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Buki*
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60 Aniversario del bombardeo nuclear norteamericano
El mayor acto terrorista en la historia humana
Lisandro Otero
Rebelión
El próximo seis de agosto se cumplirán sesenta años del mayor acto
terrorista jamás cometido en la historia humana. Ese día el avión Enola lgtb
volaba sobre los cielos del Japón. A las ocho y dieciséis minutos de la
mañana el comandante Paul Tibbets tiró de la palanca que dejó caer un
voluminoso artefacto en la ciudad sobre la que volaban. Cuarenta y cinco
segundos más tarde, cuando el ingenio se hallaba aún a 600 metros de la
tierra, se produjo una horrísona explosión, un relámpago intenso y cegador
se esparció a 1200 kilómetros por hora y una ola de presión devastadora
derribó edificios como si fueran de papel; la temperatura ambiente se elevó,
en segundos, a quince millones de grados centígrados; una nube de humo
rojizo en forma de hongo se alzó sobre la ciudad. En ese brevísimo lapso
ciento diez mil personas perecieron y otras ciento noventa mil quedaron
heridas, con graves quemaduras o con mutilaciones deformantes de su cuerpo.
La ciudad de Hiroshima había dejado de existir. Se iniciaba la era atómica.
Aún se discute la procedencia de ese acto de barbarie que algunos
disfrazaron como una necesidad militar. El presidente Harry Truman, quien
tomó la decisión final aconsejado por el Estado Mayor del Pentágono alegó,
entonces, que con esa demostración de fuerza se evitaba el asalto final
contra las islas japonesas para culminar el conflicto armado en el Pacífico,
uno de los escenarios de la Segunda Guerra Mundial. Los analistas de la Casa
Blanca dijeron entonces que con esas 200 mil vidas japonesas se había
ahorrado un millón de vidas norteamericanas, que es lo que habría costado la
invasión a Japón. Son muchos los que difieren de ese estimado. Japón estaba
prácticamente derrotado. Alemania, su socio en el eje geopolítico, había
capitulado. Las Filipinas, Iwo Jima y Okinawa habían caído bajo control
norteamericano, Tokío estaba siendo bombardeado, la flota imperial había
sido destrozada en la batalla de Midway y resultaba poco menos que
inoperante. Era cuestión de tiempo la rendición del Mikado.
Desde que en 1942 el Presidente Roosevelt autorizó la puesta en práctica del
proyecto Manhattan los científicos que experimentaban con la fisión nuclear
habían advertido de las terribles consecuencias destructivas que ello
pudiera tener para la humanidad. El 3 de mayo de 1945, Robert Oppenheimer,
el principal investigador del esquema atómico había declarado en nombre de
sus compañeros de laboratorio: "No nos responsabilizamos con la solución de
problemas políticos, sociales y militares planteados a partir de la energía
atómica". El propio Albert Einstein, quien había advertido a Roosevelt sobre
las posibilidades que se abrían, también llamó la atención del ejecutivo
estadounidense de la necesidad de administrar cautelosamente el poder del
átomo desencadenado.
Los Estados Unidos y sus socios británicos ya habían perdido la sensibilidad
ante esta destrucción masiva de vidas humanas. Los bombardeos a la ciudad
alemana de Dresde, en febrero de 1945 habían causado 245 mil muertos en dos
días de martilleo incesante de la aviación aliada. Una guerra que había
causado veinte millones de muertos rusos, seis millones de polacos, cinco
millones de alemanes y dos millones de japoneses más seis millones de
judíos, no iba a conmoverse con la perspectiva de unos cientos de miles de
víctimas asiáticas añadidas. Por ello el 9 de agosto se lanzó una segunda
bomba atómica sobre la ciudad de Nagasaki provocando la muerte de otras
decenas de miles adicionales.
Hiroshima ha quedado como el símbolo de la bestialidad militarista de la
estupidez sin sentido, de la insania destructiva que se apodera de los
gobernantes cegados por la obsesión triunfalista y el afán de conquista.
Algo similar a lo sucedido recientemente en Irak donde cegada por la
ambición petrolera la administración republicana de Bush desencadenó la
destrucción de un país, de vidas humanas, de su patrimonio cultural. Pese a
sus pregonadas tradiciones democráticas Estados Unidos han procedido de
acuerdo a estas normas destructivas en Panamá, Santo Domingo, Cuba,
Nicaragua, El Salvador, Guatemala, Afganistán y Palestina. El mayor estado
terrorista del mundo sufrió en su propia carne, el once de septiembre, la
amarga acometida que ellos tantas veces han aplicado al resto del mundo.
