Radiopatio
Heaven or Las Vegas
Día a día recuerdo las veces que iba a cumplir recados, cosas que me mandaban.
En el barrio, a las señoras y señores, saludaba. Uno de esos señores, tan mayores que me parecían, me llegó a decir que siempre fuera por la derecha, como si fuese un vehículo de esos, pero en versión persona: "Has de ir siempre por tu derecha".
Y así fue; y por mi derecha siempre iba; y los recados siempre cumplía, hasta que me fui haciendo progresivamente persona mayor y responsable. Hubo una vez en la que el volumen de mis compras me fue exigiendo acarrear con los productos en una bolsa; y así llegaba a casa, con una bolsa, de la compra voluminosa, de yogures, pizza y espetec, etcétera.
Día a día, semana a semana, año a años, mis bolsas de la compra; ya fuesen de la tienda de la esquina, del barrio o del Carreflú de las aflueras, significaban volúmenes mayores; de mayor densidad, si nos fijamos en sus componentes materiales y/o grosores. Al guardarlas en el armario parecía que se apretujaban, que se acumulaban, que tomaban vida propia, precipitándose al suelo antes de dar el portazo. Iba a donde iba, pensaba yo: "¿Habré dejado abierta la espita del gas? ¿Habré acumulado demasiadas bolsas de la compra?" Son cosas normales que se hace toda persona de mundo.
Hasta que llegó el día. Llegando de mi trabajo como repartidor de hezs en una ETT escuché un "PLOF" en dirección hacia mi domicilio habitual en ese momento, nada más salir del autobús de linea que me traía del polígono industrial y justo, se hicieron realidad mis peores pronósticos: de tanta bolsa de la compra que había acumulada en el armario de la galería, se formó una paroxismo de narices. Lloré, supliqué, abrí ocho hilos en la guardería. NO ME HICIERON CASO, CAGÜENDIOS.
Juro y perjuro que tiraba las hezBOLSAS cinco veces al día, incluso cuando venía comiendo unas ruffles del centro comercial y luego lo remataba con el plástico de unos croissants de una máquina vending; eran cosas que harían vomitar a una cabra e indignar a un viejuno, pero necesitaba deshacerme de esas millones de bolsas. Las tiraba sin nada, a montones, y parecía que se reproducían, sin final alguno, provocándome agobio perpetuo.
Son situaciones concretas y fatigosas que me han marcado. De ahí que abra el presente jilo.
En el barrio, a las señoras y señores, saludaba. Uno de esos señores, tan mayores que me parecían, me llegó a decir que siempre fuera por la derecha, como si fuese un vehículo de esos, pero en versión persona: "Has de ir siempre por tu derecha".
Y así fue; y por mi derecha siempre iba; y los recados siempre cumplía, hasta que me fui haciendo progresivamente persona mayor y responsable. Hubo una vez en la que el volumen de mis compras me fue exigiendo acarrear con los productos en una bolsa; y así llegaba a casa, con una bolsa, de la compra voluminosa, de yogures, pizza y espetec, etcétera.
Día a día, semana a semana, año a años, mis bolsas de la compra; ya fuesen de la tienda de la esquina, del barrio o del Carreflú de las aflueras, significaban volúmenes mayores; de mayor densidad, si nos fijamos en sus componentes materiales y/o grosores. Al guardarlas en el armario parecía que se apretujaban, que se acumulaban, que tomaban vida propia, precipitándose al suelo antes de dar el portazo. Iba a donde iba, pensaba yo: "¿Habré dejado abierta la espita del gas? ¿Habré acumulado demasiadas bolsas de la compra?" Son cosas normales que se hace toda persona de mundo.
Hasta que llegó el día. Llegando de mi trabajo como repartidor de hezs en una ETT escuché un "PLOF" en dirección hacia mi domicilio habitual en ese momento, nada más salir del autobús de linea que me traía del polígono industrial y justo, se hicieron realidad mis peores pronósticos: de tanta bolsa de la compra que había acumulada en el armario de la galería, se formó una paroxismo de narices. Lloré, supliqué, abrí ocho hilos en la guardería. NO ME HICIERON CASO, CAGÜENDIOS.
Juro y perjuro que tiraba las hezBOLSAS cinco veces al día, incluso cuando venía comiendo unas ruffles del centro comercial y luego lo remataba con el plástico de unos croissants de una máquina vending; eran cosas que harían vomitar a una cabra e indignar a un viejuno, pero necesitaba deshacerme de esas millones de bolsas. Las tiraba sin nada, a montones, y parecía que se reproducían, sin final alguno, provocándome agobio perpetuo.
Son situaciones concretas y fatigosas que me han marcado. De ahí que abra el presente jilo.
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