Jaume d'Urgell
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AGNÓSTICOS Y ATEOS
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La actitud personal ante la cuestión de Dios puede discurrir por dos vías
opuestas. La respuesta afirmativa del teísmo estructura explícita o
implícitamente la concepción del mundo en el sentido de un ordenamiento
jerárquico de la realidad, y su desdoblamiento en una esfera de lo
sobrenatural y trascendente y una esfera de lo natural e inmanente. El
creacionismo, la existencia e inmortalidad del alma, y la retribución de una
vida personal más allá de la gloria son las tres cláusulas básicas de la
respuesta afirmativa. La respuesta no-afirmativa presenta dos versiones
diferenciales: el agnosticismo y el ateísmo. La finitud de la existencia
humana y el evolucionismo de la materia definen habitualmente el núcleo de
esta respuesta en su doble forma, respecto de la cual se mantiene una viva
discusión en la que intervienen no sólo los increyentes sino también muchos
creyentes movidos por sus intereses religiosos.
La posición del agnóstico puede expresarse así: "los argumentos que se
exhiben en favor de la existencia de Dios no me permiten afirmar que
existe". La posición del ateo es más terminante: "los argumentos que se
exhiben en contra de la existencia de Dios me permiten afirmar que no
existe". Es decir, ante la hipótesis teísta, el agnóstico niega modalmente
un enunciado afirmativo de existencia, apoyándose en el axioma según el cual
quien afirma debe probar; mientras que el ateo afirma modalmente un
enunciado negativo de existencia, fundándose en el axioma en virtud del cual
los juicios negativos de existencia son verdaderos en tanto no se demuestre
lo contrario. Ahora bien, en el orden práctico -es decir, existencial,
jovenlandesal, conductual, profesional, etc.- el agnóstico y el ateo se comportan de
modo esencialmente equivalente, pues, como pone de manifiesto el análisis de
la función performativa del lenguaje y la experiencia común, el uno y el
otro descartan operativamente la hipótesis teísta.
La postura del agnóstico es esencialmente metodológica, porque pone el
acento en la naturaleza, según él, no-conclusiva de la argumentación del
creyente. Propone, por principio, desconocer el referente teísta y suspender
cautelarmente el juicio definitivo sobre la posibilidad de saber si Dios
existe o no. Sin embargo, el punto crítico de la discusión radica en
dilucidar si, una vez planteada la cuestión de Dios, es posible dejarla en
suspenso sine die, aparcarla y continuar por la senda de la vida sin redimir
la hipoteca de esta indefinición personal. En mi opinión, esto es
teóricamente posible, pero prácticamente más bien imposible. El point
d'honneur del agnóstico frente al creyente es tan formalista y tan
teoricista en su actitud de espera -dice que necesita pruebas concluyentes
para decidir- que, de hecho, su posición nominal no se corresponde con los
esquemas de comportamiento vital a los que cada uno de nosotros tiene que
atenerse en el mundo de la praxis, entendiendo por esta categoría no sólo lo
que se hace (práctica), sino también la estructura teórica y motivacional de
lo que se hace (ideología, discurso comunicativo, intereses). Apenas parece
discutible que tanto en el plano del saber como en el plano de la vida
cotidiana resulta ineludible adoptar, al menos provisionalmente, un
posicionamiento de dirección positiva o negativa sobre la hipótesis testa,
aunque este posicionamiento no alcance una formulación explícita.
Naturalmente, siempre y cuando la pregunta se le plantee efectivamente al
interesado, pues la cuestión de Dios no es, contra lo que suele afirmarse un
universal antropológico, ya que multitud de seres humanos jamás se han
sentido concernidos por esa pregunta o ni siquiera la conocen -y el número
de ellos aumenta a acelerado ritmo en estos tiempos-. Pero si la pregunta
cobra para alguien pertinencia existencial, la actitud agnóstica, en su
estricta formulación teórica, no pasa de aparecer como más bien académica o
vagamente verbal. Estimo que esto es lo que quiso decir Bertrand Russell al
declararse agnóstico teórico y ateo práctico. La decisión positiva o
negativa respecto de la hipótesis testa estructura necesariamente el
conjunto del campo perceptivo, intelectivo y jovenlandesal del ser humano
confrontado al respecto. Cabe que quien se tome a sí mismo por agnóstico
sólo sea un creyente perplejo, en cuyo caso -relativamente frecuente- debe
cambiar su autodefinición. Cabe también que la ideosincrasia de muchos
agnósticos, tejida por el temperamento, el carácter y la educación, les
lleve a inhibirse, ante los demás y ante sí mismos, a la hora de manifestar
públicamente su verdadera posición. Declararse ateo en contextos públicos en
los que la inercia del consenso recibido y la presión social es fuerte,
comporta correr graves riesgos y dificultades para los propios intereses, lo
cual lleva a muchos increyentes a eludir esas declaraciones y a refugiarse
en la relativamente más confortable posición del agnóstico, generalmente más
pasivo y mucho menos peligrosa, con la puerta expresamente abierta a los
intentos de quienes deseen proselitizarlo, o simplemente utilizarlo para sus
propios fines, en tanto que sean conciliables con los fines e intereses de
los que entran en el juego.
