hilo oficial resultado elecciones cataluña 14f

The Hellion

Madmaxista
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Si en vez de política estuviésemos hablando de telefonía móvil, Vox sería Masmóvil, el PP Vodafone... y el PSOE, telefonica.

Y todos sabemos que si vodafone se come a masmovil, hay telefónica para rato. Pero si es másmovil la que se come a vodafone, Pallete ya puede ir metiendo sus trastos en una caja de cartón.
 

Penitenciagite!!

Madmaxista
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Los catalanazis están acabados, llevan varios años sin ganar unas elecciones.





"Anem a veure al fugitiu que viu de Nosaltres, Carles Puigdemont a Perpinyá, som la raça superior"...


Y todo esto antes del el bichito...
Claro, sus votantes son caso todos ancianos... Y de sustitutos tenemos a marroquíes, colombianos, pakistaníes, senegaleses y "colonos"...

Qué fruta risa de "raza superior" menguante.


¿Os acordáis cuando Pujol ganaba elecciones por mayorías absolutas, y sin tener que pactar con nadie?
 
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Una barrera simbólica

La fantasía secesionista del 51,3% de los votos se reduce en realidad a un apoyo del 27% del censo electoral. Pero, además, la supuesta hegemonía independentista se reduce prácticamente a cenizas si se la sitúa en el contexto de una participación tan baja. ¿Más del 51% de los sufragios? Cuidado con las fantasías. Como recurso de política ficción puede funcionar, pero la realidad se escribe con otras cifras: los votantes independentistas suponen ahora el 27% del censo, diez puntos menos que hace tres años. En otras palabras: solo uno de cada cuatro catalanes expresó el domingo un impreciso deseo de continuar la aventura soberanista como si nada hubiese pasado. Ese es el “gran salto adelante” que pueden esgrimir los escurridizos sherpas de la independencia.

El problema de las elecciones del domingo es que tampoco acudieron a la cita muchos de los que en el 2017 se volcaron en las urnas para expresar el rechazo a la ruptura con España. En este caso, casi 900.000 desertores. Una desmovilización realmente asimétrica que se explica por la distribución territorial de la abstención: en torno al 45% en la Catalunya profunda, pero hasta diez puntos más en la metropolitana. Y esa fuga dejó el contingente de quienes rechazan o simplemente no apoyan la independencia en torno a 1.400.000 votantes. O sea, algo más del 48% de los sufragios si se excluyen los nulos y que, expresado en cifras reales, supuso un 26% del censo; es decir, más de 15 puntos menos que en diciembre del 2017. Otra muestra de fatiga bien visible.

Claro que, a la vista de esa asimetría, pueden formularse algunas preguntas incómodas: ¿Les afectó más a este sector de los votantes el temor a contagiarse mientras depositaban un sobre con una papeleta en una urna? ¿O bien la “victoria” en votos pero la “derrota” en escaños de hace tres años les ha llevado a abandonar toda esperanza de impulsar la alternancia en Catalunya? En fin, quizás hayan llegado a la terrible conclusión de que las instituciones del Estado ya se ocuparán de “poner en su sitio” a los dirigentes independentistas si, como no dejan de proclamar, “ho tornaran a fer”.

Es verdad que la victoria del socialista Salvador Illa es un resultado meritorio en un contexto tan difícil como el actual. Y los más de 46.000 sufragios que ha añadido el PSC a su resultado del 2017 tienen un gran valor en medio de la formidable caída de la participación. Todo ello sin olvidar que la hegemonía socialista en el bloque opuesto a la independencia implica que, a ese lado de la trinchera, domina una formación partidaria del diálogo y el pacto.

La abstención se ha tragado 600.000 votos independentistas pero casi 900.000 de aquellos que no apoyan la separación. Pero más allá del éxito de un partido político que, sin embargo, no contará con el apoyo parlamentario suficiente para aspirar a gobernar Catalunya, el resto del panorama que se extiende ante las fuerzas de proyección estatal no puede ser más desolador. El derrumbe de Ciudadanos alcanza unas dimensiones tan catastróficas que solo se explican por su incapacidad para dibujar una alternativa al nacionalismo que no pasase por el simple rechazo frontal de sus postulados.

