El conserje de la universidad, un señor mayor, gordo, alopécico y con gafas de trasero de vaso de entonces, siempre decía que odiaba su trabajo. Yo le decía, de cachondeo, "Antonio, si solo haces fotocopias, barres el suelo de vez en cuando, y vas a la copistería a por cartuchos de tinta cuando se acaban, cabrón. Si te pasas el día sentado al ordenador jugando al buscaminas o leyendo el periódico".
Y me dijo... que no. Que su trabajo no era ese, que eso eran cosas que hacía, pero su trabajo era estar toda la jornada en contacto con la cosa que más amaba, y que nunca tendría: la juventud. Que estaba rodeado de algo que echaba mucho de menos, algo que no podía recuperar, que no se podía comprar, aprender o estudiar. Lo definió como un hombre muerto de hambre trabajando en una pastelería, sirviendo pasteles deliciosos a otros pero sin poder ni olerlos. Vivía en estrecho contacto con la gente que tenía toda su vida por delante, mientras que él... su vida como tal, estaba acabada.
Yo creo que lo que le pasaba es que era un vagazo del copón, pero también podría tener razón.