A
ARIEL BOLUDOVSKY
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Después de 23 años de nacionalismo conservador, Cataluña ha pasado a
ser gobernada por el nacionalismo de izquierdas. Nada sustantivo ha
cambiado. Baste con decir que el actual Gobierno ha fijado como su
principal tarea política la redacción de un nuevo Estatuto de
Autonomía. Muchos ciudadanos catalanes creemos que la decisión es
consecuencia de la incapacidad del Gobierno y de los partidos que lo
componen para enfrentarse a los problemas reales de los ciudadanos.
Como todas las ideologías que rinden culto a lo simbólico, el
nacionalismo confunde el análisis de los hechos con la adhesión a
principios abstractos. Todo parece indicar que, al elegir como
principal tarea política la redacción de un nuevo Estatuto para
Cataluña, lo simbólico ha desplazado, una vez más, a lo necesario.
La táctica desplegada durante más de dos décadas por el nacionalismo
pujolista -en la que hoy insiste el tripartito- ha consistido en
propiciar el conflicto permanente entre las instituciones políticas
catalanas y españolas e, incluso, entre los catalanes y el resto de
los españoles. Es cada vez más escandalosa la pedagogía del repruebo que
difunden los medios de comunicación del Gobierno catalán contra todo
lo "español". La nación soñada como un ente homogéneo ocupa el
lugar de una sociedad forzosamente heterogénea.
El nacionalismo es la obsesiva respuesta del actual Gobierno ante
cualquier eventualidad. Lo único que se le resiste son los problemas,
cada vez más vigorosa y complicados. Por ejemplo, el de la educación
de los niños y jóvenes catalanes. La política lingüística que se
ha aplicado a la enseñanza no ha impedido que los estudiantes
catalanes ocupen uno de los niveles más bajos del mundo desarrollado
en comprensión verbal y escrita. Este es sólo uno de los más
llamativos resultados de dos décadas de gestión nacionalista. Dos
décadas en las que el poder político, además, ha renunciado a
aprovechar el importantísimo valor cultural y económico que supone la
lengua castellana, negando su carácter de lengua propia de muchos
catalanes.
La decadencia política en que ha sumido al nacionalismo a Cataluña
tiene un correlato económico. Desde hace tiempo la riqueza crece en
una proporción inferior a la de otras regiones españolas y europeas
comparables. Un buen número de indicadores cruciales, como la
inversión productiva extranjera o las cifras de usuarios de Internet,
ofrece una imagen de Cataluña muy lejana del papel de locomotora de
España que el nacionalismo se había autopropuesto. Su reacción ha
sido la acostumbrada: atribuir la decadencia económica a un reparto de
la Hacienda Pública supuestamente injusto en Cataluña. Cabe recordar
que una de las acusaciones tradicionales de la izquierda al anterior
Gobierno conservador había sido, precisamente, la de no saber
gestionar con eficacia los recursos de que disponía y practicar una
política victimista que ocultara todos sus fracasos de gestión. Poco
tiempo ha necesitado el tripartito para adherirse a esta reacción
puramente defensiva, que, además, ha incurrido con frecuencia en la
inmoralidad. Alguno de sus consejeros no ha tenido mayor inconveniente
en afirmar que, mientras el norte español trabaja, el sur dilapida. No
parece que el creciente aislamiento de Cataluña respecto de España y
que su visible pérdida de prestigio entre los ciudadanos españoles
hayan contribuido a paliar esta decadencia.
Sin embargo, el nacionalismo sí ha sido eficaz como coartada para la
corrupción. Desde el caso Banca Catalana hasta el más reciente del 3%
(que pasará a la Historia por haber provocado una de las amás
humillantes sesiones que haya vivido un Parlamento español), toda
acusación de fraude en las reglas de juego se ha camuflado tras el
consenso. Un consenso que no sólo se manifiesta en los escenarios del
parlamentarismo, sino que forma parte del paisaje. Puede decirse que en
Cataluña actúa una corrupción institucional que afecta a cualquier
ciudadano que aspire a un puesto de titularidad pública o pretenda
beneficarse de la distribución de los recursos públicos. En términos
generales, el requisito principal para ocupar una plaza, recibir una
ayuda o beneficiarse de una legislación favorable, es la contribución
al mito identitario y no los méritos profesionales del candidato o el
interés práctico de la sociedad.
