Líbano se levanta contra sus ‘emperadores’

BurbujoJibiri

Lonchafinista
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La mejor definición que obtuve del Líbano fue pronunciada por un activista democrático, Khoder Salameh, aún ojeroso tras haber sido puesto en libertad después de una noche en el calabozo por realizar una simple pintada. El Líbano es una dictadura descentralizada”, me dijo entre calada y calada, a pocos metros de la Seguridad General de Beirut. “En otros países hay un dictador. Aquí tenemos 18, uno por cada confesión religiosa, y cada uno de ellos tiene su propia fuerza militar”. Sus palabras regresan a mi cabeza en estos días en que los libaneses se han levantado contra su particular dictadura sectaria en un hito de unidad nacional sin precedentes. Esta vez lo importante no es la familia, ni la tribu, ni la secta. Tres décadas de sistema confesional en las cuales las mismas y corruptas dinastías políticas, encabezadas por los mismos líderes que ejercieron de criminales de guerra durante los años más oscuros, se perpetúan en el poder y han erosionado a una sociedad caracterizada por una resiliencia de proporciones pasmosas, acostumbrada a ser robada, expoliada, maltratada e incluso asesinada por sus políticos.

La última bofetada llegó en forma de impuesto: un clásico en el Líbano. Tras años de austeridad y penuria económica, con una endémica crisis de desempleo y trabajos de nefasta calidad, la grosera falta de oportunidades que lleva a todo aquel que puede permitírselo a pedir visados en cualquier otro lugar del planeta se sumó a la amenaza de devaluación de la libra libanesa, que provocó un aumento de precios del combustible y el pan. A eso añadamos los habituales cortes de luz y agua (en algunos lugares, la electricidad funciona tres horas por día), el peso de los refugiados de la guerra siria –al otro lado de la frontera– y una semana de fuegos forestales que tuvieron que ser sofocados por los vecinos ante la falta de medios del Estado. Pues bien, el Gobierno libanés se reunió hace una semana con este escenario y tuvo a bien aprobar un nuevo paquete de impuestos, que incluye una tasa sobre el uso de las redes sociales que obligaría a los libaneses (que ya padecen una de las tarifas más caras de telefonía móvil de todo Oriente Próximo) a pagar 20 céntimos por día por usar WhastApp. La vulgaridad de una medida destinada al saqueo y el solemne desdén de los representantes del pueblo por las necesidades de sus ciudadanos recorrió el país como una corriente eléctrica. La frustración alimenta el agravio y el agravio es el motor y el combustible que ha convertido la simple protesta inicial en un movimiento nacional que demuestra a los libaneses que hay vida más allá de su secta, de su tribu, de su confesión religiosa y de su ‘región’, como suelen referirse a sus barrios.

La revolución actual –desde el 17 de octubre cientos de miles de ciudadanos toman las calles cada día– es una hermandad de desesperados ciudadanos negados y despreciados, criaturas y abusadas por un sistema neoliberal donde unos pocos exprimen a la vastísima mayoría (muchos, desde las instituciones) para alimentar un avaricia insaciable. Una desigualdad que se acrecienta a medida que las dinastías hereditarias se perpetúan: como explicaba la economista libanesa Lydia Assouad, el 1% de la población controla el 25% de los ingresos nacionales, mientras que un 50% de la población tiene que subsistir con un 10%. Pero el miedo al otro que se heredó de la guerra civil, y que tan bien instrumentalizaron los líderes/criminales de guerra para crear redes de clientelismo que se perpetúan hoy en día, se ha ido diluyendo.

Los libaneses ya no esperan que sus políticos les salven –porque saben que solo se salvarán a sí mismos, a costa de la sangre de sus fieles–, solo les exigen decencia. Por eso toman las calles, porque encuentran en la fuerza de un conjunto amalgamado por frustraciones compartidas el valor que hasta ahora les faltaba. Por fin han entendido que el poder abusa de todos por igual. En las marchas caben chiíes y suníes, ortodoxos y drusos, maronitas y alauíes, laicos y religiosos. Cabe la señora que denuncia que con tantos impuestos ya no se puede inyectar botox, y el abuelo cansado de alimentar a sus hijos y nietos con su huerta porque ya no hay trabajo para nadie. Cabe la clase media, la clase baja y la clase media-alta, unidas por el hartazgo que implica buscar meritocracia y encontrar nepotismo y corrupción.

Esa fuerza está asustando a sus líderes: el jefe del Gobierno, Saad Hariri, ha dado marcha atrás con los impuestos y promete enmendarse, pero los manifestantes saben que sus palabras son papel mojado. Los diputados de las Falanges Cristianas han dimitido, el líder chií Hassan Nasrallah admite por primera vez que las protestas son espontáneas, él, un experto en ver manos negras imperialistas detrás de cualquier iniciativa social que le cuestione pero quienes toman las calles no quieren más palabras. Quieren hechos, quieren trabajo, quieren investigaciones que lleven a los corruptos a los tribunales, quieren servicios sociales eficaces y quieren que su clase política devuelva lo robado al país en los últimos 30 años. “Quien escucha los discursos de Hariri solo lo hace con la esperanza de oírle dimitir”, escribía estos días la escritora y defensora de derechos humanos libanesa Samah Hadid.

“Esto es una bola de nieve, parece difícil de parar”, me cuenta una amiga desde Beirut que lleva participando en las protestas desde el viernes. “Algo ha cambiado, y lo demuestran cosas como que, por primera vez en mi vida, mi hermana me acompaña en las manifestaciones. Somos de corrientes ideológicas diferentes, pero esto está por encima de afiliaciones”. Esto va de derechos básicos, de injusticias y abusos, de desposeídos hartos de ser asaltados por forajidos corruptos vestidos con caros trajes y vistosas corbatas que son recibidos en el mundo entero con alfombra roja y brindan con sus semejantes con caro champán francés. ¿Saben qué es lo más bonito de las manifestaciones? Para mí no son los DJ que amenizan las protestas imprimiéndoles carácter festivo, ni el decoro de personas capaces de aparcar el enfado que les lleva a las calles para cantar al unísono Baby Shark a un bebé asustado, ni las ocurrencias con forma de pancarta y consignas. Lo más bello es que solo veo ondear, en las fotos, la bandera nacional, y que esas marchas se hayan extendido como la pólvora de norte a sur, de este a oeste, donde antes no había protestas salvo que las organizase el partido de turno. Lo bonito es constatar que todos han superado el miedo inoculado durante décadas para defender sus derechos, que por fin los libaneses se levantan por el Líbano, esa entelequia tan bella y tan maltratada. Ahora, el emperador –esta dictadura descentralizada– está desnudo y el pueblo ya no tiene miedo de reírse de sus atributos.
 

Sigh

Madmaxista
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Chorradas. En Libano lo que ocurre es que estan intentando meter una revolucion como sea porque a los yankis y los israelies se les va la vida en el asunto. Y es que tras las ultimas elecciones surgio una especie de alianza entre sectores chiies, catolicos y apostolicos armenios, que hace temblar el tinglado suni que manejaba el pais a gusto de Israel y Arabia Saudi.