Cirujano de hierro
Será en Octubre
España estrenó en 1954 una ley de viviendas sociales que definiría el escenario de su gran salto económico. Hoy, aquellos pisos se convierten en ruinas del siglo XX en un país angustiado por la vivienda.
Cualquiera puede buscar en un portal inmobiliario qué es lo más barato que ofrece su ciudad, que el resultado será el mismo en todas partes: un piso de 45 metros y dos o tres dormitorios que más que dormitorios son como celdas (dos camas de 80 paralelas, una ventana en un fondo y un armarito en el otro). El salón es de 16 metros cuadrados, la cocina parece un armario grande y el baño, un pasillo corto... Las fotos mostrarán los restos de la vida del piso: la marca de una cruz en una pared, un mueble de madera lleno de polvo, una jaula sin canario en el tendedero... «Antigüedad: años 50. Precio negociable, necesita reforma».
«Una pareja que tuviese veintipocos años en los años 50 y que estrenara una vivienda social de esa época estará ahora por los 90 años. Hay mucha gente en España con 90 años porque tenemos una esperanza de vida muy alta pero, obviamente, también hay mucha gente que se muere. O que está en condiciones precarias y ya no puede cuidar de esos pisos», explica Juan Pedro Sanz, arquitecto y autor de una tesis doctoral sobre la vivienda social de los 50. Los padres mueren y los hijos que rondan los 70 tampoco saben qué hacer con la herencia de esas casas pequeñas y obsoletas que, sin embargo, podrían contar la historia de España en el siglo XX. La revolución higienista, la construcción de una sociedad de clases medias y el desarrollo de la economía de mercado sólo se pueden explicar a partir de esos pisos.
¿Es posible reciclarlas? ¿Hacerlas valiosas en un país atormentado por el acceso a la vivienda? El Consejo Superior de Colegios de Arquitectos de España tiene un programa dirigido a asesorar y generar soluciones para salvar comunidades así, a encontrar financiación y a ofrecer asesoría técnica. ¿Cabe un ascensor en la de derechasda? ¿Es posible mejorar el aislamiento térmico? ¿Ampliar los pisos con galerías exteriores, como en el famoso bloque de Burdeos de Lacaton y Vasall que ganó el premio Mies Van der Rohe? Sí, pero depende de la vitalidad de sus habitantes.
«Mi progenitora tiene 92 años y sigue en el piso que compró con mi padre en L'Hospitalet. Él llegó un año antes; nosotros, vinimos después de estar un tiempo en Alicante. Y, antes, del pueblo, en Córdoba», explica Manuel Calderón, reciente premio Comillas y autor de Descampados, uno de los libros que mejor retratan aquel hábitat del desarrollismo. «Si pienso en la casa del pueblo y la comparo con el piso de L'Hospitalet, veo que algo perdimos. La amplitud, el patio... Pero el piso de L'Hospitalet era parte de un proyecto vital que estaba enfocado en que los hijos fuésemos a la universidad y que se veía como un ir a mejor. Por eso, mis padres estaban encantados con el piso. La paradoja es que, cuando los hijos fuimos a la universidad y conocimos a otros amigos que vivían en casas mejores, comprendimos la estrechez en la que estábamos y empezamos a ser un poco ingratos».
Un poco de antropología doméstica: «Al piso se entra por un descansillo, hay una habitación delante y el pasillo que sale en 90 grados», cuenta Calderón. «El salón está a un lado, la cocina al otro y luego el pasillo sigue y hay dos habitaciones más y un baño. Y ahí nos metimos cinco, mis padres y tres hermanos. Al principio, el salón estaba cerrado, sólo se abría en las visitas, aunque había visitas a menudo. Me acuerdo de estudiar en la cocina y de que el primer televisor estuvo en el cuarto que compartía con mi hermano pequeño porque mi padre puso una cosa que se llamaba multimueble y que se plegaba. Luego, mi progenitora dijo que era un desperdicio tener el salón cerrado y empezamos a usarlo a diario. Creo que trajimos los muebles del pueblo pero no debían de encajar, porque los renovamos. Lo que de verdad marcaba la continuidad con la vida en el pueblo eran la cubertería y los manteles».