Esa intransigencia ante un conflicto territorial que exige bastante sutileza explica también los desastrosos resultados de los populares, peores que hace tres años y al borde de la marginalidad. Pero ese discurso tan aparentemente productivo en el conjunto de España, y que consiste en describir como una tragedia lo que con frecuencia no va más allá de una farsa, tampoco sirvió a Rivera y Casado para ganar las elecciones generales. Y lo que es peor: la exageración de la magnitud del conflicto catalán ha alimentado la creación de un monstruo que amenaza con devorar al PP y a Cs: Vox. Los ultras son ahora la segunda fuerza de oposición al nacionalismo en Catalunya, con casi 220.000 votos que no contribuirán precisamente a apaciguar los ánimos ni a buscar soluciones sofisticadas.

Claro que en la eclosión de Vox, el papel catalizador del aventurerismo independentista ha sido también clave. Y de ahí que, si se hace abstracción del resultado global, una visión miope solo percibiría lo mucho que crecen los extremos: en total más de 400.000 electores entre los antisistema de la CUP, que duplican representación, y los antisistema de la ultraderecha españolista. Pero aún son solo 400.000 sobre un censo total cercano a los cinco millones y medio de catalanes.

A partir de ahí, si las fuerzas centrales no son capaces de encontrar una solución aceptable al callejón sin salida del proceso soberanista, de modo que la desafección –y con ella la abstención– sigan creciendo, las únicas voces que acabarán oyéndose serán las de los dos extremos. Y si unos prometen suprimir la autonomía, los otros parecen dispuestos a responder a pedradas. Ese es el mensaje silencioso de estas elecciones: el vital entendimiento entre las principales fuerzas. Algunos lo llamarían “la hora de los traidores”.

Notas:
1- un independentista vota como si no hubiera mañana, entendiendo el nacionalismo genético como una enfermedad que lo convierte (al nacionalismo) en un ejercicio de egoísmo colectivo. La acción de la frustración colectiva es terreno de Goebbels.
2 - un españolista vota o puede no hacerlo, entendiendo que su enfermedad nacionalista española por oposición acción / reacción) a los anteriores es más periférica. El repruebo como reacción colectiva es terreno de Goebbels.
3- un catalán de a pie -hasta los narices de los dos anteriores-, seguramente con menos pijerío y postureo, más problemas y más serios como llegar a fin de mes o resbalar en el plano inclinado a la pobreza, focaliza con su desprecio a quienes (1) y (2) le han llevado a ser más pobre y también, seguramente, más honrado. Simplemente porque la vida -la real- está por encima de las banderas. Y de los iluso que se han encargado de jodértela.
 
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14 Feb 2020
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La próxima vez que se celebren elecciones (en su país, región, ciudad…), es posible que usted salga de casa, visite el colegio electoral pertinente, arroje un trozo de papel a una urna de plástico y festeje el cumplimiento de sus deberes cívicos con un agradable vermú al calor del sol (siendo optimistas sobre el tiempo, claro). ¿Está siendo usted racional al hacer esto? Supongamos que ese día todo trascurriera del mismo modo excepto por un pequeñísimo detalle: usted no va a votar. De su casa va directamente a la terraza del bar. Esta variación podría acarrearle miradas reprobatorias por parte de algunos de sus conocidos. "Si no votas luego no tienes derecho a quejarte". Ustedes ya me entienden. Y sin embargo, existe una probabilidad enormemente pequeña de que esto hubiera tenido impacto alguno sobre el resultado. Lo más probable es que el ganador de las elecciones lo sea independientemente de si usted le apoyó o no. Pero es que, además, votar puede resultar bastante costoso, sobre todo si uno trata de informarse adecuadamente. Para ello uno debe buscar información, contrastar diversas fuentes, consultar la opinión de los expertos, debatir con sus amigos, su pareja… Todo para nada, teniendo en cuenta la aparente irrelevancia de cada votante individual.

Algunos autores llaman a esto la “paradoja del voto” . Supongamos que usted es un individuo racional, preocupado por maximizar la satisfacción de sus preferencias individuales - que no tienen por qué ser necesariamente egoístas [ii]. Dada su muy escasa influencia electoral, y teniendo en cuenta los costes de oportunidad involucrados (todos los planes alternativos a los que renuncia cuando decide ir a votar), salir a votar no parece una idea excesivamente atractiva. ¿Implica esto que votar es irracional? En este artículo analizaremos algunas respuestas a este interrogante.