El mayor acto terrorista en la historia humana
Lisandro Otero
Rebelión
El próximo seis de agosto se cumplirán sesenta años del mayor acto
terrorista jamás cometido en la historia humana. Ese día el avión Enola lgtb
volaba sobre los cielos del Japón. A las ocho y dieciséis minutos de la
mañana el comandante Paul Tibbets tiró de la palanca que dejó caer un
voluminoso artefacto en la ciudad sobre la que volaban. Cuarenta y cinco
segundos más tarde, cuando el ingenio se hallaba aún a 600 metros de la
tierra, se produjo una horrísona explosión, un relámpago intenso y cegador
se esparció a 1200 kilómetros por hora y una ola de presión devastadora
derribó edificios como si fueran de papel; la temperatura ambiente se elevó,
en segundos, a quince millones de grados centígrados; una nube de humo
rojizo en forma de hongo se alzó sobre la ciudad. En ese brevísimo lapso
ciento diez mil personas perecieron y otras ciento noventa mil quedaron
heridas, con graves quemaduras o con mutilaciones deformantes de su cuerpo.
La ciudad de Hiroshima había dejado de existir. Se iniciaba la era atómica.
Aún se discute la procedencia de ese acto de barbarie que algunos
disfrazaron como una necesidad militar. El presidente Harry Truman, quien
tomó la decisión final aconsejado por el Estado Mayor del Pentágono alegó,
entonces, que con esa demostración de fuerza se evitaba el asalto final
contra las islas japonesas para culminar el conflicto armado en el Pacífico,
uno de los escenarios de la Segunda Guerra Mundial. Los analistas de la Casa
Blanca dijeron entonces que con esas 200 mil vidas japonesas se había
ahorrado un millón de vidas norteamericanas, que es lo que habría costado la
invasión a Japón. Son muchos los que difieren de ese estimado. Japón estaba
prácticamente derrotado. Alemania, su socio en el eje geopolítico, había
capitulado. Las Filipinas, Iwo Jima y Okinawa habían caído bajo control
norteamericano, Tokío estaba siendo bombardeado, la flota imperial había
sido destrozada en la batalla de Midway y resultaba poco menos que
inoperante. Era cuestión de tiempo la rendición del Mikado.
Desde que en 1942 el Presidente Roosevelt autorizó la puesta en práctica del
proyecto Manhattan los científicos que experimentaban con la fisión nuclear
habían advertido de las terribles consecuencias destructivas que ello
pudiera tener para la humanidad. El 3 de mayo de 1945, Robert Oppenheimer,
el principal investigador del esquema atómico había declarado en nombre de
sus compañeros de laboratorio: "No nos responsabilizamos con la solución de
problemas políticos, sociales y militares planteados a partir de la energía
atómica". El propio Albert Einstein, quien había advertido a Roosevelt sobre
las posibilidades que se abrían, también llamó la atención del ejecutivo
estadounidense de la necesidad de administrar cautelosamente el poder del
átomo desencadenado.
Los Estados Unidos y sus socios británicos ya habían perdido la sensibilidad
ante esta destrucción masiva de vidas humanas. Los bombardeos a la ciudad
alemana de Dresde, en febrero de 1945 habían causado 245 mil muertos en dos
días de martilleo incesante de la aviación aliada. Una guerra que había
causado veinte millones de muertos rusos, seis millones de polacos, cinco
millones de alemanes y dos millones de japoneses más seis millones de
judíos, no iba a conmoverse con la perspectiva de unos cientos de miles de
víctimas asiáticas añadidas. Por ello el 9 de agosto se lanzó una segunda
bomba atómica sobre la ciudad de Nagasaki provocando la muerte de otras
decenas de miles adicionales.
Hiroshima ha quedado como el símbolo de la bestialidad militarista de la
estupidez sin sentido, de la insania destructiva que se apodera de los
gobernantes cegados por la obsesión triunfalista y el afán de conquista.
Algo similar a lo sucedido recientemente en Irak donde cegada por la
ambición petrolera la administración republicana de Bush desencadenó la
destrucción de un país, de vidas humanas, de su patrimonio cultural. Pese a
sus pregonadas tradiciones democráticas Estados Unidos han procedido de
acuerdo a estas normas destructivas en Panamá, Santo Domingo, Cuba,
Nicaragua, El Salvador, Guatemala, Afganistán y Palestina. El mayor estado
terrorista del mundo sufrió en su propia carne, el once de septiembre, la
amarga acometida que ellos tantas veces han aplicado al resto del mundo.