«El suelo original era de baldosas y las carpinterías, de madera. No había calefacción y se pasaba frío. De todas las casas en las que he vivido, es la que recuerdo más fría pero eso tiene que ver con el clima de Barcelona, que parece templado pero tiene noches muy frías y húmedas. Mi hermano mayor entró en Arquitectura y mi padre le hizo un tablero y un taburete... Con los años, conoció en el trabajo unas viviendas baratas más antiguas que las nuestras, más precarias, en la Vía Trajana. Contaba que estaban destrozadas por la humedad y la condensación de haber metido a tanta gente. Que si viven siete personas en un piso de 40 metros cuadrados, sólo con su respiración desgastan las estructuras. Yo no necesitaba un tablero de dibujo. Mi anhelo obsesivo era tener un escritorio y una biblioteca».
HISTORIA POLÍTICA
¿Por qué fueron así los pisos de la clase trabajadora española? ¿Podrían haber sido mejores, más amplios? Son así porque España era una economía paupérrima, incapaz de crecer a más del 1,2% anual de su PIB en la década de 1940 pese a que todo estaba por reconstruir. El historiador Carlos Sambricio ha documentado que España sólo construyó 1.200 viviendas al año en la década de 1940. No había materiales, ni financiación ni empresas.
¿Y quién los hizo? Los hizo la dictadura que durante cuatro o cinco muy paradójicos años actuó como un estado socialista. «Al régimen, en su primera década, sólo le interesó la arquitectura como algo simbólico, como una manera de representarse a sí mismo en edificios de aspecto palaciego. Pero pronto se encontró con un problema muy real en la vivienda: empezó el éxodo rural y no había sitio para la gente que llegaba a Barcelona, a Madrid, a Bilbao... Apareció el chabolismo. Era imposible no verlo, y el régimen cambió de paradigma», dice Juan Pedro Sanz.
«En Barcelona eso también en un barrio que se llamaba Casa Antúnez, que después desapareció. Primero ponían una uralita sobre unos postes y luego la casa iba prosperando, a veces hasta dejar de ser chabola», recuerda Manuel Calderón. «El otro tipo de vivienda de trabajadores que había antes de las casas baratas era el de unos edificios con mucho fondo y un patrio central muy alargado al que daban unos cuartitos que tenían baños comunes».
Y aquello no era suficiente, ni higiénico, ni compatible con la idea de decoro familiar que España quería tras*mitir. A partir de 1949 hubo concursos y laboratorios dirigidos a crear viviendas mínimas para España. «A la arquitectura había llegado una generación nueva que estaba informada. Algunos viajaron y estaban al tanto de lo que estaba pasando en los países europeos», dice Sanz.
Rafael de la Hoz Castanys lo corrobora: «Mi padre [Rafael de la Hoz Arderius] estuvo en el MIT, en Boston. He estudiado su biblioteca porque vamos a editar un libro por su centenario y he visto que estaba al día de todo, que tenía muchísimas revistas alemanas. Decía del MIT que de tecnología aprendió muchísimo pero que de entender cómo funcionaba una vivienda, estábamos los españoles para darles clases a ellos». Rafael de la Hoz Arderius es un nombre relevante porque unas viviendas suyas en Montilla se consideraron el modelo que seguir. «Son 50 viviendas de 49 metros cuadrados, muy sencillas, hechas con dos crujías y muros de carga. La prioridad era no gastar un centímetro de espacio en pasillos. La cocina estaba semiintegrada en el salón. Debió de ser una de las primeras cocinas así en España. Como todo estaba tan medido, De la Hoz diseñó hasta los muebles para que cupiesen», explica Paco Daroca, autor de una tesis sobre De La Hoz Arderius. «Mi padre decía que lo más importante de su carrera fue lo que hizo en vivienda social y en unos colegios en Andalucía».
Sí que fue heroico aquel esfuerzo: «España no producía hormigón ni hierro ni cemento, suficientes y no había financiación. Lo que sí que había era mano de obra», cuenta Ontiveros. «Después, la economía despegó relativamente deprisa, pero, al principio, todo fue a base de ingenio y de una entrega absoluta. En Caño Roto, por ejemplo, los arquitectos se fueron a vivir a las obras». añade Gracia.