Para empezar, cabría señalar que si votar es racional o no dependerá en parte de qué queramos conseguir con ello. Hay autores que consideran que si una acción es racional o no depende siempre de nuestros deseos. Pero esto es controvertido. Por ejemplo, el filósofo Derek Parfit ha argumentado que existen deseos irracionales que comprometen desde el principio la racionalidad de cualquier cosa que podamos hacer con ellos [iii]. Afortunadamente, podemos esquivar este asunto, puesto que lo único que necesitamos asumir es que nuestros deseos o preferencias determinan parcialmente la racionalidad o irracionalidad de nuestras acciones. Consideremos la siguiente pregunta: ¿Es racional saltar de un coche en marcha? Así sin más, esto resulta difícil de saber. Si lo que busco lograr con ello es simplemente recoger una moneda de cinco céntimos tirada en el arcén, entonces la respuesta no. Ahora bien, si el coche está en llamas y lo que quiero es salvar mi vida, entonces la respuesta parece menos obvia.

Con el voto sucede algo parecido. Veamos algunas opciones. Una primera posibilidad es afirmar que es racional votar con el objetivo de influir en el resultado de unas elecciones. Si quiero que gane un determinado partido, porque creo que su victoria comportará grandes beneficios (para mí o para otros), parecería que es racional acudir a las urnas. Sin embargo, por las razones que hemos comentado anteriormente, esto dependerá de cuál sea la probabilidad de que mi voto pueda resultar decisivo y de cuáles sean los costes implicados. Cuanto más baja sea la probabilidad y más elevados sean los costes, menor será la racionalidad del voto (siempre asumiendo que el objetivo es influir en el resultado). La pregunta clave es, pues, si la probabilidad es baja. Y la respuesta parece ser: muy baja (virtualmente nula). Por ejemplo, en un artículo de 2010 Andrew Gelman, Nate Silver y Aaron Edlin estimaban que “de media, un votante en Estados Unidos tiene una probabilidad de 1 entre 60 millones de resultar decisivo en una elección presidencial” [iv]. Una broma popular (aunque probablemente apócrifa) entre economistas, explican Stephen Dubner y Steven Levitt, implica a dos economistas que se encuentran en el colegio electoral, y que, avergonzados por su aparente irracionalidad, acuerdan no revelar jamás su oscuro secreto [v]. Dicho de otro modo, que nuestro voto influya de algún modo en el resultado electoral es algo más probable que ganar el Euromillón (1 entre 76 millones de posibilidades) pero bastante menos que ganar la Primitiva (1 entre 14 millones de posibilidades) [vi].

No todo el mundo acepta que esto pruebe que votar sea irracional si el objetivo es influir en el resultado. Parfit, de nuevo, discrepa. A su juicio, es un error común ignorar la relevancia moral de acciones con probabilidades pequeñas. “Cuando lo que está en juego es de una gran importancia”, afirma Parfit, “ninguna probabilidad, por muy pequeña que sea, debería ser ignorada” [vii]. Este argumento, conocido como el argumento del valor esperado, puede ser interesante, y tal vez muestre que en algunos casos sea racional votar incluso cuando las probabilidades de resultar decisivo son ínfimas. Pero, si esto es así, el argumento debería aplicarse no sólo a los potenciales beneficios, sino también a los costes potenciales: aunque exista únicamente una probabilidad diminuta de incurrir en costes elevadísimos, estos deberían tenidos en cuenta. Y de hecho, esto es precisamente lo que ocurre, dado que la probabilidad de morir en un accidente de tráfico de camino al colegio electoral es mayor que la probabilidad de resultar decisivo en esa misma elección [viii]. Para algunos, el hecho de que las probabilidades de morir sean mayores que las de influir en el resultado electoral mostraría que votar es irracional. Obviamente, frente a esto podría objetarse que no siempre es irracional arriesgar la propia vida (o incluso morir) para beneficiar a otros. De acuerdo. Pero esta posibilidad sí parece elevar la probabilidad de resultar decisivos exigida para que votar pueda ser considerado una actividad racional. Que este requisito pueda cumplirse o no es ya otra cuestión.

Todo lo discutido hasta ahora asume que votar es valioso instrumentalmente, que lo que queremos lograr mediante el voto es tener un determinado impacto en el mundo. Pero esta no es la única interpretación posible. Supongamos que me compro la camiseta de mi equipo de fútbol favorito y me la pongo cada vez que voy a ver un partido. Si lo que quisiera lograr con esto es que mi equipo ganara más partidos, mi elección parecería, desde un punto de vista instrumental, bastante poco racional. Excepto en algunos casos sumamente improbables, más cercanos a la ciencia ficción que a la vida real, que yo lleve o no la camiseta de mi equipo no tendrá ningún efecto sobre sus resultados. Sin embargo, si mi objetivo principal no es este sino simplemente expresar mi adhesión al equipo, mi identificación con un colectivo determinado, entonces la cosa cambia. Aunque mi acción no sea instrumentalmente racional, esto es irrelevante, ya que lo que realmente quiero es expresar ciertas actitudes.

