noche.

Y así, se vive y se padece en las calles y en las casas una actividad febril mientras que los buques de guerra, más de un centenar, con su velamen en muy de derechas, están ya anclados en la bahía malagueña. Las familias que no han podido huir, por no tener a dónde, aguardan atemorizadas donde pueden en una noche que se antoja extraordinariamente larga para los que se han quedado.

Pasan y pasan lentas e interminables las horas y, al fin, tras una desesperante vigilia comienza a clarear un nuevo día que para un pueblo asustado llega cargado de incertidumbres y de miedos.

Los malagueños más atrevidos se asoman imprudentes a los muros de una ciudad preocupada y desierta para ver en la amanecida de este lunes plomizo el espectáculo de una mar repleta de buques de guerra, como nunca antes aquí se había visto.




«Las evoluciones navales …». / ARCHIVO DEL MUSEO NAVAL DE MADRID
Las naves más cercanas forman ya en línea frente a este puerto, al tiempo que abren amenazantes las portas de sus costados, dejando ver a través de las troneras las bocas de sus cañones. El resto, más alejadas, maniobran a la búsqueda del suave barlovento que les sopla arrumbando hacia su sitio y a la espera de las órdenes que les llega desde la nave capitana.

Uno de los malagueños reclutados a la carrera, Antonio Sanjuán, el Manco —un veterano pescador que casi pierde un brazo por el bocado de un marrajo y que sirvió durante años en la Real Armada de S.M. —, explica a un aprendiz de carpintero que acaba de cumplir los 16, movilizado a la fuerza, como él, para servir una de las piezas del Torreón del Obispo:

—Fíjate, le dice, fíjate en los franchutes: los artilleros ya están encaramados en las mesas de guarnición, los cañones batiportados sobre sus cureñas y firmes en sus trincas y las portas de los barcos bien abiertas. Esto pinta mal muchacho, pinta muy mal.

Es entonces cuando, de la nave capitana, que se distingue por el gallardete de su palo mayor, se arría un bote a punto del mediodía que, con bandera blanca portada por un joven oficial francés, se dirige al muelle de la ciudad.

—Vienen a rendirse, murmura El Manco mientras se seca el sudor de un calor implacable. Y es que el veterano pescador, hasta en los momentos más difíciles y viendo lo que se les viene encima, se atreve a bromear para ocultar su miedo. El muchacho que a su lado mantiene el botafuego encendido, casi abrazado a uno de los tres cañones de a 24 que tiene la batería y pálido por lo que está viendo y viviendo, … ni siquiera le oye. ¡¡¡Poca defensa tres piezas, frente a las casi 3000 que les apuntan!!!


«Plaza de las Cuatro Calles.» / RUIZ-JUAN
Al poco, el oficial francés salta a tierra y camina desde el muelle escoltado por un capitán de milicias. Franquea la Puerta del Mar y por la intrincada red de callejuelas del viejo caserío islámico llega hasta la Plaza de las Cuatro Calles. Allí, entrega en mano al marqués de Serdañola, en la Casa Consistorial, las peticiones que el mariscal de Tourville, jefe de la flota enemiga, le dirige a modo de ultimátum: rendición total de la ciudad, entrega inmediata de los barcos holandeses surtos en el puerto y abastecimiento a su armada con 500 carneros y 150 vacas entre otras exigencias.

El gobernador malagueño, un veterano coronel de dragones curtido en mil batallas, se niega ante lo que sería una capitulación incondicional de la plaza y, además, los barcos holandeses son aliados de su Católica Majestad. La respuesta es definitiva: ¡¡¡Málaga no se rinde!!!

El oficial se retira, tras dedicar a don Félix, eso sí, una ceremoniosa reverencia muy al gusto de la versallesca moda francesa, antes de regresar a su buque. Pasan las horas, lentamente, de la tarde de un lunes amenazador y plomizo.

Y pasan y pasan hasta que, de nuevo, cae la noche y, en su silencio, el rumor que viene desde la mar acerca a un pueblo aterrado el repique del tambor que, en las naves francesas, a un paso de la toldilla, repiquetea sin descanso llamando a oficiales y marineros a zafarrancho de combate.

Se arrían las velas de los barcos que en algunos solo dejan la cangreja, el foque y la trinquetilla por si hay que ajustarse a la línea. Las autoridades militares dan las últimas órdenes: el ataque es inminente. Sin tropas profesionales, con pocas armas, sin medios y con un futuro incierto Málaga se estremece.

Disciplina de las Armadas y Escuadras de Mar»

Disciplina de las Armadas y Escuadras de Mar» / ARCHIVO DEL MUSEO NAVAL DE MADRID
Y se estremece con razón: a las 4 de la madrugada del martes 21 de un caluroso mes de julio la armada francesa abre fuego contra la indefensa ciudad. Los barcos holandeses son incendiados y hundidos junto a una saetía catalana que no se alejó lo bastante. Varias granadas caen en la Catedral causando algunos daños en sus muros y alcanzan a las viviendas de la fachada sur del caserío. Arden algunas casas. La gente huye aterrorizada en mitad de la noche sin saber muy bien a dónde, mientras que las bombas siguen cayendo y cayendo.