Hasta 1950, existió la tentación de llevar a la inmi gración rural a una red de ciudades jardín a la inglesa, que era la dirección que había insinuado la República. En 1954 hubo una ley que acabó con ese anhelo un poco irreal y optó por el pragmatismo. La norma previó cómo debían ser esas casas: nunca en «zonas artísticas» (probablemente se refirieran a lugares de valor patrimonial) y agrupadas en conjuntos de al menos 25 casas que «no fuesen rígidos» en su manera de plegarse al lugar. La norma preveía calcular 12 metros cuadrados por habitante. «En Suecia también se hacían viviendas sociales de 40 metros cuadrados pero estaban hechas para 'mujeres trabajadoras', cuenta Emilio Ontiveros. «Aquí las ocupaban familias de dos y tres hijos».
Había tres categorías de viviendas: mínimas reducidas y de tipo social y se diferenciaban, sobre todo, por su coste de construcción: 800 pesetas por metro cuadrado, 1.000 pesetas por metros cuadrado y 25.000 pesetas totales como máximo (unos 10.000 euros, considerando la inflación desde 1954). Había tipos previstos de hasta 100 metros cuadrados, pero casi toda la producción estuvo entre los 58 y los 35 metros cuadrados. Había poblados de absorción dirigidos a los chabolistas, había operaciones de urgencia (que han durado hasta el siglo XXI) y había poblados dirigidos, en los que se esperaba de los habitantes que trabajasen en la construcción de sus barrios. Y lo hacían con entusiasmo: en las imágenes del NO DO que retratan a Francisco Franco de visitas inaugurales lo que de verdad importa son las caras que se ven de fondo.
«Mi progenitora está bien en su piso», cuenta Calderón. «Lo que pasa es que la gente que nos rodeaba cuando llegamos tenía la misma ilusión por ir a mejor y cuidaba todo primorosamente. Luego, esa gente se murió o se fue, porque en L'Hospitalet, en mi generación, nos marchábamos todos cuando nos iba un poco bien. La gente que entró después ya no tuvo ese deseo de arraigar ni ese optimismo, sintió que estaba de paso. Así que todo lo que rodea al piso de mi progenitora se ha deteriorado. La gente se queja de gentrificación pero ya quisiera yo un poco de gentrificación para el barrio».
Elvira López dirige la Red de Oficinas de Apoyo a la Rehabilitación de los Colegios de Arquitectos de España que ofrece ideas y vías de financiación para salvar esas comunidades de viviendas. «España no ha sido un país que tuviese cultura del mantenimiento. Las averías se han solucionado cuando han llegado, como se ha podido y eso, en conjunto, eso ha sido un derroche de energía y de dinero. Ahora, entre los fondos Next Generation y el Pacto Verde Europeo tenemos la oportunidad de corregir errores».
«Cualquier edificio, a partir de los 40 años, tiene materiales que se desgastan y acaban su vida. Pero eso tiene solución y, de hecho, mucha de la arquitectura de los años 50 está en buenas condiciones estructurales, sólo necesita actualizaciones. El problema verdadero es saber si se pueden adaptar a lo que la gente busca de una vivienda en 2024. Un piso de 45 metros cuadrados y tres habitaciones no entra bien en el mercado. Hay que ser imaginativos, promover rehabilitaciones integrales, unir pisos, crearles galerías exteriores», continúa López.
Si en los próximos 10 años esos edificios desaparecen del mapa, sólo quedará la literatura para recordar su historia. En Tiempo de silencio de Luis Martín-Santos (1962), hay un momento en el que el médico viaja a los arrabales, ve un paisaje de miseria y proclama, un poco quijotesco: «Estas son las chabolas». A lo que su guía en el submundo, su Sancho, le responde: «No, estas son las casas».
Vida, gloria y fin de la casa barata del franquismo: "Los hijos ya no saben qué hacer con la herencia de esas casas pequeñas y obsoletas"
Cualquiera puede buscar en un portal inmobiliario qué es lo más barato que ofrece su ciudad, que el resultado será el mismo en todas partes: un piso de 45 metros y dos o tres dormitorios que más que dormitorios son como celdas (dos camas de 80 paralelas, una ventana en un fondo y un armarito en el otro). El salón es de 16 metros cuadrados, la cocina parece un armario grande y el baño, un pasillo corto... Las fotos mostrarán los restos de la vida del piso: la marca de una cruz en una pared, un mueble de madera lleno de polvo, una jaula sin canario en el tendedero... «Antigüedad: años 50. Precio negociable, necesita reforma».