Cuando se rechazan los argumentos en favor de la existencia de Dios -y sus
cláusulas de acompañamiento-, es sumamente incoherente no reconocer que se
ha accedido a una situación personal de increencia -situación que jamás
puede excluir a priori el retorno a la fe-. Una situación de increencia debe
concluir, en el orden lógico, en una explícita presunción de ateísmo, la
cual obedece metodológicamente al axioma rector que privilegia
inequívocamente la verdad, en principio, de los juicios negativos de
existencia. Remito al lector a mis libros Elogio del ateísmo, de 1995, y
Ateísmo y religiosidad, que acaba de aparecer, si desea profundizar en esta
temática.
Un buen amigo mío, agnóstico y experto en teología, ha opinado que el ateo
sigue estando "colgado" de la cuestión de Dios. Se trata de una
argumentación falaz. Lo cierto es exactamente lo contrario: quien estima que
está en posesión de razones suficientes para negar que exista un referente
real para la idea de Dios acredita así que se ha "descolgado" de la
incertidumbre. A la inversa, quien resuelve permanecer -pública o
privadamente- en la duda agnóstica es claro que, expressis verbis, continúa
"colgado" de la cuestión sobre si Dios es una quimera o una realidad. A los
creyentes les entusiasma presentar al ateo como un fideista recalcitrante
pero al revés, obsesionado por el tema de Dios, tal vez creyendo que por
esta vía espuria exorcizan la calificación de fanatismo que pesa sobre ellos
mismos. Esta actitud de mala fe recuerda la muy mala prensa que siempre ha
tenido que soportar el ateísmo. Las ancestrales creencias animistas de los
seres humanos, ancladas probablemente en los mecanismos genéticos de
supervivencia de la especie, han modelado tan vigorosamente nuestro acervo
cultural que la declaración personal de ateísmo exige gran lucidez y mucho
carácter, pues desmantela las seguridades y certezas transmitidas por las
tradiciones religiosas y absorvidas compulsivamente por las generaciones
sucesivas de nuestra especie.
Autor: Gonzalo Puente Ojea
ex embajador del Reino de España ante el Estado de la Ciudad del Vaticano
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| Autor: Jaume d'Urgell |
| Correo electrónico: jaume@durgell.com |
| Sitio web: www.durgell.com |
| Teléfono: 609 907 711 |
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La actitud personal ante la cuestión de Dios puede discurrir por dos vías
opuestas. La respuesta afirmativa del teísmo estructura explícita o
implícitamente la concepción del mundo en el sentido de un ordenamiento
jerárquico de la realidad, y su desdoblamiento en una esfera de lo
sobrenatural y trascendente y una esfera de lo natural e inmanente. El
creacionismo, la existencia e inmortalidad del alma, y la retribución de una
vida personal más allá de la gloria son las tres cláusulas básicas de la
respuesta afirmativa. La respuesta no-afirmativa presenta dos versiones
diferenciales: el agnosticismo y el ateísmo. La finitud de la existencia
humana y el evolucionismo de la materia definen habitualmente el núcleo de
esta respuesta en su doble forma, respecto de la cual se mantiene una viva
discusión en la que intervienen no sólo los increyentes sino también muchos
creyentes movidos por sus intereses religiosos.
La posición del agnóstico puede expresarse así: "los argumentos que se
exhiben en favor de la existencia de Dios no me permiten afirmar que
existe". La posición del ateo es más terminante: "los argumentos que se
exhiben en contra de la existencia de Dios me permiten afirmar que no
existe". Es decir, ante la hipótesis teísta, el agnóstico niega modalmente
un enunciado afirmativo de existencia, apoyándose en el axioma según el cual
quien afirma debe probar; mientras que el ateo afirma modalmente un
enunciado negativo de existencia, fundándose en el axioma en virtud del cual
los juicios negativos de existencia son verdaderos en tanto no se demuestre
lo contrario. Ahora bien, en el orden práctico -es decir, existencial,
jovenlandesal, conductual, profesional, etc.- el agnóstico y el ateo se comportan de
modo esencialmente equivalente, pues, como pone de manifiesto el análisis de
la función performativa del lenguaje y la experiencia común, el uno y el
otro descartan operativamente la hipótesis teísta.
