¿Que ocurrio realmente entre Losantos y Vidal?
Le cito lo que sigue escribiendo Vidal a continuación de la cita de arriba:
Una tarde —veníamos d negociar Federico y yo el alquiler de una emisora— Federico, ya convertido en presidente de la casa, se quedó un rato antes de que empezara mi programa para intercambiar impresiones conmigo. Me dijo que había que realizar recortes —una cantinela que yo le había escuchado y que sabía cómo terminaba— y, en un momento determinado, dijo:
—No te puedes imaginar lo que nos han costado programas como Cara B.
Confieso que tuve que contener la indignación al escuchar aquellas palabras de Federico. Cara B era un magnífico programa musical que nos costaba ochocientos euros al mes y que se cerró cuando, en lugar de hacer los recortes adecuados, se había optado por suprimir el chocolate del loro. Por el contrario, otros programas que no suponían prácticamente ingresos nos estaban costando más de cincuenta mil euros al año. O Federico estaba perdiendo la cabeza, o ignoraba la realidad o estaba convencido de que yo no sabía lo que sucedía en la casa... o las tres cosas. Pero la conversación no terminó ahí.
—Me he enterado de que estás planeando un viaje a Israel —continuó—. No puedes hacerlo.
—¿Por qué razón? —indagué.
—Pues muy sencillo, porque si yo no salgo a Soria porque perdemos dinero en la salida, no te vas a ir tú a Jerusalén.
Estuve a punto de decirle que con sus salidas perdíamos dinero porque las organizaba Somalo, que no era precisamente un prodigio de buena gestión, pero me contuve. Una vez más que enfrentaba con la regla siniestra de la casa, la que afirma que nos e puede permitir que las cosas salgan bien porque entonces se demuestra que si salen mal alguien tiene la responsabilidad. Recordé en esos momentos cómo se habían suprimido los sms de los programas por la sencilla razón de que Es la noche de César recibía más del 80 por ciento y el resto de los programas sumados menos del 20. Ahora eran los viajes los que había que impedir porque ¿cómo podía dar beneficios un viaje a Jerusalén cuando se habían generado pérdidas con uno a La Coruña?
—Voy a ir a Israel, Federico —dije—. He conseguido que el viaje y la estancia nos salgan gratis, y si el departamento de publicidad funcionara como es debido, hasta sacaríamos dinero de algunos patrocinios.
—El departamento de publicidad no lo toques —me indicó Federico con el gesto torcido—. Bueno, dejemos lo de Jerusalén, pero se acabaron los viajes.
—No —le interrumpí—. No se acabaron. Si todo sale bien, antes de que acabe la temporada tengo pensado hacer dos programas en Estambul.
Federico se revolvió incómodo en la silla y decidió cambiar de tema:
—Por cierto, tienes que despedir a tu escolta. Es un matón.
—Federico —le respondí dominándome todo lo que pude—. Mi escolta lo escogió Cirilo, tu jefe de seguridad, y no yo. Además, a diferencia de tus escoltas, lo pago yo y no esta casa. Creo que soy yo el que tiene que decidir cuándo hay que despedirlo siquiera porque soy yo el que pagaría la indemnización. Por cierto, sería de interés que se le escuchara en lo que dice a la seguridad de esta casa porque creo que tiene razón y el día menos pensado nos podemos llevar un disgusto.
—Habla con administración lo del despido —me cortó Federico—. A este tipo tienes que despedirlo.
Este tipo, como lo había llamado Federico, se llama Enrique Martín Pacheco y no tenía yo la menor intención de despedirlo por la sencilla razón de que era una persona honrada y decente que cumplía más que decorosamente con su cometido y que, por si fuera poco, pronunciaba unas advertencias sobre la seguridad de la casa que rezumaban sentido común por más que nadie quisiera escucharlas. Por añadidura, no estaba dispuesto a que me colocaran —¡pagándolo yo!— a alguien que pudiera estar al servicio del dúo... de las doce. Sin embargo, aquella exigencia injusta no constituía una novedad. Adecir verdad, desde hacía meses yo tenía que defender a mis colaboradores de las llamadas de Federico exigiendo que me deshiciera de ellos. Puedo decir con legítimo orgullo que no despedí a ninguno porque jamás he aceptado ese tipo de interferencias en mi trabajo. No lo había hecho en la COPE con Gabriel Albiac y no pensaba hacerlo en EsRadio con Roberto Centeno y otros. No solo eso. Uno de los dolores mayores que yo me vi obligado a sufrir en EsRadio fue el despido de Lorenzo Ramírez. Como no dependía de mí sino de un contrato con la casa, pude salvarlo temporada y media, pero al final lo echaron. Etoy más que convencido de que el despido de Lorenzo fue únicamente fruto de la envidia porque yo lo había señalado como mi sucesor natural y esa circunstancia no podía ser tolerada por otra gente de la casa. Junto con él, proporcionando un vivo retrato de lo que son ciertas personas, despidieron también a su novia. Por eso, apenas unos días antes del final de la cuarta temporada, invité a Lorenzo Ramírez para una entrevista en mi programa. No sólo eso. Salí a recibirlo a la entrada para darle un abrazo. En apenas unos minutos, la redacción de Libertad DIgital era presa del pánico. ¡Me había atrevido a saludar a un represaliado! Por supuesto que sí y lo había hecho, entre otras razones, porque él solo valía más que Somalo, Brandau y todos sus paniaguados juntos y sumados. De hecho, de haber permanecido en EsRadio una temporada más, lo hubiera incorporado a mi programa.