«Una pareja que tuviese veintipocos años en los años 50 y que estrenara una vivienda social de esa época estará ahora por los 90 años. Hay mucha gente en España con 90 años porque tenemos una esperanza de vida muy alta pero, obviamente, también hay mucha gente que se muere. O que está en condiciones precarias y ya no puede cuidar de esos pisos», explica Juan Pedro Sanz, arquitecto y autor de una tesis doctoral sobre la vivienda social de los 50. Los padres mueren y los hijos que rondan los 70 tampoco saben qué hacer con la herencia de esas casas pequeñas y obsoletas que, sin embargo, podrían contar la historia de España en el siglo XX. La revolución higienista, la construcción de una sociedad de clases medias y el desarrollo de la economía de mercado sólo se pueden explicar a partir de esos pisos.
¿Es posible reciclarlas? ¿Hacerlas valiosas en un país atormentado por el acceso a la vivienda? El Consejo Superior de Colegios de Arquitectos de España tiene un programa dirigido a asesorar y generar soluciones para salvar comunidades así, a encontrar financiación y a ofrecer asesoría técnica. ¿Cabe un ascensor en la de derechasda? ¿Es posible mejorar el aislamiento térmico? ¿Ampliar los pisos con galerías exteriores, como en el famoso bloque de Burdeos de Lacaton y Vasall que ganó el premio Mies Van der Rohe? Sí, pero depende de la vitalidad de sus habitantes.
«Mi progenitora tiene 92 años y sigue en el piso que compró con mi padre en L'Hospitalet. Él llegó un año antes; nosotros, vinimos después de estar un tiempo en Alicante. Y, antes, del pueblo, en Córdoba», explica Manuel Calderón, reciente premio Comillas y autor de Descampados, uno de los libros que mejor retratan aquel hábitat del desarrollismo. «Si pienso en la casa del pueblo y la comparo con el piso de L'Hospitalet, veo que algo perdimos. La amplitud, el patio... Pero el piso de L'Hospitalet era parte de un proyecto vital que estaba enfocado en que los hijos fuésemos a la universidad y que se veía como un ir a mejor. Por eso, mis padres estaban encantados con el piso. La paradoja es que, cuando los hijos fuimos a la universidad y conocimos a otros amigos que vivían en casas mejores, comprendimos la estrechez en la que estábamos y empezamos a ser un poco ingratos».
Un poco de antropología doméstica: «Al piso se entra por un descansillo, hay una habitación delante y el pasillo que sale en 90 grados», cuenta Calderón. «El salón está a un lado, la cocina al otro y luego el pasillo sigue y hay dos habitaciones más y un baño. Y ahí nos metimos cinco, mis padres y tres hermanos. Al principio, el salón estaba cerrado, sólo se abría en las visitas, aunque había visitas a menudo. Me acuerdo de estudiar en la cocina y de que el primer televisor estuvo en el cuarto que compartía con mi hermano pequeño porque mi padre puso una cosa que se llamaba multimueble y que se plegaba. Luego, mi progenitora dijo que era un desperdicio tener el salón cerrado y empezamos a usarlo a diario. Creo que trajimos los muebles del pueblo pero no debían de encajar, porque los renovamos. Lo que de verdad marcaba la continuidad con la vida en el pueblo eran la cubertería y los manteles».
«El suelo original era de baldosas y las carpinterías, de madera. No había calefacción y se pasaba frío. De todas las casas en las que he vivido, es la que recuerdo más fría pero eso tiene que ver con el clima de Barcelona, que parece templado pero tiene noches muy frías y húmedas. Mi hermano mayor entró en Arquitectura y mi padre le hizo un tablero y un taburete... Con los años, conoció en el trabajo unas viviendas baratas más antiguas que las nuestras, más precarias, en la Vía Trajana. Contaba que estaban destrozadas por la humedad y la condensación de haber metido a tanta gente. Que si viven siete personas en un piso de 40 metros cuadrados, sólo con su respiración desgastan las estructuras. Yo no necesitaba un tablero de dibujo. Mi anhelo obsesivo era tener un escritorio y una biblioteca».
