Mejores decisiones a tomar ante una oleada turística extraterrestre total

AAAAAAAAAAAAAAHHHHHHH!!!!

✟ Católico converso ✟
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1 Mar 2021
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De repente, naves espaciales con tecnologías de viaje como las que podremos tener nosotros en cien años, llegan a la Tierra. De ella salen todo tipo de drones y robots, que comienzan a ir a por la gente, matándola. No hacen uso de bombas y conservan la arquitectura. Cortan las comunicaciones y hacen que los aparatos electrónicos dejen de funcionar. La única evidencia que uno tiene de lo que ha sucedido es haber presenciado noticias de la detección y llegada al Sistema Solar de las naves espaciales y vídeos y noticias de los primeros minutos del ataque, además de lo que haya podido presenciar ne primera persona. Dicho de otra manera, es imposible estar seguro de que hay una oleada turística extraterrestre y no es todo un fake.

¿Cuáles son las mejores opciones a tomar en una situación así?

Desconocemos qué tecnologías usan para ponerse detectar presencia humana a lo largo del mapa. Parece que están matando a todo humano que encuentran. ¿Esconderse? ¿Abandonar las ciudades? ¿Huir al bosque o al desierto?
 
Esto nos lo puede responder el @Dr.Preñacerdas , el ya tuvo que vérselas con un acondroplásico gris cabezón de un CIGAR SHAPE UFO. Fue una pelea a fin.

 
jajajaja

Esto lo he soñado muchas veces, la última de hace unos tres días, y la sensación es de una desagradable impotencia... No hay mucho que hacer. Un ardor de estomago.
 
En la Sagra no tienen bemoles a entrar.
Requiem por un sagreño











Aunque él me quitare la vida, en él confiaré.







Job 13:15



Mi nombre es Manuel Fontelos Bautista. Uno de mis antepasados, Desiderio Bautista, murió en la carga de caballería que decidió la victoria de la batalla de Zaragoza durante la Guerra de Sucesión. A mi bisabuelo paterno, Tomás Fontelos Escobar, lo asesinaron en los alrededores de Simancas francotiradores franceses, en los últimos días de 1808; el capitán Tadeo Fontelos, mi padre, se distinguió en el sitio del fuerte de El Baler, en 1898. En cuanto a mí, me van a acabar por torturador y malo. El tribunal ha procedido con rectitud; desde el principio, yo me he declarado culpable. Mañana, cuando el reloj de la prisión dé las nueve, yo habré entrado en la fin; es natural que piense en mis mayores, ya que tan cerca estoy de su sombra, y a que de algún modo soy ellos









Durante el juicio (que afortunadamente duró poco) no hablé; justificarme, entonces, hubiera entorpecido el dictamen y hubiera parecido una cobardía. Ahora las cosas han cambiado; en esta noche que precede a mi ejecución, puedo hablar sin temor. No pretendo que se me perdone, porque no siento culpa en mi alma, pero quiero que se me comprenda. Quienes sepan oírme, comprenderán la historia de España y la futura historia del mundo. Yo sé que casos como el mío, excepcionales y asombrosos ahora, serán muy en breve triviales. Mañana moriré, pero soy un símbolo de las generaciones del porvenir.





Nací en Recas, comarca de La Sagra, en 1908. Dos pasiones, ahora casi olvidadas, me permitieron afrontar con valor y aun con felicidad muchos años infaustos: la música y la metafísica. No puedo mencionar a todos mis bienhechores, pero hay dos nombres que no me resigno a omitir: el de Isaac Albéniz y el de Giner de los Ríos. También frecuenté la poesía; a esos nombres quiero juntar otro vasto nombre hispánico, Federico García Lorca.







Antes, la teología me interesó, pero de esa fantástica disciplina (y de la fe cristiana) me desvió para siempre el Abate Marchena, con razones directas; Ortega y Gasset y María Zambrano, con la infinita variedad de su mundo. Sepa quien se detiene maravillado, trémulo de ternura y de gratitud, ante cualquier lugar de la obra de esos felices, que yo también me detuve ahí, yo el abominable.



