Josec
Guest
Podrá decirse, y no sin razón, que estamos polarizados, ad delírium, en
una sola cuestión desde hace meses: escenificar cómo un Estado, entre los
más viejos del mundo, y cuyas fronteras apenas se han modificado en 500
años, va recorriendo una senda perversa, con el impulso de sus propios
órganos rectores, para entrar en un proceso que podría ser la primera fase
de su propia disolución.
El panorama en cuestión no sólo es inquietante por el nuevo Estatuto de
Cataluña, sino, sobre todo, por lo que su eventual aprobación apresurada e
inconstitucional podría precipitar. En ese sentido, estamos ante la típica
situación de < todavía más». Porque, efectivamente, la aprobación de ese
Estatuto con el enfoque que sorprendentemente está inculcándole Rodríguez
Zapatero no sería sino el principio de algo mucho más complicado y
peligroso, pues en poco tiempo vendría el «todavía más» de ir a la secesión,
o a un Estado confederal aguachinado por su laxitud. Y en esa trayectoria
centrífuga entrarían otras CCAA, como ya se ha advertido públicamente al
plantearse la Cláusula Camps respecto al proyecto valenciano.
El ambiente es más que preocupante, como se ha visto con el reciente
debate público en torno al artículo 8 de la Constitución. Y en análogo
contexto cabrá preguntarse, legítimamente, qué va a pasar con el artículo
56.1 de nuestra Carta Magna, en el que se dice textualmente: «El Rey es el
Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el
funcionamiento regular de las instituciones... ».
Cataluña es muy importante dentro de España: representa el 6 por 100 de
su territorio, el 15,5 de su población, y en torno al 20 por 100 del PIB.
Pero, sobre todo, es decisiva por lo que representa de avanzada en
cuestiones como cultura y tecnología, economía y arte, y tantas otras cosas.
Y todo lo que se ha conseguido en esa dirección en los últimos 27 años, que
ha sido mucho, se logró en un marco constitucional y estatutario que ahora
quiere trasmutarse. Con un texto, que sí no se remedia, crearía condiciones
discriminatorias para el resto de España (y a favor de una minoría política
ansiosa de poder), redundando en una animadversión profunda entre CCAA que
lo complicaría todo.
En ese sentido ya se ve frotándose las manos, con el mayor descaro, a
los nacionalistas del País Vasco, incluida la Batasuna ahora extrañamente
protegida por el presidente del Gobierno. Todos, buscando una nueva versión
del Plan Ibarreche, a la que también el PSOE local ya parece dispuesto a dar
sus bendiciones, en busca de una Nación Vasca que nunca existió. Pues sólo
en 1936 se formó, efímeramente, por primera vez, un conjunto autónomo vasco.
Consagrado después, con muchas más facultades, por la Constitución de 1978.
Y ahora llega el turno a Galicia, donde para justificar la idea de la
Nación Gallega (¿es que no puede pensarse en otra cosa desde los
nacionalismos históricamente aberrantes?), el BNG ha resucitado el Reino de
los Suevos (sic) de los siglos V y VI. Con un desconocimiento histórico tal,
que no cabe sino recomendarles que por lo menos se lean el inolvidable libro
de Luis García Valdeavellano («Historia de España: desde los orígenes a la
baja Edad Media», Revista de Occidente, 1952), donde se relatan los
episodios de sus reyes, desde Hermerico (a. 430), hasta Eborico y Andeca (a.
583).
Los disparates que vamos viendo resultan cada vez más difíciles de
calibrar. Y el eco que están teniendo en La Moncloa es más que preocupante.
El Sr. Rodríguez Zapatero es muy joven, sólo 45 años, y hace 27, cuando se
refrendó popularmente la Constitución, sólo tenía 18. Apenas había llegado a
la mayoría de edad, pero se supone que sabe lo que fue la transición y lo
mucho que representa el pacto constituyente de 1978. Y si ahora quiere
romperlo, que lo diga, y que recurra a los artículos 167 a 169 (con mayorías
del 66 por 100 en las dos Cámaras y referéndum nacional), en vez de ir por
el camino de embeleco de ley que emprendió con su permisividad para trasmutar
los estatutos.
Querer quebrar ahora la Constitución, con 28 años de éxito a sus
espaldas, es una aventura más que temeraria y, en ese sentido, cuando se ha
invocado la aplicabilidad de su artículo 102.1 y 2, no se está lejos de la
realidad. La transición se hizo, la hicimos, para sentar las bases de la
definitiva España democrática sine die. Hacer ahora borrón y cuenta nueva
sería un grave error, e incluso un crimen político. No podemos consentirlo,
y en nuestra Ley de Leyes hay resortes democráticos para poner fin a tanto
contrasentido histórico, e impulsar con fuerza el futuro en común.