La postura del agnóstico es esencialmente metodológica, porque pone el
acento en la naturaleza, según él, no-conclusiva de la argumentación del
creyente. Propone, por principio, desconocer el referente teísta y suspender
cautelarmente el juicio definitivo sobre la posibilidad de saber si Dios
existe o no. Sin embargo, el punto crítico de la discusión radica en
dilucidar si, una vez planteada la cuestión de Dios, es posible dejarla en
suspenso sine die, aparcarla y continuar por la senda de la vida sin redimir
la hipoteca de esta indefinición personal. En mi opinión, esto es
teóricamente posible, pero prácticamente más bien imposible. El point
d'honneur del agnóstico frente al creyente es tan formalista y tan
teoricista en su actitud de espera -dice que necesita pruebas concluyentes
para decidir- que, de hecho, su posición nominal no se corresponde con los
esquemas de comportamiento vital a los que cada uno de nosotros tiene que
atenerse en el mundo de la praxis, entendiendo por esta categoría no sólo lo
que se hace (práctica), sino también la estructura teórica y motivacional de
lo que se hace (ideología, discurso comunicativo, intereses). Apenas parece
discutible que tanto en el plano del saber como en el plano de la vida
cotidiana resulta ineludible adoptar, al menos provisionalmente, un
posicionamiento de dirección positiva o negativa sobre la hipótesis testa,
aunque este posicionamiento no alcance una formulación explícita.
Naturalmente, siempre y cuando la pregunta se le plantee efectivamente al
interesado, pues la cuestión de Dios no es, contra lo que suele afirmarse un
universal antropológico, ya que multitud de seres humanos jamás se han
sentido concernidos por esa pregunta o ni siquiera la conocen -y el número
de ellos aumenta a acelerado ritmo en estos tiempos-. Pero si la pregunta
cobra para alguien pertinencia existencial, la actitud agnóstica, en su
estricta formulación teórica, no pasa de aparecer como más bien académica o
vagamente verbal. Estimo que esto es lo que quiso decir Bertrand Russell al
declararse agnóstico teórico y ateo práctico. La decisión positiva o
negativa respecto de la hipótesis testa estructura necesariamente el
conjunto del campo perceptivo, intelectivo y jovenlandesal del ser humano
confrontado al respecto. Cabe que quien se tome a sí mismo por agnóstico
sólo sea un creyente perplejo, en cuyo caso -relativamente frecuente- debe
cambiar su autodefinición. Cabe también que la ideosincrasia de muchos
agnósticos, tejida por el temperamento, el carácter y la educación, les
lleve a inhibirse, ante los demás y ante sí mismos, a la hora de manifestar
públicamente su verdadera posición. Declararse ateo en contextos públicos en
los que la inercia del consenso recibido y la presión social es fuerte,
comporta correr graves riesgos y dificultades para los propios intereses, lo
cual lleva a muchos increyentes a eludir esas declaraciones y a refugiarse
en la relativamente más confortable posición del agnóstico, generalmente más
pasivo y mucho menos peligrosa, con la puerta expresamente abierta a los
intentos de quienes deseen proselitizarlo, o simplemente utilizarlo para sus
propios fines, en tanto que sean conciliables con los fines e intereses de
los que entran en el juego.
Cuando se rechazan los argumentos en favor de la existencia de Dios -y sus
cláusulas de acompañamiento-, es sumamente incoherente no reconocer que se
ha accedido a una situación personal de increencia -situación que jamás
puede excluir a priori el retorno a la fe-. Una situación de increencia debe
concluir, en el orden lógico, en una explícita presunción de ateísmo, la
cual obedece metodológicamente al axioma rector que privilegia
inequívocamente la verdad, en principio, de los juicios negativos de
existencia. Remito al lector a mis libros Elogio del ateísmo, de 1995, y
Ateísmo y religiosidad, que acaba de aparecer, si desea profundizar en esta
temática.
Un buen amigo mío, agnóstico y experto en teología, ha opinado que el ateo
sigue estando "colgado" de la cuestión de Dios. Se trata de una
argumentación falaz. Lo cierto es exactamente lo contrario: quien estima que
está en posesión de razones suficientes para negar que exista un referente
real para la idea de Dios acredita así que se ha "descolgado" de la
incertidumbre. A la inversa, quien resuelve permanecer -pública o
privadamente- en la duda agnóstica es claro que, expressis verbis, continúa
"colgado" de la cuestión sobre si Dios es una quimera o una realidad. A los
creyentes les entusiasma presentar al ateo como un fideista recalcitrante
pero al revés, obsesionado por el tema de Dios, tal vez creyendo que por
esta vía espuria exorcizan la calificación de fanatismo que pesa sobre ellos
mismos. Esta actitud de mala fe recuerda la muy mala prensa que siempre ha
tenido que soportar el ateísmo. Las ancestrales creencias animistas de los
seres humanos, ancladas probablemente en los mecanismos genéticos de
supervivencia de la especie, han modelado tan vigorosamente nuestro acervo
cultural que la declaración personal de ateísmo exige gran lucidez y mucho
carácter, pues desmantela las seguridades y certezas transmitidas por las
tradiciones religiosas y absorvidas compulsivamente por las generaciones
sucesivas de nuestra especie.
Autor: Gonzalo Puente Ojea
ex embajador del Reino de España ante el Estado de la Ciudad del Vaticano
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