Optimista bien informado
Vac-maxista premium
Del blog de Alberto Noguera
La historia de Pepita Nuncabaja
Me acaba de llegar al e-mail la historia de una tal Pepita Nuncabaja. Dice que se solidariza con Pepito Relámpago y se ha decidido a contarme su caso.
Resulta que esta Pepita es profesora de Economía en secundaria y tenía un novio también profesor, de latín. Los dos vivían felices y contentos, en sus respectivos pisos compartidos alquilados en Barcelona. Pero ella quería su pisito, sus amigas no paraban de llamarla contándole sus maravillosas revalorizaciones, los cochazos que sus maridos habían metido a la hipoteca (y desgravado como "vivienda habitual"). Había una que se había metido la silicona de las pechugas también como "vivienda habitual". Y claro, Pepita no podía más. El profesor de latín, con aquella tripa, aquellos dedos gordezuelos, aquel cabezón ralo, no era el hombre de sus sueños, pero era lo que había.
En unos pocos meses de terapia intensiva, consiguió convencer al latinista de que alquilando estaban tirando el dinero. Había que dar el paso. Aquel buen hombre, formado como estaba en declinaciones, miembro de un club de Esperanto, confió en el ojo económico de Pepita.
Entonces, como había algo de prisa porque los precios subían sin parar, decidieron visitar una inmobiliaria y preguntar sobre su capacidad de compra. La agente, argentina que vivía de alquiler, vio aquellas dos nominitas, tan seguras, tan estatales. Entonces, les hizo un plan de inversión: financiación al 110% de la tasación, para pagar los gastos de notario y demás. El tipo de interés: Euribor + 0,95. Seguro de vida para su novio. 6% de comisión para la agencia. Total, 280.000 euros a 30 años por un zulito de una habitación en el barrio de Sants, en uno de los nuevos bloques postolímpicos. La oportunidad de sus vidas.
A su amigo le entraron sudores fríos. Dijo que en la antigua Roma hubo una época de excepcional bonanza gracias a la construcción de acueductos a cargo de mano de obra esclava importada de Cartago, pero que tras las revueltas espartaquistas la inflación se disparó y los inmuebles se desplomaron.
La agente se quedó como de piedra. Pepita casi le soltó una bofetada allí mismo. "La vivienda nunca baja".
A partir de ahí, fueron a ver el piso y firmaron a toda prisa. La hipoteca no resultó ningún problema: 1.180 euros al mes. Como la tasación había sido generosa, pudieron incluso comprarse un ordenador nuevo para él y una operación de pechugas para ella.
Pasaron los meses y sobrellevaron la convivencia como pudieron. El latinista no quería casarse, por no "recortar su libertad". Ella pensaba que tal vez tuviese que darle recambio algún día, cuando la revalorización los hubiese hecho ricos y pudiese marcharse con algún ingeniero deportista a un dúplex. De momento, recogía cada mañana los pelos que aquel hombre iba soltando en la bañera, el lavabo y hasta el bidé.
También notaba que, sin estar resfriado, la papelera al lado del ordenador se le llenaba siempre de kleenex.
En 2004, a ella la trasladaron a Palau de Plegamans. Todavía estaba de interina y no podía negarse al traslado. Tuvo que empezar a levantarse todos los días a las 5 de la mañana para coger el metro a las seis y luego el tren a las seis y media. Llegaba media hora antes al instituto, pero no había otra combinación.
Pepita había avistado ya un par de pimpollitos como a ella le gustaban: jóvenes, atléticos, inteligentes y con empuje. El problema es que eran sus alumnos. Los profesores parecían almas en pena, de aula en aula, con sus carterones de cuero, como si llevaran las hipotecas dentro.
Había, en todo caso, uno que no estaba mal: profesor de matemáticas, todavía sin alopecia, alguna que otra pata de gallo, no muy rellenito y simpático. Intentó un par de conversaciones, con la seguridad que le daban sus nuevos pechos voluminosos, hasta que él mencionó a "su novia".