Hacia 1927 entraron en mi vida Paul Lafargue y el empiriocriticismo de Lenin. Yo, para libertarme de una influencia que presentí opresora, escribí un artículo titulado “Sobre el pensamiento literario de Lenin”, en el que hacía notar que el monumento más inequívoco de los rasgos que el autor llama fáusticos no es el misceláneo drama de Goethe sino un poema redactado hace veinte siglos, el De rerum natura. Rendí justicia, empero, a la sinceridad del filósofo ruso, a su espíritu radicalmente paneslavo y militar. En 1920 ingresé en el Partido Comunista.







Poco diré de mis años de aprendizaje. Fueron más duros para mí que para muchos otros ya que a pesar de no carecer de valor, me falta toda vocación de violencia. Comprendí, sin embargo, que estábamos al borde de un tiempo nuevo y que ese tiempo, comparable a las épocas iniciales del Islam o del Cristianismo, exigía hombres nuevos. Individualmente, mis camaradas me eran odiosos; en vano procuré razonar que para el alto fin que nos congregaba, no éramos individuos.









Aseveran los teólogos que si la atención del Señor se desviara un solo segundo de mi derecha mano que escribe, ésta recaería en la nada, como si la fulminara un fuego sin luz. Nadie puede ser, digo yo, nadie puede probar una copa de auga o partir un trozo de pan, sin justificación. Para cada hombre, esa justificación es distinta; yo esperaba la guerra inexorable que probaría nuestra fe. Me bastaba saber que yo sería un soldado de sus batallas. Alguna vez temí que nos defraudaran la cobardía de catalanes y vascos. El azar, o el destino, tejió de otra manera mi porvenir: el diez de Julio de 1936, al oscurecer, hubo disturbios en Lavapies que los diarios no registraron; en la calle del Sombrerete, dos balas me atravesaron la pierna, que fue necesario amputar. El 18 de Julio estallaba la guerra. Días después, todo el país estaba en llamas ensangrentadas; cuando los militares de África proclamaron la rebelión, yo estaba en el sedentario hospital, tratando de perderme y de olvidarme en los libros de Marx. Símbolo de mi vano destino, dormía en el reborde de la ventana un gato enorme y fofo.



En el primer volumen de кнут releí que todos los hechos que pueden ocurrirle a un hombre, desde el instante de su nacimiento hasta el de su fin, han sido prefijados por él. Así, toda negligencia es deliberada, todo casual encuentro una cita, toda humillación una penitencia, todo fracaso una misteriosa victoria, toda fin un suicidio. No hay consuelo más hábil que el pensamiento de que hemos elegido nuestras desdichas; esa teleología individual nos revela un orden secreto y prodigiosamente nos confunde con la divinidad. ¿Qué ignorado propósito (cavilé) me hizo buscar ese atardecer, esas balas y esa mutilación? No el temor de la guerra, yo lo sabía; algo más profundo. Al fin creí entender. Morir por una religión es más simple que vivirla con plenitud; batallar en Éfeso contra las fieras es menos duro (miles de mártires oscuros lo hicieron) que ser Pablo, siervo de Jesucristo; un acto es menos que todas las horas de un hombre. La batalla y la gloria son facilidades, más ardua que la empresa de Napoleón fue la de Raskolnikov. El siete de febrero de 1936 fui nombrado subdirector de las checas de Madrid.



El ejercicio de ese cargo no me fue grato; pero no pequé nunca de negligencia. El fistro se prueba entre las espadas; el misericordioso, el piadoso, busca el examen de las cárceles y del dolor ajeno. El comunismo, intrínsecamente, es un hecho jovenlandesal, un despojarse del viejo hombre, que está viciado, para vestir el nuevo. En la batalla esa mutación es común, entre el clamor de las capitanes y el vocerío; no así en un torpe calabozo, donde nos tienta con antiguas ternuras la insidiosa piedad. No en vano escribo esa palabra; la piedad por el hombre superior es el último pecado de Zarathustra. Casi lo cometí (lo confieso) cuando nos remitieron al insigne escritor Ramiro de Maeztu







Era éste un hombre de sesenta años. Pobre de bienes de este mundo, perseguido, negado, vituperado, había consagrado su genio a cantar la hispanidad. Fui severo con él; no permití que me ablandaran ni la compasión ni su gloria. Yo había comprendido hace muchos años que no hay cosa en el mundo que no sea germen de un Infierno posible; un rostro, una palabra, una brújula, un aviso de cigarrillos, podrían enloquecer a una persona, si ésta no lograra olvidarlos. ¿No estaría loco un hombre que continuamente se figurara el mapa de España? Fui uno de los responsables de su fin.