Para algunos autores, esta es la función principal del voto [ix]. Puesto que la probabilidad de que nuestros votos individuales tengan algún impacto es prácticamente inexistente, argumentan, deberíamos dejar de verlos como instrumentos y más como la expresión de nuestra adhesión a un determinado partido político o ideología, y al sistema de valores y principios asociado. Cada vez que acudimos a las urnas, estaríamos más cerca del aficionado a un equipo de fútbol que del concienzudo planificador asumido por algunas teorías excesivamente racionalistas de la democracia. Si esto es así, claro, el voto puede ser racional. Desde un punto de vista normativo, esta podría ser una teoría plausible [x].

La teoría expresiva de la democracia, como se la conoce, tiene como rival a la teoría contributoria, de acuerdo con la cual lo importante del voto no es expresar ninguna actitud, sino contribuir a un determinado esfuerzo colectivo. Para quienes defienden esta teoría [xi], la importancia del voto consiste en que permite a los individuos ser miembros del conjunto de votos causalmente eficaces. Imaginemos que en una elección cualquiera, el partido más votado obtiene una diferencia de 4000 votos respecto al segundo partido más votado. En este caso, esos 4000 votos conformarían el conjunto de votos causalmente eficaces, aquellos sin los cuales el partido no habría podido lograr la victoria. Una vez más, si lo que quiero conseguir con el voto es pertenecer al conjunto de votos causalmente eficaces (es decir, contribuir, en este sentido débil del término, a que mi partido obtenga una mayoría de los votos), acudir a las urnas puede ser una opción racional. Al fin y al cabo, pertenecer al conjunto de votos causalmente eficaces parece considerablemente más sencillo que resultar decisivo en esa misma elección.

Desde un punto de vista normativo, creo que estas dos propuestas – la teoría expresiva y la teoría contributoria – ofrecen explicaciones válidas de lo que podría hacer que el voto fuera racional. En este sentido, la respuesta a nuestra pregunta inicial es: sí, en ocasiones votar es racional. Pero también es cierto que para llegar a esta conclusión hemos acabado asumiendo concepciones muy desinfladas de lo que podemos lograr mediante el voto. Por ejemplo, en la teoría contributoria, “contribuir” no implica un incremento sustantivo en la probabilidad objetiva de que se logre un objetivo determinado. Lo único relevante es que el individuo tenga la sensación de estar teniendo algún impacto. Si usted está contento con esto, no hay más que hablar. Eso sí, tenga mucho cuidado si va a coger el coche.

Downs, Anthony. 1957. An Economic Theory of Democracy. Nueva York: Harper and Row.

[ii] Por ejemplo, si yo destino una parte sustancial de mis ingresos a una ONG razonablemente eficaz con el objetivo de reducir el sufrimiento en el mundo, esto último no deja de ser una preferencia individual (en un sentido muy trivial: es la preferencia de un individuo), pero no es una preferencia egoísta (pues los potenciales beneficiados son otras personas).

[iii]Parfit, Derek. 2011. On What Matters: Volume 1. Nueva York: Oxford University Press. Véase, por ejemplo, la página 56.

[iv]Gelman, Andrew; Silver, Nate, y Aaron Edlin. 2010. “What Is the Probability Your Vote Will Make a Difference? Economic Inquiry 50(2): 321-326.

[v]Why Vote? (Published 2005)

[vi] Debo esta analogía a Gonzalo Fernández.

[vii]Parfit, Derek. 1984. Reasons and Persons. Oxford: Clarendon Press, 74.

[viii]You're Just As Likely To Die En Route To Vote Than To Impact An Election Outcome#50edb5fb756e

[ix]Brennan, Geoffrey, y Loren Lomasky. 1993. Democracy and Decision: The Pure Theory of Electoral Preference. Nueva York: Cambridge University Press.

[x] Por supuesto, alguien podría aducir que, por lo que a maneras de expresar dicho compromiso respecta, el voto es una opción bastante poco atractiva, puesto que el voto es, de hecho, secreto. La fuerza de esta crítica dependerá de si el votante pretende expresar sus preferencias y afiliaciones simplemente para sentirse bien consigo mismo (en cuyo caso la publicidad de su acción será irrelevante) o para ganar la aprobación de terceros. En este último caso sí estaríamos hablando de una decisión bastante poco racional.
La próxima vez que se celebren elecciones
[xi]Véase, po rejemplo, Tuck, Richard. 2008. Free Riding. Cambridge: Harvard University Press, y Mackie, Gerry. 2010. “Why It’s Rational to Vote”, en López-Guerra, Claudio, y Julia Maskivker. Rationality, Democracy, and Justice.The Legacy of Jon Elster. Cambridge: Cambridge University Press.