En todo caso, el 2005 no fue un mal año para Pepita. La revalorización iba viento en popa. También comenzó a subir el Euribor. Ella había calculado leves subidas, unas decimitas. Eso decía la previsión del diario Expansión, que a veces hojeaba. Estaba todo bajo control. La cuota mensual se fue a los 1.200 €, pero en casa entraban casi 4.000.
A principios de 2006 el latinista quiso tener una conversación solemne: que si él y ella, que si los sentimientos, que si no se pueden negar, que si el futuro, que si la vida es así o asá. El caso es que había conocido a una esperantista rumana que se trasladaba a España en poco tiempo. Se iba a vivir con ella.
Pepita entonces comprendió los kleenex de la papelera. También comprendió que tenía un problema. Si ponían el piso a la venta, tal vez podrían obtener unos 350.000 €, pero a ella le corresponderían sólo 175.000. ¿Qué podría comprarse en Barcelona por esa miseria? No iría a vivir a Palau de Plegamans. Tampoco iba a meter el dinero en cualquier ING y tirarlo poco a poco en un alquiler.
Pepita, entonces, ideó un maquiavélico plan. Tuvo una conversación con el latinista: el problema que le había creado era muy rellenito y ella se merecía una reparación. Además, los indicadores macroeconómicos eran zainos, muy zainos (utilizó algunos argumentos de unos foritos de locos llamados Burbuja.info, Lainmobiliaria.org e Idealista.com).
El latinista se amedrentó. ¿Cómo podía ser que todo marchase tan bien, que su piso se estuviese revalorizando tanto y que de repente todo estuviese tan zaino? Pepita le dijo que así era la economía, que iba por ciclos.
Entonces, le ofreció quedarse ella con la hipoteca, sin darle un duro a él. Así podría marcharse tranquilo con la rumana. El hombre aceptó, aunque a regañadientes. La rumana no tenía trabajo, tendrían que tirar el dinero en un alquiler.
Pepita, con eso y con la nueva subidita de Trichet, se quedó con una letra de 1.300 € para sus 1.900 netos mensuales. Pero, alentada por la revalorización, decidió ampliar la cosa un poquito más y comprarse un Volskwagen Golf para ir a Palau de Plegamans en menos tiempo. La letra se le quedó en 1.479 €. Todavía le quedaban 400 para comida, gasolina, ropa y gastos varios.
Pero a finales de 2006, después de dos subiditas más de los tipos, la letra se quedó en 1.664 € y entró en números gente de izquierdas. Pepita pidió ayuda a sus padres, que comenzaron a sacarse 300 € al mes de sus sueldecitos para que ella pudiese comer.
La situación había cambiado demasiado rápido para Pepita. Estaba allí en su zulo, como feliz propietaria, sola, remendando las medias, cosiendo sus ropa interior viejas, hirviendo arroz para cenar. A veces le parecía mentira que fuese tan rica y en cambio tuviese que ahorrar tanto. Comenzó a oir campanas de aumento mayor de tipos. Aquello no entraba en sus planes. Ella había creído a las fuentes más solventes de España: Expansión, Cinco Días, La Gaceta de los Negocios.
Poco a poco, le fueron entrando los nervios. Cada vez que veía una raya en su Golf (que aparcaba en la calle) le parecía una cicatriz irreparable. No tenía dinero para pintar otra vez los parachoques. Conducía muy despacio, para ahorrar gas oil, pero aún así el gas oil no dejaba de subir. Cuando llegó un mes la letra del seguro y tuvo que ir a su casa a pedir más dinero se dio cuenta de que no podía mantener el coche. Sus padres eran un camarero y una limpiadora de oficinas. Habían pagado ya su pisito, pero después de la entrada del euro ya casi no podían ahorrar nada. Estaban esperando empezar a cobrar sus pensiones al 100% para ahorrar en suelas de zapatos.
