Que dice Vox que le chupéis el calabacín!

Malditos Bastardos

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TU BANDERA, NO LA MÍA

En el transcurso de la Guerra Civil los combatientes del bando sublevado llamaban a su bandera “Sangre y Pus”, mientras que los del lado republicano llamaban a la suya “Sangre, Pus y Permanganato” (permanganato de potasio, una sustancia utilizada como antiséptico y fungicida y que era de color morado). Sabían bien de lo que hablaban, puesto que eso era precisamente lo que encontraban los heridos que, día a día, tras las cruentas batallas, daban con sus huesos en los hospitales próximos al frente.
Es conocido el origen de la bandera rojigüalda: en el siglo XVIII el pabellón usado por la Armada Española, blanco con el escudo de la monarquía, se confundía a menudo con el francés, también blanco, o con el inglés, blanco con la cruz de San Jorge, ocasionando no pequeños malentendidos y problemas. Para resolverlos se planteó el cambio y se presentaron diversas opciones. El rey Carlos III se decidió por las bandas amarillas y rojas, tal vez pensando más en lo práctico que en la simbología. Pasó el tiempo y lo que empezó siendo bandera naval llegó, en tiempos de Isabel II, a enseña de la nación.
La efímera Primera República no tuvo tiempo más que para arrancar la corona del escudo partido de la bandera y la Restauración alfonsina la volvió a colocar en su sitio. Nada cambió.
Hasta que llegó el 14 de abril de 1931. Tras las elecciones municipales celebradas dos días antes, en las que las candidaturas republicanas ganaron en prácticamente todas las capitales de provincia (en los pueblos no, en los pueblos se votaba lo que mandaba el cacique), las calles se llenaron de banderas tricolor. La tricolor, usada desde tiempo atrás, tenía un decidido carácter integrador y así lo expresaba el decreto de la Presidencia del Gobierno Provisional de la República que, pocos días después, la adoptaba como enseña nacional. Asumiendo que el rojo y el amarillo representaban a la Corona de Aragón se añadía el morado, color de Castilla, y así estaban presentes en la bandera los símbolos de las dos grandes entidades históricas de cuya unión había surgido España. Poco importaba que el color tradicional de Castilla no fuera el morado, sino el rojo carmesí. La intención era buena.
Tras el levantamiento del 18 de julio de 1936 y con algunos titubeos iniciales, los alzados, entre los que militaban monárquicos tradicionalistas y alfonsinos, volvieron a enarbolar la rojigüalda y el enfrentamiento fratricida, inmisericorde, brutal y despiadado fue también un enfrentamiento de colores.
Terminó la guerra pero no hubo paz, ni piedad, ni perdón para los vencidos. Quienes se habían significado en favor de la República fueron perseguidos, humillados y castigados con un encono y un ensañamiento dignos de mejor causa. Y la bandera con la que habían arropado sus ideales fue igualmente escarnecida y se buscó extirparla para siempre de la memoria colectiva.
Pero algunos no olvidaron, no olvidamos. No olvidamos lo que la tricolor representó y lo que representa aún: un intento de regeneración política de un país asolado por siglos de oscurantismo, atraso y corrupción. Tampoco olvidamos a aquellos que dieron su vida defendiendo esa bandera roja, amarilla y morada, porque aún hoy sus restos yacen en tumbas sin nombre, en cunetas, en barrancos y simas, sin que sus descendientes puedan rendirles el homenaje que merecen. No es una cuestión de revancha ni de repruebo, sino de memoria y reparación.
Por eso no os sorprendáis si digo que cuando veo esa banderas rojigüaldas que muchos colgáis en vuestros balcones y en las fachadas de vuestras casas yo no siento ninguna emoción, si acaso indiferencia. No me molesta, pero la percibo ajena. Lo siento, pero es tu bandera, no la mía.

F. C. B., Carranque, Toledo, 28-4-2020.

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Esto es cierto??
Lo es, lo he comprobado antes.