[...]
El 6 de julio, sábado, cuando estaba a punto de salir para el teatro, Federico me telefoneó. Llamaba para darme instrucciones, una conducta que no había seguido jamás hasta el último año en que era recogido a las doce por el conocido dúo. De nuevo volvió a insistirme en mi escolta y en que tenía que despedirlo. Luego comenzó a referirse a otra gente que tenía que echar de mi programa —él lo ignoraba, pero en algún caso la expulsión se iba a traducir en la pérdida de un más que sustancioso patrocinio que EsRadio necesitaba como agua de mayo— y volvió a insistirme en que no se me ocurriera entrar en cuestiones como la sección de publicidad o la gestión de la empresa. Estuve a punto de decirle que, si ése era el caso, no tenía ningún sentido que yo estuviera en el consejo de administración, y más cuando las decisiones se tomaban fuera de él y de acuerdo con lo que se le ocurría a Dieter Brandau o a Javier Somalo. Por ejemplo, cuando se había vendido la televisión y se había decidido que Federico apareciera por las mañanas en la de Intereconomía, la idea había sido de Dieter, no se nos había pedido opinión a nadie y se nos habían anunciado a posteriori los hechos consumados. Sin embargo, opté por callarme. Federico esgrimía un tono de voz que yo conocía de sobra y que indica que dará igual lo que se le diga y yo no deseaba amargarme la tarde. Concluí, pues, la conversación como pude, en parte, porque no deseaba llegar tarde al teatro y, en parte, porque sabía por experiencia propia que Federico tiene muchas cualidades, pero entre ellas no se encuentra la de escuchar lo que no le gusta oír.
Aquel fin de semana reflexioné una y otra vez en el estado de la empresa y decidí escribir una carta a Federico en la que le plantearía los pasos que, a mi juicio, resultaban indispensables para su supervivencia y para que no acabara sufriendo el dramático final de la televisión. No creo desvelar nada que no deba indicando que los puntos esenciales de la carta eran, primero, la necesidad de que determinadas personas dejaran de ocuparse de la gestión, no sólo por su contrastada incompetencia, sino también por el pésimo ambiente que habían creado en la casa; segundo, la de que se corrigiera el desastre de YouTube castigando a los culpables; tercero, la de que se suprimieran gastos que, a mi juicio, no tenían justificación alguna; cuarto, la de que se adoptaran medidas en favor de los empleados de las que una de las más importantes —no la única— era volver a subirles los salarios como él mismo me había prometido y como se podía llevar a cabo sin problemas en cuanto que se suprimieran determinados gastos, y quinto, la de que se reajustara el departamento de publicidad que, de nuevo en mi opinión, dejaba mucho que desear salvo alguna persona a la que mencionaba de manera expresa por su competencia probaada. Añadiría yo en la misiva que si Federico, como presidente de la empresa, daba esos pasos yo estaba dispuesto no sólo a respaldarlo sino incluso a buscar inversores para inyectar liquidez en la radio mediante ampliaciones de capital. De lo contrario, me vería obligado a pedirle mi salida del consejo de administración y a salir de la radio porque había ya vivido el final de algunos medios y era una experiencia triste que no pensaba sufrir de nuevo. El texto final fue dilatado —diez folios— y vino precedido por un e-mail que cursé a Alberto Recarte adelantándole únicamente los puntos principales y por una entrevista privada con Luis Herrero en la que le anuncié lo que pensaba hacer.
Recarte no me acusó recibo, pero yo mismo le había indicado en mi mensaje que podía entender que, por la relación que mantenía con Federico, no me respondiera. Creo, pues, que no actuó, al menos hasta donde yo sé, de manera incorrecta. Luis Herrero —a quien anuncié que le mencionaba como mi mejor sucesor en la dirección del programa de la noche— me manifestó sus dudas de que Federico aceptara lo que yo le decía en la carta. Acepté que era más que improbable, pero, a la vez, le dije que no veía otra salida para la radio y que, si se daban esos pasos, era más que posible que incluso yo pudiera conseguir nuevos socios que suscribieran una ampliación de capital.
—¿Y tú crees que así sería viable la radio? —me preguntó Luis.
—Luis —le respondí—. Yo creo que esta radio es más que viable y, empresarialmente hablando, puedes ser incluso un gran negocio, pero para ello es indispensable que se den los pasos que yo le indico a Federico.
Me despedí de Lus Herrero, envié la carta a Federico y me puse a esperar en resultado que yo sabía que acontecería con más probabilidad, es decir, que Federico ni siquiera me acusara recibo. Así fue, efectivamente. Todavía el viernes 12, le telefoneé intentando quemar el último cartucho para salvar la radio. Federico no cogió el teléfono ni me devolvió la llamada. Imagino que había ya tomado una decisión y que consideraba que sobraban las palabras. A las ocho de la tarde, yo anunciaba mi marcha de la radio en mi editorial.