La historia de Pepita Nuncabaja
Me acaba de llegar al e-mail la historia de una tal Pepita Nuncabaja. Dice que se solidariza con Pepito Relámpago y se ha decidido a contarme su caso.
Resulta que esta Pepita es profesora de Economía en secundaria y tenía un novio también profesor, de latín. Los dos vivían felices y contentos, en sus respectivos pisos compartidos alquilados en Barcelona. Pero ella quería su pisito, sus amigas no paraban de llamarla contándole sus maravillosas revalorizaciones, los cochazos que sus maridos habían metido a la hipoteca (y desgravado como "vivienda habitual"). Había una que se había metido la silicona de las pechugas también como "vivienda habitual". Y claro, Pepita no podía más. El profesor de latín, con aquella tripa, aquellos dedos gordezuelos, aquel cabezón ralo, no era el hombre de sus sueños, pero era lo que había.
En unos pocos meses de terapia intensiva, consiguió convencer al latinista de que alquilando estaban tirando el dinero. Había que dar el paso. Aquel buen hombre, formado como estaba en declinaciones, miembro de un club de Esperanto, confió en el ojo económico de Pepita.
Entonces, como había algo de prisa porque los precios subían sin parar, decidieron visitar una inmobiliaria y preguntar sobre su capacidad de compra. La agente, argentina que vivía de alquiler, vio aquellas dos nominitas, tan seguras, tan estatales. Entonces, les hizo un plan de inversión: financiación al 110% de la tasación, para pagar los gastos de notario y demás. El tipo de interés: Euribor + 0,95. Seguro de vida para su novio. 6% de comisión para la agencia. Total, 280.000 euros a 30 años por un zulito de una habitación en el barrio de Sants, en uno de los nuevos bloques postolímpicos. La oportunidad de sus vidas.
A su amigo le entraron sudores fríos. Dijo que en la antigua Roma hubo una época de excepcional bonanza gracias a la construcción de acueductos a cargo de mano de obra esclava importada de Cartago, pero que tras las revueltas espartaquistas la inflación se disparó y los inmuebles se desplomaron.
La agente se quedó como de piedra. Pepita casi le soltó una bofetada allí mismo. "La vivienda nunca baja".
A partir de ahí, fueron a ver el piso y firmaron a toda prisa. La hipoteca no resultó ningún problema: 1.180 euros al mes. Como la tasación había sido generosa, pudieron incluso comprarse un ordenador nuevo para él y una operación de pechugas para ella.
Pasaron los meses y sobrellevaron la convivencia como pudieron. El latinista no quería casarse, por no "recortar su libertad". Ella pensaba que tal vez tuviese que darle recambio algún día, cuando la revalorización los hubiese hecho ricos y pudiese marcharse con algún ingeniero deportista a un dúplex. De momento, recogía cada mañana los pelos que aquel hombre iba soltando en la bañera, el lavabo y hasta el bidé.
También notaba que, sin estar resfriado, la papelera al lado del ordenador se le llenaba siempre de kleenex.
En 2004, a ella la trasladaron a Palau de Plegamans. Todavía estaba de interina y no podía negarse al traslado. Tuvo que empezar a levantarse todos los días a las 5 de la mañana para coger el metro a las seis y luego el tren a las seis y media. Llegaba media hora antes al instituto, pero no había otra combinación.
Pepita había avistado ya un par de pimpollitos como a ella le gustaban: jóvenes, atléticos, inteligentes y con empuje. El problema es que eran sus alumnos. Los profesores parecían almas en pena, de aula en aula, con sus carterones de cuero, como si llevaran las hipotecas dentro.
Había, en todo caso, uno que no estaba mal: profesor de matemáticas, todavía sin alopecia, alguna que otra pata de gallo, no muy rellenito y simpático. Intentó un par de conversaciones, con la seguridad que le daban sus nuevos pechos voluminosos, hasta que él mencionó a "su novia".
