A
Altair
Guest
«Acostarse con una niña en Camboya cuesta cinco dólares y liberarla,
50»
Enrique Figaredo, jesuita español y obispo de Battambang, describe a
LA RAZÓN el delirio de vivir allí: «La gente es muy pobre. No tiene
dónde trabajar. La prespitación no es una opción, es la única»
Los campos están sembrados de minas antipersona. Las calles de
cortesanas. ¿Víctimas?Los niños, que acaban mutilados o cobrando
menos de 20 dólares por servicio sensual. Camboya se desintegra.
Cristina Trujillo
Madrid- Si la Magdalena hubiera sido esbozada con rasgos asiáticos y
en este siglo, viviría en Camboya. Habitaría en cualquier esquina del
Bulevar Monivong y se movería, de forma escurridiza, entre los mejores
hoteles de Phnom Penh, muy cerca de las embajadas de Francia y Reino
Unido. Tendría entre 12 y 15 años y se ofrecería al viandante por un
puñado de dólares, nunca más de 20, con los que podría comprar unos
granos de arroz para mantener a su padre, mutilado, y a su madre,
enferma de sida.
Su rostro, el de una niña, estaría surcado por las cicatrices de la
historia reciente –más de dos millones de personas aniquiladas en el
régimen de los jemeres gente de izquierdas– y por la ingratitud de un presente de
campos minados y pandemias sin cura. A pesar de todo, la Magdalena
jamás tendría una mueca de tristeza, quizá albergando la esperanza de
poder salvarse de sí misma o de que alguien la ayudase a escapar.
Esta Magdalena es, en esencia, Camboya. De sus poros emana el olor
de la supervivencia; el dolor del que cada día se levanta y sabe que
lo hace para pelear por no morir, para enfrentarse a un nuevo
infierno. Pero un infierno dibujado en colores bellos, sencillos.
Enrique Figaredo, un jesuita español que fue nombrado obispo de
Battambang en 2000, llegó a Camboya en 1994. Se quedó prendado de la
sencillez; se quedó horrorizado por la desgracia. Se quedó. Se quedó e
instaló una casa en la que poder socorrer a los niños que van al campo
a trabajar y vuelven sin extremidades porque una mina antipersona se
las voló en mil pedazos. Y ya que estaba ayudando, se paró también a
socorrer a algunas de las cortesanas parvularias que se ponen en
manos del primero que les ofrece unas monedas.
Su experiencia, lleva once años allí, le ha enseñado que nadie se
habitúa al horror. Y menos cuando los que sufren el latigazo de
atrocidad son los niños: «Llevo muchos años aquí y no me acostumbro.
Es horrible. Cuando crees que ya lo has visto todo, que no puede haber
nada peor, te encuentras con nuevos casos que superan los anteriores.
Ves cómo los niños donan sus piernas artificiales. O cómo las
adolescentes se despiden de sus padres y les dicen que van a trabajar
a una fábrica y en realidad van a prostituirse. Los padres no
preguntan, no quieren saber, porque, en la mayoría de las ocasiones,
el dinero que entra en sus casas lo traen los niños. Es un delirio.
Una auténtica locura».
De repente, se hace un silencio. Al cabo de segundos, Kike –así
quiere que lo llamen– narra: «Ahora mismo han llegado a la casa de
acogida dos niñas. La más pequeña Tang, de 9 años, se ha quedado sin
pierna hace unos días. Su poder de recuperación ha hecho que nos dé
lecciones. Hoy mismo, Tang me ha dicho: «A mí ya me has ayudado mucho.
Ahora ayuda a otros». Es impresionante». Tang es uno de los treinta
niños acogidos en esta casa del servicio camboyano del refugiado. «No
tenemos capacidad ilimitada –justifica Figaredo–. Lo único que podemos
hacer es curarlos y, una vez curados, recoger a otros que estén en
peores condiciones».
Lo de las cortesanas es diferente. Una vez que son captadas por
una mafia, es complicado sacarlas. «La gente aquí es muy pobre.
Además, no se puede trabajar en nada. La tierra está sembrada de
artefactos explosivos. La prespitación no es una opción. Es la única
opción».
Miles de niñas, niños y mujeres se ven abocados a la calle. Las
edades son cada vez más tempranas –«hay niñas pequeñísimas», se
escandaliza Kike–. En Camboya, todo se vende. Hasta la gente. A veces,
el «trueque persona por dinero» lo hace la propia familia para poder
garantizarse el sustento durante un tiempo. «Ves a las criaturitas
ofreciendo sus servicios por 5 dólares a los autóctonos y por 20 a los
extranjeros. Vamos, que por cuatro pesetas puedes tener a una niña
para lo que quieras. Esto está haciendo que se incremente el turismo
sensual porque aquí las niñas son bellísimas y hay desalmados que son
capaces de viajar kilómetros para tenerlas y poseerlas», cuenta Kike.