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Y por supuesto, tengo derecho a quejarme en tanto mi único contrato con el Estado es el pago de impuestos a cambio de la recepción de servicios.

Cuando los primeros (impuestos) se disparan nominal o subrepticiamente (a través del aumento de la factura eléctrica o de los seguros, ambas herramientas de la Banca que ordena y manda en deuda al 'nominal' estado convirtiéndole en un moñeco-Estado y los segundos (servicios) se degradan o corrompen CONSCIENTEMENTE como consecuencias de la amortización de la deuda a través de mecanismos como Hacienda o de disidencia controlada y efímera, con las TV o las RRSS como instrumentos de Ctrl mental - con otros más coercitivos -si es menester- , cuando los servicios básicos se desguazan siguiendo la agenda de la fulastre mocosa o el Bill-rólogo, permítanme que me limpie el ojete con sus votos, urneros iluso. El 60% en Portugal y el casi 50% en Cat. Algo cruje. Y quejarme. Por supuesto que tengo derecho a quejarme y a ametrallar a lapos a los corderos en silencio y a la cola de la urna. Y del paro, consecuentemente. O del hambre. Pero de las dos últimas mejor no hablamos pues si salen mucho a la palestra molestan a los montones de hez que forjáis la primera. La degradación económica, social, personal, suicida y sanitaria crece, también cuatrienalmente. Pero sigan empoderándose en la rebaja de sus perspecticas laborales, sociales, sanitarias o soportando un toque de queda reservado para un pueblo sostenidamente fulastre. El que lo legitima. La TV promueve la participación 3 años y 364 días para que el día D hagan el iluso, siguiendo las instrucciones que hacen que el voto tenga -incluso- muy estudiadas escalas (1 de pueblo vale dos de ciudad). Mientras tanto, miseria rampante y un 25-30% que Tezanos (o cualquier otro) maquillará. Y a las 22:00 en casa, corderit@s. Es mucho más fácil de lo que parece. De momento. Aunque lo mejor será la socialización de la pobreza, mientras vuestros queridos candidatos se van de pilinguis a costa de vuestros remos de babor y estribor, enfrentados. Hablar hoy de izquierda o derecha -de fascismo o comunismo- es un insulto a la inteligencia-, ahora artificial e ísmica. Son historia, que sucumbe facilmente ante la transversalidad del 'ismo' digital. Pero muy necesarios cadáveres como alimento enlatado y caduco para confrontar hez de colores: a las 22:00 en casa: 'Me Gusta'. A tomar por trastero. Resistiré.

Elijan, pues, matarif@ o una muerte lenta empoderada en el pactismo Monclovita, Zarzuelero y de San Jerónimo o San Jaume, cosméticamente camuflados pero con manitas que se estrechan en la misma manicura de uñas de colores y manos que ahogan, siguiendo el papel que escribe la carencia de soberanía. Nos vamos a la hez a palos entre nosotros, de los maderos y los mossos. Por iluso. Las banderas SIN SOBERANÍA encarnada en los Estados (los que sean y eso es fácil de decidir) son trapos llenos de hez de colores, pero utilísimos para ensangrentarse. Del resto, ya nos vacunan. A saber con qué.
 
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Paddy McAloon

Madmaxista
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Es que YA viven en otro país, te guste o no. Y también se les puede repatriar. :cool
 

Manero

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¿Os acordáis cuando Pujol ganaba elecciones por mayorías absolutas, y sin tener que pactar con nadie?
Hablas de tiempos en que el catalanismo moderado que era el mayoritario tenía como unica posibilidad de voto a CIU, que aunque de derechas era un partido dominado por la parte más centrista (Convergencia) que por la más derechista (Unió), y la mayoría de votantes ya se sentian cómodos en esa posición. La otra alternativa de voto del catalanismo era ERC, de izquierdas e independendista, pero eran tiempos en que la opción independentista se veía como algo muy radical por lo que era un partido minoritario, el votante de izquierdas de la época votaba PSC en su mayoría. Por tanto que arrasase Puyol era inevitable.

Recordar aquello es como recordar los tiempos de mayorías absolutas de PP o PSOE, tiempos que seguramente no volveremos a ver.