En todo caso, el 2005 no fue un mal año para Pepita. La revalorización iba viento en popa. También comenzó a subir el Euribor. Ella había calculado leves subidas, unas decimitas. Eso decía la previsión del diario Expansión, que a veces hojeaba. Estaba todo bajo control. La cuota mensual se fue a los 1.200 €, pero en casa entraban casi 4.000.
A principios de 2006 el latinista quiso tener una conversación solemne: que si él y ella, que si los sentimientos, que si no se pueden negar, que si el futuro, que si la vida es así o asá. El caso es que había conocido a una esperantista rumana que se trasladaba a España en poco tiempo. Se iba a vivir con ella.
Pepita entonces comprendió los kleenex de la papelera. También comprendió que tenía un problema. Si ponían el piso a la venta, tal vez podrían obtener unos 350.000 €, pero a ella le corresponderían sólo 175.000. ¿Qué podría comprarse en Barcelona por esa miseria? No iría a vivir a Palau de Plegamans. Tampoco iba a meter el dinero en cualquier ING y tirarlo poco a poco en un alquiler.
Pepita, entonces, ideó un maquiavélico plan. Tuvo una conversación con el latinista: el problema que le había creado era muy rellenito y ella se merecía una reparación. Además, los indicadores macroeconómicos eran zainos, muy zainos (utilizó algunos argumentos de unos foritos de locos llamados Burbuja.info, Lainmobiliaria.org e Idealista.com).
El latinista se amedrentó. ¿Cómo podía ser que todo marchase tan bien, que su piso se estuviese revalorizando tanto y que de repente todo estuviese tan zaino? Pepita le dijo que así era la economía, que iba por ciclos.
Entonces, le ofreció quedarse ella con la hipoteca, sin darle un duro a él. Así podría marcharse tranquilo con la rumana. El hombre aceptó, aunque a regañadientes. La rumana no tenía trabajo, tendrían que tirar el dinero en un alquiler.
Pepita, con eso y con la nueva subidita de Trichet, se quedó con una letra de 1.300 € para sus 1.900 netos mensuales. Pero, alentada por la revalorización, decidió ampliar la cosa un poquito más y comprarse un Volskwagen Golf para ir a Palau de Plegamans en menos tiempo. La letra se le quedó en 1.479 €. Todavía le quedaban 400 para comida, gasolina, ropa y gastos varios.
Pero a finales de 2006, después de dos subiditas más de los tipos, la letra se quedó en 1.664 € y entró en números gente de izquierdas. Pepita pidió ayuda a sus padres, que comenzaron a sacarse 300 € al mes de sus sueldecitos para que ella pudiese comer.
La situación había cambiado demasiado rápido para Pepita. Estaba allí en su zulo, como feliz propietaria, sola, remendando las medias, cosiendo sus ropa interior viejas, hirviendo arroz para cenar. A veces le parecía mentira que fuese tan rica y en cambio tuviese que ahorrar tanto. Comenzó a oir campanas de aumento mayor de tipos. Aquello no entraba en sus planes. Ella había creído a las fuentes más solventes de España: Expansión, Cinco Días, La Gaceta de los Negocios.
Poco a poco, le fueron entrando los nervios. Cada vez que veía una raya en su Golf (que aparcaba en la calle) le parecía una cicatriz irreparable. No tenía dinero para pintar otra vez los parachoques. Conducía muy despacio, para ahorrar gas oil, pero aún así el gas oil no dejaba de subir. Cuando llegó un mes la letra del seguro y tuvo que ir a su casa a pedir más dinero se dio cuenta de que no podía mantener el coche. Sus padres eran un camarero y una limpiadora de oficinas. Habían pagado ya su pisito, pero después de la entrada del euro ya casi no podían ahorrar nada. Estaban esperando empezar a cobrar sus pensiones al 100% para ahorrar en suelas de zapatos.