HISTORIA POLÍTICA
¿Por qué fueron así los pisos de la clase trabajadora española? ¿Podrían haber sido mejores, más amplios? Son así porque España era una economía paupérrima, incapaz de crecer a más del 1,2% anual de su PIB en la década de 1940 pese a que todo estaba por reconstruir. El historiador Carlos Sambricio ha documentado que España sólo construyó 1.200 viviendas al año en la década de 1940. No había materiales, ni financiación ni empresas.
¿Y quién los hizo? Los hizo la dictadura que durante cuatro o cinco muy paradójicos años actuó como un estado socialista. «Al régimen, en su primera década, sólo le interesó la arquitectura como algo simbólico, como una manera de representarse a sí mismo en edificios de aspecto palaciego. Pero pronto se encontró con un problema muy real en la vivienda: empezó el éxodo rural y no había sitio para la gente que llegaba a Barcelona, a Madrid, a Bilbao... Apareció el chabolismo. Era imposible no verlo, y el régimen cambió de paradigma», dice Juan Pedro Sanz.
Su colega Emilio Ontiveros recuerda una estadística de esa época: «Sólo en Madrid había 20.000 chabolas y 120.000 personas vivían en ellas. Había casos de toma de tierra, que es ese método que vemos en las favelas por el que una familia llega a escondidas de la policía a un terreno se hace un techo y lo reclama suyo»."Sólo en Madrid había 20.000 chabolas y 120.000 personas vivían en ellas. Había casos de toma de tierra, que es ese método que vemos en las favelas por el que una familia llega a escondidas de la policía a un terreno se hace un techo y lo reclama suyo"
Emilio Ontiveros
«En Barcelona eso también en un barrio que se llamaba Casa Antúnez, que después desapareció. Primero ponían una uralita sobre unos postes y luego la casa iba prosperando, a veces hasta dejar de ser chabola», recuerda Manuel Calderón. «El otro tipo de vivienda de trabajadores que había antes de las casas baratas era el de unos edificios con mucho fondo y un patrio central muy alargado al que daban unos cuartitos que tenían baños comunes».
Y aquello no era suficiente, ni higiénico, ni compatible con la idea de decoro familiar que España quería tras*mitir. A partir de 1949 hubo concursos y laboratorios dirigidos a crear viviendas mínimas para España. «A la arquitectura había llegado una generación nueva que estaba informada. Algunos viajaron y estaban al tanto de lo que estaba pasando en los países europeos», dice Sanz.
Rafael de la Hoz Castanys lo corrobora: «Mi padre [Rafael de la Hoz Arderius] estuvo en el MIT, en Boston. He estudiado su biblioteca porque vamos a editar un libro por su centenario y he visto que estaba al día de todo, que tenía muchísimas revistas alemanas. Decía del MIT que de tecnología aprendió muchísimo pero que de entender cómo funcionaba una vivienda, estábamos los españoles para darles clases a ellos». Rafael de la Hoz Arderius es un nombre relevante porque unas viviendas suyas en Montilla se consideraron el modelo que seguir. «Son 50 viviendas de 49 metros cuadrados, muy sencillas, hechas con dos crujías y muros de carga. La prioridad era no gastar un centímetro de espacio en pasillos. La cocina estaba semiintegrada en el salón. Debió de ser una de las primeras cocinas así en España. Como todo estaba tan medido, De la Hoz diseñó hasta los muebles para que cupiesen», explica Paco Daroca, autor de una tesis sobre De La Hoz Arderius. «Mi padre decía que lo más importante de su carrera fue lo que hizo en vivienda social y en unos colegios en Andalucía».
Sí que fue heroico aquel esfuerzo: «España no producía hormigón ni hierro ni cemento, suficientes y no había financiación. Lo que sí que había era mano de obra», cuenta Ontiveros. «Después, la economía despegó relativamente deprisa, pero, al principio, todo fue a base de ingenio y de una entrega absoluta. En Caño Roto, por ejemplo, los arquitectos se fueron a vivir a las obras». añade Gracia.
