Con once o doce años me tiré de cabeza de un espigón en el Zapillo de Almería con la marea mucho más baja que lo normal y me encontré el fondo antes de lo que esperaba. Me había tirado ya decenas de veces en el mismo horario, pero nunca antes había estado la marea a esa altura.
Mis brazos no esperaban el impacto y no ofrecieron resistencia, caí con la cara contra el fondo en una hincada casi vertical y mi cuello se dobló hacia atrás violentamente con un creck audible... y me quedé en el fondo, flotando y sin reacción mientras era consciente de que me iba a ahogar si no reaccionaba rápido. Y no pude, floté suavemente hasta la superficie con la cabeza apuntando hacia abajo, los brazos semiabiertos y sintiendo que mi cuerpo no respondía. Luché para poner los pies en el suelo y sacar el melón del agua, ¡y lo conseguí!, ¿pero quién dice que conseguía meter aire en el pulmón?
Fuera escuché a los que se reían del golpe que me había dado sin saber que estaba ahogándome; nadie ayudó, solo burlas. Y tras algunos segundos angustiosos más donde empezaba a ver las cosas perdiendo el contorno y las piernas la fuerza para mantenerme erguido, ¡el aire entrando suavemente! Poco a poco conseguí recuperarme y respirar normalmente.
Salí vivo no sé cómo. No sé cómo no me partí el cuello. Ni cómo no morí ahogado.
Desde entonces, lección aprendida a palos: aunque conozca de memoria, o crea que conozca, la profundidad de donde voy a tirarme, el primer salto se hace en pie para que no haya sorpresas desagradables.