En Camboya la prespitación no se esconde en la trastienda. Está en
el escaparate. Los padres, lejos de intentar evitar que sus hijos
acaben en ella, no dicen nada. Se callan. Kike no se calla. Habla: «De
lo único que entienden aquí los padres y las madres es de que no
tienen dinero y de que de alguna manera hay que conseguirlo. El límite
entre lo que está bien y lo que está mal es difuso, casi no existe.
Entonces prefieren ni ver ni oír en lo que trabajan sus hijos».
«Algunas niñas, hartas de ser vejadas, sí piden ayuda. Algunas madres
que no pueden consentirlo también solicitan información e intentan
arrancar de las garras de los traficantes de personas a sus hijas.
Pero no es lo habitual», se queja. «Hace unos años, yo mismo rescaté a
dos adolescentes de la prespitación. Ellas habían viajado hasta
Tailandia para ejercerla y para poder mantener a su madre y a sus seis
hermanos pequeños. Cuando conseguí sacarlas, cuando las traje de
regreso a Camboya, ocurrió lo peor: su madre murió de tuberculosis, su
padre, un alcohólico, no se hacía cargo de ninguno de sus hijos. Y
ellas, se cuestionaron si habían hecho bien dejando la única actividad
que les aportaba dinero».
La historia de la niña esclava. La dejadez y la desidia han conseguido
que decenas de Ong’s se instalen en Camboya con el único objetivo de
informar a las familias de que existen otras alternativas, de que no
sólo la prespitación da dinero. Una de las que más logros ha obtenido
en este terreno es Afesip, capitaneada por Somaly Man, una niña
esclava que logró recomponerse y que obtuvo, no hace mucho, el premio
Príncipe de Asturias por su labor. «Cuando encuentro a niñas
desvalidas ejerciendo la prespitación, las mando allí», dice Enrique.
«Somaly es la persona que más puede ayudarlas porque ella sabe por lo
que están pasando y por lo que tendrán que pasar».
Lograr que una niña abandone los prostíbulos es difícil. Las mafias
son poderosas. «Para salvar a los menores, sólo hay dos opciones:
raptarlos en un descuido de los cabecillas y llevarlos a una provincia
alejada del lugar en el que ejercían o pagar por ellos, dar dinero por
su liberación», dice Enrique. ¿Pagar? «Sí. Por 50 dólares puedes
salvar a una persona. Aquí todo tiene un precio; todo se vende».
50»
Enrique Figaredo, jesuita español y obispo de Battambang, describe a
LA RAZÓN el delirio de vivir allí: «La gente es muy pobre. No tiene
dónde trabajar. La prespitación no es una opción, es la única»
Los campos están sembrados de minas antipersona. Las calles de
cortesanas. ¿Víctimas?Los niños, que acaban mutilados o cobrando
menos de 20 dólares por servicio sensual. Camboya se desintegra.
Cristina Trujillo
Madrid- Si la Magdalena hubiera sido esbozada con rasgos asiáticos y
en este siglo, viviría en Camboya. Habitaría en cualquier esquina del
Bulevar Monivong y se movería, de forma escurridiza, entre los mejores
hoteles de Phnom Penh, muy cerca de las embajadas de Francia y Reino
Unido. Tendría entre 12 y 15 años y se ofrecería al viandante por un
puñado de dólares, nunca más de 20, con los que podría comprar unos
granos de arroz para mantener a su padre, mutilado, y a su madre,
enferma de sida.
Su rostro, el de una niña, estaría surcado por las cicatrices de la
historia reciente –más de dos millones de personas aniquiladas en el
régimen de los jemeres gente de izquierdas– y por la ingratitud de un presente de
campos minados y pandemias sin cura. A pesar de todo, la Magdalena
jamás tendría una mueca de tristeza, quizá albergando la esperanza de
poder salvarse de sí misma o de que alguien la ayudase a escapar.
Esta Magdalena es, en esencia, Camboya. De sus poros emana el olor
de la supervivencia; el dolor del que cada día se levanta y sabe que
lo hace para pelear por no morir, para enfrentarse a un nuevo
infierno. Pero un infierno dibujado en colores bellos, sencillos.
Enrique Figaredo, un jesuita español que fue nombrado obispo de
Battambang en 2000, llegó a Camboya en 1994. Se quedó prendado de la
sencillez; se quedó horrorizado por la desgracia. Se quedó. Se quedó e
instaló una casa en la que poder socorrer a los niños que van al campo
a trabajar y vuelven sin extremidades porque una mina antipersona se
las voló en mil pedazos. Y ya que estaba ayudando, se paró también a
socorrer a algunas de las cortesanas parvularias que se ponen en
manos del primero que les ofrece unas monedas.