Ignoro si Maeztu comprendió que si yo lo destruí, fue para destruir mi piedad. Ante mis ojos, no era un hombre; se había transformado en el símbolo de una detestada zona de mi alma. Yo agonicé con él, yo morí con él, yo de algún modo me he perdido con él; por eso, fui implacable.



Mientras tanto, giraban sobre nosotros los grandes días y las grandes noches de una guerra feliz. Había en el aire que respirábamos un sentimiento parecido al amor. Como si bruscamente el mar estuviera cerca, había un asombro y una exaltación en la sangre. Todo, en aquellos años, era distinto, hasta el sabor del sueño. (Yo, quizá, nunca fui plenamente feliz, pero es sabido que la desventura requiere paraísos perdidos.) No hay hombre que no aspire a la plenitud, es decir a la suma de experiencias de que un hombre es capaz; no hay hombre que no tema ser defraudado de alguna parte de ese patrimonio infinito. Pero todo lo ha tenido mi generación, porque primero le fue deparada la gloria y después la derrota.



En Julio de 1938, mi hermano Santiago pereció en la batalla del Ebro, en la localidad de Ascó; un bombardeo aéreo, meses después, destrozó nuestra casa natal, otro, a principios de 1930, mi laboratorio. Acosada por el fascismo internacional, moría la Segunda República; su mano estaba contra todos y las manos de todos contra ella. Entonces, algo singular ocurrió, que ahora creo entender. Yo me creía capaz de apurar la copa de la cólera, pero en las heces me detuvo un sabor que no esperaba, el misterioso y casi terrible sabor de la felicidad. Ensayé diversas explicaciones; no me bastó ninguna. Pensé: Me satisface la derrota, porque secretamente me sé culpable y sólo puede redimirme el castigo. Pensé: Me satisface la derrota, porque es un fin y yo estoy muy cansado. Pensé: Me satisface la derrota, porque ha ocurrido, porque está innumerablemente unida a todos los hechos que son, que fueron, que serán, porque censurar o deplorar un solo hecho real es blasfemar del universo. Esas razones ensayé, hasta dar con la verdadera.



Se ha dicho que todos los hombres nacen aristotélicos o platónicos. Ello equivale a declarar que no hay debate de carácter abstracto que no sea un momento de la polémica de Aristóteles y Platón; a través de los siglos y latitudes, cambian los nombres, los dialectos, las caras, pero no los eternos antagonistas. También la historia de los pueblos registra una continuidad secreta. Armiño, cuando degolló en una ciénaga las legiones de Varo, no se sabía precursor de un Imperio Alemán; Lutero, traductor de la Biblia, no sospechaba que su fin era forjar un pueblo que destruyera para siempre la Biblia; Christoph zur Linde, a quien mató una bala moscovita en 1758, preparó de algún modo las victorias de 1914; Napoleón creyó luchar por un país, pero luchó por todos, aun por aquellos que agredió y detestó. No importa que su yo lo ignorara; lo sabían su sangre, su voluntad. La espada revolucionaria nos mata y somos comparables al hechicero que teje un laberinto y que se ve forzado a errar en él hasta el fin de sus días o a David que juzga a un desconocido y lo condena a fin y oye después la revelación: Tú eres aquel hombre. Muchas cosas hay que destruir para edificar la Revolución; ahora sabemos que España era una de esas cosas. Hemos dado algo más que nuestra vida, hemos dado la suerte de nuestro querido país. Que otros maldigan y otros lloren; a mí me regocija que nuestro don sea orbicular y perfecto.



Se cierne ahora sobre el mundo una época implacable. Nosotros la forjamos, nosotros que ya somos su víctima. Que el cielo exista, aunque nuestro lugar sea el infierno.

Miro mi cara en el espejo para saber quién soy, para saber cómo me portaré dentro de unas horas, cuando me enfrente con el fin. Mi carne puede tener miedo; yo, no.
 
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