Como las fuerzas políticas representadas hoy en el Parlamento de
Cataluña se muestran insensibles ante este estado de cosas, los abajo
firmantes no se sienten representados por los actuales partidos y
manifiestan la necesidad de que un nuevo partido político corrija el
déficit de representatividad del Parlamento catalán. Este partido,
identificado con la tradición ilustrada, la libertad de los
ciudadanos, los valores laicos y los derechos sociales, debería tener
como propósito inmediato la denuncia de la ficción política
instalada en Cataluña.
Oponerse a los intentos cada vez menos disimulados de romper cualquier
vínculo entre catalnes y españoles. Y oponerse también a la
destrucción del razonable pacto de la tras*ición que hace poco más
de 25 años volvió a situar a España entre los países libres. La
mejor garantía del respeto de las libertades, la justicia y la equidad
entre los ciudadanos, tal y como se conciben en un Estado de Derecho,
reside en el pleno desarrollo del actual régimen estatutario de las
autonomías, enmarcado en la Constitución de 1978. Es cierto que el
nacionalismo unifica trasversalmente la teoría y la práctica de todos
los partidos catalanes hasta ahora existentes; precisamente por ello,
está lejos de representar al conjunto de la sociedad. Llamamos, pues,
a los ciudadanos de Cataluña identificados con estos planteamientos a
reclamar la existencia de un partido político que contribuya al
restablecimiento de la realidad".
Firmantes: Félix de Azúa, Albert Boadella, Francesc de Carreras,
Arcadi Espada, Teresa Giménez Barbat, Ana Nuño, Félix Ovejero,
Félix Pérez Romera, Xavier Pericay, Ponç Puigdevall, José Vicente
Rodríguez jovenlandesa, Ferran Toutain, Carlos Trías, Iván Tubau y Horacio
Vázquez Rial.
ser gobernada por el nacionalismo de izquierdas. Nada sustantivo ha
cambiado. Baste con decir que el actual Gobierno ha fijado como su
principal tarea política la redacción de un nuevo Estatuto de
Autonomía. Muchos ciudadanos catalanes creemos que la decisión es
consecuencia de la incapacidad del Gobierno y de los partidos que lo
componen para enfrentarse a los problemas reales de los ciudadanos.
Como todas las ideologías que rinden culto a lo simbólico, el
nacionalismo confunde el análisis de los hechos con la adhesión a
principios abstractos. Todo parece indicar que, al elegir como
principal tarea política la redacción de un nuevo Estatuto para
Cataluña, lo simbólico ha desplazado, una vez más, a lo necesario.
La táctica desplegada durante más de dos décadas por el nacionalismo
pujolista -en la que hoy insiste el tripartito- ha consistido en
propiciar el conflicto permanente entre las instituciones políticas
catalanas y españolas e, incluso, entre los catalanes y el resto de
los españoles. Es cada vez más escandalosa la pedagogía del repruebo que
difunden los medios de comunicación del Gobierno catalán contra todo
lo "español". La nación soñada como un ente homogéneo ocupa el
lugar de una sociedad forzosamente heterogénea.
El nacionalismo es la obsesiva respuesta del actual Gobierno ante
cualquier eventualidad. Lo único que se le resiste son los problemas,
cada vez más vigorosa y complicados. Por ejemplo, el de la educación
de los niños y jóvenes catalanes. La política lingüística que se
ha aplicado a la enseñanza no ha impedido que los estudiantes
catalanes ocupen uno de los niveles más bajos del mundo desarrollado
en comprensión verbal y escrita. Este es sólo uno de los más
llamativos resultados de dos décadas de gestión nacionalista. Dos
décadas en las que el poder político, además, ha renunciado a
aprovechar el importantísimo valor cultural y económico que supone la
lengua castellana, negando su carácter de lengua propia de muchos
catalanes.