Hasta 1950, existió la tentación de llevar a la inmi gración rural a una red de ciudades jardín a la inglesa, que era la dirección que había insinuado la República. En 1954 hubo una ley que acabó con ese anhelo un poco irreal y optó por el pragmatismo. La norma previó cómo debían ser esas casas: nunca en «zonas artísticas» (probablemente se refirieran a lugares de valor patrimonial) y agrupadas en conjuntos de al menos 25 casas que «no fuesen rígidos» en su manera de plegarse al lugar. La norma preveía calcular 12 metros cuadrados por habitante. «En Suecia también se hacían viviendas sociales de 40 metros cuadrados pero estaban hechas para 'mujeres trabajadoras', cuenta Emilio Ontiveros. «Aquí las ocupaban familias de dos y tres hijos».
Había tres categorías de viviendas: mínimas reducidas y de tipo social y se diferenciaban, sobre todo, por su coste de construcción: 800 pesetas por metro cuadrado, 1.000 pesetas por metros cuadrado y 25.000 pesetas totales como máximo (unos 10.000 euros, considerando la inflación desde 1954). Había tipos previstos de hasta 100 metros cuadrados, pero casi toda la producción estuvo entre los 58 y los 35 metros cuadrados. Había poblados de absorción dirigidos a los chabolistas, había operaciones de urgencia (que han durado hasta el siglo XXI) y había poblados dirigidos, en los que se esperaba de los habitantes que trabajasen en la construcción de sus barrios. Y lo hacían con entusiasmo: en las imágenes del NO DO que retratan a Francisco Franco de visitas inaugurales lo que de verdad importa son las caras que se ven de fondo.
«Mi progenitora está bien en su piso», cuenta Calderón. «Lo que pasa es que la gente que nos rodeaba cuando llegamos tenía la misma ilusión por ir a mejor y cuidaba todo primorosamente. Luego, esa gente se murió o se fue, porque en L'Hospitalet, en mi generación, nos marchábamos todos cuando nos iba un poco bien. La gente que entró después ya no tuvo ese deseo de arraigar ni ese optimismo, sintió que estaba de paso. Así que todo lo que rodea al piso de mi progenitora se ha deteriorado. La gente se queja de gentrificación pero ya quisiera yo un poco de gentrificación para el barrio».
Juan Pedro Gracia recuerda que la crisis de la heroína introdujo a marginalidad en esa España higienista y que el coche le dio la puntilla. «Las dotaciones de esas viviendas, las plazas y los jardines, se hacían con mucho cuidado, en una idea de recogimiento y confianza. En los 80, las familias, incluso las que recibían las viviendas sociales, ya tenían dos coches, de modo que los espacios comunes se dedicaron al aparcamiento en superficie"."Todo lo que rodea al piso de mi progenitora se ha deteriorado. La gente se queja de gentrificación pero ya quisiera yo un poco de gentrificación para el barrio"
Manuel Calderón
Elvira López dirige la Red de Oficinas de Apoyo a la Rehabilitación de los Colegios de Arquitectos de España que ofrece ideas y vías de financiación para salvar esas comunidades de viviendas. «España no ha sido un país que tuviese cultura del mantenimiento. Las averías se han solucionado cuando han llegado, como se ha podido y eso, en conjunto, eso ha sido un derroche de energía y de dinero. Ahora, entre los fondos Next Generation y el Pacto Verde Europeo tenemos la oportunidad de corregir errores».
«Cualquier edificio, a partir de los 40 años, tiene materiales que se desgastan y acaban su vida. Pero eso tiene solución y, de hecho, mucha de la arquitectura de los años 50 está en buenas condiciones estructurales, sólo necesita actualizaciones. El problema verdadero es saber si se pueden adaptar a lo que la gente busca de una vivienda en 2024. Un piso de 45 metros cuadrados y tres habitaciones no entra bien en el mercado. Hay que ser imaginativos, promover rehabilitaciones integrales, unir pisos, crearles galerías exteriores», continúa López.
Si en los próximos 10 años esos edificios desaparecen del mapa, sólo quedará la literatura para recordar su historia. En Tiempo de silencio de Luis Martín-Santos (1962), hay un momento en el que el médico viaja a los arrabales, ve un paisaje de miseria y proclama, un poco quijotesco: «Estas son las chabolas». A lo que su guía en el submundo, su Sancho, le responde: «No, estas son las casas».
Vida, gloria y fin de la casa barata del franquismo: "Los hijos ya no saben qué hacer con la herencia de esas casas pequeñas y obsoletas"
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