Su experiencia, lleva once años allí, le ha enseñado que nadie se
habitúa al horror. Y menos cuando los que sufren el latigazo de
atrocidad son los niños: «Llevo muchos años aquí y no me acostumbro.
Es horrible. Cuando crees que ya lo has visto todo, que no puede haber
nada peor, te encuentras con nuevos casos que superan los anteriores.
Ves cómo los niños donan sus piernas artificiales. O cómo las
adolescentes se despiden de sus padres y les dicen que van a trabajar
a una fábrica y en realidad van a prostituirse. Los padres no
preguntan, no quieren saber, porque, en la mayoría de las ocasiones,
el dinero que entra en sus casas lo traen los niños. Es un delirio.
Una auténtica locura».
De repente, se hace un silencio. Al cabo de segundos, Kike –así
quiere que lo llamen– narra: «Ahora mismo han llegado a la casa de
acogida dos niñas. La más pequeña Tang, de 9 años, se ha quedado sin
pierna hace unos días. Su poder de recuperación ha hecho que nos dé
lecciones. Hoy mismo, Tang me ha dicho: «A mí ya me has ayudado mucho.
Ahora ayuda a otros». Es impresionante». Tang es uno de los treinta
niños acogidos en esta casa del servicio camboyano del refugiado. «No
tenemos capacidad ilimitada –justifica Figaredo–. Lo único que podemos
hacer es curarlos y, una vez curados, recoger a otros que estén en
peores condiciones».
Lo de las cortesanas es diferente. Una vez que son captadas por
una mafia, es complicado sacarlas. «La gente aquí es muy pobre.
Además, no se puede trabajar en nada. La tierra está sembrada de
artefactos explosivos. La prespitación no es una opción. Es la única
opción».
Miles de niñas, niños y mujeres se ven abocados a la calle. Las
edades son cada vez más tempranas –«hay niñas pequeñísimas», se
escandaliza Kike–. En Camboya, todo se vende. Hasta la gente. A veces,
el «trueque persona por dinero» lo hace la propia familia para poder
garantizarse el sustento durante un tiempo. «Ves a las criaturitas
ofreciendo sus servicios por 5 dólares a los autóctonos y por 20 a los
extranjeros. Vamos, que por cuatro pesetas puedes tener a una niña
para lo que quieras. Esto está haciendo que se incremente el turismo
sensual porque aquí las niñas son bellísimas y hay desalmados que son
capaces de viajar kilómetros para tenerlas y poseerlas», cuenta Kike.
En Camboya la prespitación no se esconde en la trastienda. Está en
el escaparate. Los padres, lejos de intentar evitar que sus hijos
acaben en ella, no dicen nada. Se callan. Kike no se calla. Habla: «De
lo único que entienden aquí los padres y las madres es de que no
tienen dinero y de que de alguna manera hay que conseguirlo. El límite
entre lo que está bien y lo que está mal es difuso, casi no existe.
Entonces prefieren ni ver ni oír en lo que trabajan sus hijos».
«Algunas niñas, hartas de ser vejadas, sí piden ayuda. Algunas madres
que no pueden consentirlo también solicitan información e intentan
arrancar de las garras de los traficantes de personas a sus hijas.
Pero no es lo habitual», se queja. «Hace unos años, yo mismo rescaté a
dos adolescentes de la prespitación. Ellas habían viajado hasta
Tailandia para ejercerla y para poder mantener a su madre y a sus seis
hermanos pequeños. Cuando conseguí sacarlas, cuando las traje de
regreso a Camboya, ocurrió lo peor: su madre murió de tuberculosis, su
padre, un alcohólico, no se hacía cargo de ninguno de sus hijos. Y
ellas, se cuestionaron si habían hecho bien dejando la única actividad
que les aportaba dinero».
La historia de la niña esclava. La dejadez y la desidia han conseguido
que decenas de Ong’s se instalen en Camboya con el único objetivo de
informar a las familias de que existen otras alternativas, de que no
sólo la prespitación da dinero. Una de las que más logros ha obtenido
en este terreno es Afesip, capitaneada por Somaly Man, una niña
esclava que logró recomponerse y que obtuvo, no hace mucho, el premio
Príncipe de Asturias por su labor. «Cuando encuentro a niñas
desvalidas ejerciendo la prespitación, las mando allí», dice Enrique.
«Somaly es la persona que más puede ayudarlas porque ella sabe por lo
que están pasando y por lo que tendrán que pasar».
Lograr que una niña abandone los prostíbulos es difícil. Las mafias
son poderosas. «Para salvar a los menores, sólo hay dos opciones:
raptarlos en un descuido de los cabecillas y llevarlos a una provincia
alejada del lugar en el que ejercían o pagar por ellos, dar dinero por
su liberación», dice Enrique. ¿Pagar? «Sí. Por 50 dólares puedes
salvar a una persona. Aquí todo tiene un precio; todo se vende».