Ramón TAMAMES
una sola cuestión desde hace meses: escenificar cómo un Estado, entre los
más viejos del mundo, y cuyas fronteras apenas se han modificado en 500
años, va recorriendo una senda perversa, con el impulso de sus propios
órganos rectores, para entrar en un proceso que podría ser la primera fase
de su propia disolución.
El panorama en cuestión no sólo es inquietante por el nuevo Estatuto de
Cataluña, sino, sobre todo, por lo que su eventual aprobación apresurada e
inconstitucional podría precipitar. En ese sentido, estamos ante la típica
situación de < todavía más». Porque, efectivamente, la aprobación de ese
Estatuto con el enfoque que sorprendentemente está inculcándole Rodríguez
Zapatero no sería sino el principio de algo mucho más complicado y
peligroso, pues en poco tiempo vendría el «todavía más» de ir a la secesión,
o a un Estado confederal aguachinado por su laxitud. Y en esa trayectoria
centrífuga entrarían otras CCAA, como ya se ha advertido públicamente al
plantearse la Cláusula Camps respecto al proyecto valenciano.
El ambiente es más que preocupante, como se ha visto con el reciente
debate público en torno al artículo 8 de la Constitución. Y en análogo
contexto cabrá preguntarse, legítimamente, qué va a pasar con el artículo
56.1 de nuestra Carta Magna, en el que se dice textualmente: «El Rey es el
Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el
funcionamiento regular de las instituciones... ».
Cataluña es muy importante dentro de España: representa el 6 por 100 de
su territorio, el 15,5 de su población, y en torno al 20 por 100 del PIB.
Pero, sobre todo, es decisiva por lo que representa de avanzada en
cuestiones como cultura y tecnología, economía y arte, y tantas otras cosas.
Y todo lo que se ha conseguido en esa dirección en los últimos 27 años, que
ha sido mucho, se logró en un marco constitucional y estatutario que ahora
quiere trasmutarse. Con un texto, que sí no se remedia, crearía condiciones
discriminatorias para el resto de España (y a favor de una minoría política
ansiosa de poder), redundando en una animadversión profunda entre CCAA que
lo complicaría todo.
En ese sentido ya se ve frotándose las manos, con el mayor descaro, a
los nacionalistas del País Vasco, incluida la Batasuna ahora extrañamente
protegida por el presidente del Gobierno. Todos, buscando una nueva versión
del Plan Ibarreche, a la que también el PSOE local ya parece dispuesto a dar
sus bendiciones, en busca de una Nación Vasca que nunca existió. Pues sólo
en 1936 se formó, efímeramente, por primera vez, un conjunto autónomo vasco.
Consagrado después, con muchas más facultades, por la Constitución de 1978.
Y ahora llega el turno a Galicia, donde para justificar la idea de la
Nación Gallega (¿es que no puede pensarse en otra cosa desde los
nacionalismos históricamente aberrantes?), el BNG ha resucitado el Reino de
los Suevos (sic) de los siglos V y VI. Con un desconocimiento histórico tal,
que no cabe sino recomendarles que por lo menos se lean el inolvidable libro
de Luis García Valdeavellano («Historia de España: desde los orígenes a la
baja Edad Media», Revista de Occidente, 1952), donde se relatan los
episodios de sus reyes, desde Hermerico (a. 430), hasta Eborico y Andeca (a.
583).
Los disparates que vamos viendo resultan cada vez más difíciles de
calibrar. Y el eco que están teniendo en La Moncloa es más que preocupante.
El Sr. Rodríguez Zapatero es muy joven, sólo 45 años, y hace 27, cuando se
refrendó popularmente la Constitución, sólo tenía 18. Apenas había llegado a
la mayoría de edad, pero se supone que sabe lo que fue la transición y lo
mucho que representa el pacto constituyente de 1978. Y si ahora quiere
romperlo, que lo diga, y que recurra a los artículos 167 a 169 (con mayorías
del 66 por 100 en las dos Cámaras y referéndum nacional), en vez de ir por
el camino de embeleco de ley que emprendió con su permisividad para trasmutar
los estatutos.
Querer quebrar ahora la Constitución, con 28 años de éxito a sus
espaldas, es una aventura más que temeraria y, en ese sentido, cuando se ha
invocado la aplicabilidad de su artículo 102.1 y 2, no se está lejos de la
realidad. La transición se hizo, la hicimos, para sentar las bases de la
definitiva España democrática sine die. Hacer ahora borrón y cuenta nueva
sería un grave error, e incluso un crimen político. No podemos consentirlo,
y en nuestra Ley de Leyes hay resortes democráticos para poner fin a tanto
contrasentido histórico, e impulsar con fuerza el futuro en común.
Ramón TAMAMES