La decadencia política en que ha sumido al nacionalismo a Cataluña
tiene un correlato económico. Desde hace tiempo la riqueza crece en
una proporción inferior a la de otras regiones españolas y europeas
comparables. Un buen número de indicadores cruciales, como la
inversión productiva extranjera o las cifras de usuarios de Internet,
ofrece una imagen de Cataluña muy lejana del papel de locomotora de
España que el nacionalismo se había autopropuesto. Su reacción ha
sido la acostumbrada: atribuir la decadencia económica a un reparto de
la Hacienda Pública supuestamente injusto en Cataluña. Cabe recordar
que una de las acusaciones tradicionales de la izquierda al anterior
Gobierno conservador había sido, precisamente, la de no saber
gestionar con eficacia los recursos de que disponía y practicar una
política victimista que ocultara todos sus fracasos de gestión. Poco
tiempo ha necesitado el tripartito para adherirse a esta reacción
puramente defensiva, que, además, ha incurrido con frecuencia en la
inmoralidad. Alguno de sus consejeros no ha tenido mayor inconveniente
en afirmar que, mientras el norte español trabaja, el sur dilapida. No
parece que el creciente aislamiento de Cataluña respecto de España y
que su visible pérdida de prestigio entre los ciudadanos españoles
hayan contribuido a paliar esta decadencia.
Sin embargo, el nacionalismo sí ha sido eficaz como coartada para la
corrupción. Desde el caso Banca Catalana hasta el más reciente del 3%
(que pasará a la Historia por haber provocado una de las amás
humillantes sesiones que haya vivido un Parlamento español), toda
acusación de fraude en las reglas de juego se ha camuflado tras el
consenso. Un consenso que no sólo se manifiesta en los escenarios del
parlamentarismo, sino que forma parte del paisaje. Puede decirse que en
Cataluña actúa una corrupción institucional que afecta a cualquier
ciudadano que aspire a un puesto de titularidad pública o pretenda
beneficarse de la distribución de los recursos públicos. En términos
generales, el requisito principal para ocupar una plaza, recibir una
ayuda o beneficiarse de una legislación favorable, es la contribución
al mito identitario y no los méritos profesionales del candidato o el
interés práctico de la sociedad.
Como las fuerzas políticas representadas hoy en el Parlamento de
Cataluña se muestran insensibles ante este estado de cosas, los abajo
firmantes no se sienten representados por los actuales partidos y
manifiestan la necesidad de que un nuevo partido político corrija el
déficit de representatividad del Parlamento catalán. Este partido,
identificado con la tradición ilustrada, la libertad de los
ciudadanos, los valores laicos y los derechos sociales, debería tener
como propósito inmediato la denuncia de la ficción política
instalada en Cataluña.
Oponerse a los intentos cada vez menos disimulados de romper cualquier
vínculo entre catalnes y españoles. Y oponerse también a la
destrucción del razonable pacto de la tras*ición que hace poco más
de 25 años volvió a situar a España entre los países libres. La
mejor garantía del respeto de las libertades, la justicia y la equidad
entre los ciudadanos, tal y como se conciben en un Estado de Derecho,
reside en el pleno desarrollo del actual régimen estatutario de las
autonomías, enmarcado en la Constitución de 1978. Es cierto que el
nacionalismo unifica trasversalmente la teoría y la práctica de todos
los partidos catalanes hasta ahora existentes; precisamente por ello,
está lejos de representar al conjunto de la sociedad. Llamamos, pues,
a los ciudadanos de Cataluña identificados con estos planteamientos a
reclamar la existencia de un partido político que contribuya al
restablecimiento de la realidad".
Firmantes: Félix de Azúa, Albert Boadella, Francesc de Carreras,
Arcadi Espada, Teresa Giménez Barbat, Ana Nuño, Félix Ovejero,
Félix Pérez Romera, Xavier Pericay, Ponç Puigdevall, José Vicente
Rodríguez jovenlandesa, Ferran Toutain, Carlos Trías, Iván Tubau y Horacio
Vázquez Rial.