Al fin, a las 9 de la mañana, cesa el bombardeo. Los muertos y los heridos se confunden entre los escombros humeantes de las casas. Antonio Sanjuán y el joven aprendiz de carpintero yacen sin vida, medio enterrados por un amasijo de piedras y de hierros, en lo que queda de lo que fue una batería de a 24 en el Torreón del Obispo.

Al cabo de estas cinco horas interminables y finalizado el ataque, la nave capitana de la flota enemiga dirigida por el mariscal de Tourville manda un nuevo recado al gobernador malagueño presentando, una vez más, demandas inadmisibles para una ciudad que es súbdita de su rey. Tourville insiste; don Félix se niega.

Los cañones de las naves francesas continúan asomando amenazantes por las portas de los costados de los barcos y la brisa de la mañana trae el sonido inquietante y monocorde del repiqueteo del tambor que no cesa llamando a zafarrancho, mientras los fusileros franceses siguen vigilantes en las cofas y en las vergas apuntando a una ciudad indefensa.

Al final, tras horas y horas de negociaciones, de angustia y para evitar una matanza inútil entre civiles, el marqués de Serdañola arría su bandera, rinde la plaza y paga lo demandado a los franceses en víveres y abastecimientos como compensación de guerra; una guerra, por cierto, que no había sido declarada. Días después, la flota enemiga se hace a la vela y navega hacia levante camino de sus bases en Francia.

Apenas zarpa el último barco, don Félix de Marimón, gobernador de la ciudad, envía al Rey un pormenorizado informe en donde describe la caótica situación defensiva que aquí se padece en aquellos años finiseculares del Diecisiete: sin tropas profesionales, sin fortificaciones, con pocas armas y «sin murallado que la abrigue».

Mientras tanto, Málaga, poco a poco, se recupera no sin dificultad. Vuelven los que huyeron: los paisanos a sus casas, los de la milicia a sus empleos diarios, la plata a sus iglesias y las monjas a sus conventos.



Proyecto de fortificación de Málaga. Hércules Toreli.

Proyecto de fortificación de Málaga. Hércules Toreli. / ARCHIVO GENERAL DE SIMANCAS
Carlos II, último de los Austrias, reacciona al fin y envía al ingeniero de origen italiano Hércules Toreli con órdenes expresas de fortificar a la ciudad malagueña. En el proyecto que poco después nos dejó firmaba como «arquitecto, ingeniero, matemático y capitán de caballos». Nada menos. De todos los baluartes que propuso para la defensa de Málaga, solo el Castillo de San Lorenzo llegó a construirse en las playas de la ciudad, en un espacio que años después acogería a la entrañable Alameda malagueña.


El Castillo de San Lorenzo.» / RUIZ-JUAN (2020)
Un verano más; una historia más; una historia que se repetirá no pocas veces (bien es cierto que con desigual resultado) durante siglos, en los cuales nuestros mayores padecieron los insistentes ataques de las armadas enemigas y la presencia en estas aguas, siempre inquietante, de corsos y de piratas.

En resumen, Málaga resultó a lo largo de los tiempos una ciudad apetecida por tantas naciones extranjeras celosas de nuestra geoestratégica situación, nuestro clima, nuestra tierra y nuestra gente. Y así fue, según nos cuentan los documentos archivísticos, desde el principio de los tiempos, cuando las inquietas naves de audaces navegantes cananeos procedentes de las teocracias orientales comenzaron a escribir su historia, una historia apasionante y milenaria.
 
Yo de niño tenía algunos libros franceses sobre la navegación a vela, dirigidos al público juvenil. Muy bonitos y técnicamente muy correctos, por cierto.

velero.jpg

Pero echabas una mirada a las biografías de sus próceres, Jean Bart, que ni siquiera era francés, Tourville, que no tuvo una carrera tan destacada, y comparabas con los de España, Portugal, Inglaterra, y te dabas cuenta de que siempre han sido, son y serán, un pueblo de señores con peluca, medias con liga y tacones y eso en una batalla naval es muy poco práctico.

chevalier.png
 
Rectifico, en la batalla doble de Barfleur-La Hague (29 Mayo-4 Junio 1692) los gabachos estaban en inferioridad numérica porque el susodicho Tourville no concentró toda su flota, pero tuvo que atacar en desventaja porque tenía que seguir las directrices de Luis XIV de adoptar una postura agresiva ya que planeaba la oleada turística de Inglaterra y necesitaba dejar a la flota inglesa fuera de juego.

Esa guerra llamada de los Nueve Años, o de la Liga de Augsburgo, empezó en 1688 con un ataque francés a gran escala en Alemania que coincidió sospechosamente con el ataque turco a Viena, en ese momento Luis XIV ya era el personaje mas odiado en toda Europa. pero éstas acciones provocaron una oleada tal de indignación que se formó una gran coalición con prácticamente todos los estados relevantes de Europa en contra de Francia incluyendo Suecia que siempre había sido aliado de los gabachos.

Y por entonces es casi seguro que los ingleses ya tenían bastante clara su doctrina política del "equilibrio europeo" y no podían permitir una hegemonía francesa total en el continente,..por eso apoyaron las pretensiones de Guillermo de Orange al trono de Inglaterra y le abrieron las puertas del país porque con Jacobo II en el trono la guerra contra Francia era imposible.

Battles of Barfleur and La Hougue - Wikipedia

Guerra de los Nueve Años - Wikipedia, la enciclopedia libre
 
Volver