Maximo Pradera desea un cáncer a Macarena Olona, Trump o Aznar en diario Público

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Una de las cosas más detestables del cáncer es que casi siempre le toca la china a quien no se lo merece. Ahora, a Julia Otero. ¿En serio, no había otra persona en el mundo? ¿Julia? ¿Que lleva haciéndonos felices en las ondas prácticamente desde que Marconi inventó la radio? ¡Que yo ya me reía con ella, Susan y Académica Palanca en los 90, en La Radio de Julia! Porque sé de buena tinta que su cáncer tiene buen pronóstico, que si no me ponía ahora mismo en modo Miguel Hernández y desataba una tormenta de piedras, rayos y hachas estridentes.

Al enterarme del cáncer de Julia, me entró la misma indignación que cuando el destino se cebó con Notre Dame. Lo dije en un tuit que me costó la excomunión: en habiendo auténticos engendros arquitectónicos, como la Almudena (ese cruce entre Lladró, el Museo de Cera y Las Vegas), va y se quema la catedral más bonita del mundo. La cuna de la polifonía. ¿¿¿What the f...??? ¡Exijo un responsable!

Vamos a admitir– que ya es mucho admitir – que los humanos tengamos que soportar un número X de mutaciones celulares mundiales al cabo del año. Porque el cáncer no es más que eso, una mutación. Una mutación chunga, no evolutiva, de esas que permitieron en su día a la jirafa desarrollar un cuello modelo Cayetana, para ramonear en las copas más altas de las acacias. Las células sanas, al replicarse, cometen errores y se producen las malditas mutaciones. Algunas células enloquecen, como Calígula y deciden que son inmortales. Que no se suicidan cuando ya no sirven. Y se replican, y se replican, y se replican...Por eso Julia las llama células egoístas. Lo único que les importa, a las cabronas, es su propio pellejo.

Pero digo yo: ¿esas mutaciones no podrían repartirse con más tino? ¿Para qué tenemos a Trump, o a Aznar, o a la arpía de Macarena Olona, sino para que les toque algo en el sorteo? El primero ha estado a punto de cargarse el planeta (si es que no lo ha logrado ya, al salirse del Acuerdo de París) e intentó dar un golpe de estado en la democracia con más solera del mundo. El segundo nos metió en la guerra de Iraq, en la burbuja inmobiliaria y ahora desde FAES, se dedica a emponzoñar la convivencia de los españoles con delirantes teorías conspiranoicas. De Macarena Olona solo sé que se cuadra, cual monja alférez, ante el féretro del torturador Rodríguez Galindo y que dice que el hombre no mata, mata el asesino. Que no existe la violencia de género. ¡Ángel del cielo!

Eran tres candidatos cojonudos para febrero. Pues nada, macho: la Otero con cáncer y ellos sanos como cervatillos. Tampoco es imprescindible que vayan a reunirse hoy con el Creador. Pero estaría bien que tuvieran que bregar con el tratamiento, que casi siempre es chungo de narices.

Si el cáncer fuera un ejército, habría con quien parlamentar:

–Mi general, le cambio el tumor de Julia Otero por uno de David Cameron (sí, el tarado que nos metió en el Brexit) y otro de Marine Le pen (sí, la fánatica que dice que todo es culpa del inmigrante).

Es un dos por uno, no podría negarse. Lo malo del cáncer es que no es un ejército, es una banda. De pandilleros, de delincuentes juveniles. No está claro con quién habría que hablar para poner orden en este sindiós. Digo que son delincuentes juveniles, porque si algo caracteriza la célula cancerosa es que es una célula inmadura. Una cagaprisas. En su loco afán por crecer, multiplicarse e ir ganando posiciones, se escinde (mitosis) antes de tiempo, lo cual la hace peligrosa y vulnerable a la vez. Peligrosa, porque puede llegar a crecer a un ritmo vertiginoso, cuando se pone chula y agresiva, y vulnerable, porque su propia inmadurez le impide autorepararse cuando le empiezas a dar caña con los tratamientos disponibles.

¡Ah, los tratamientos! Otro de mis temas favoritos. Hemos mandado un rover a Marte pero las armas de que disponemos para enfrentar el cáncer son aún dignas de la Edad Media. Todos se basan en el principio: yo (paciente) me voy a jorobar, pero más te vas a jorobar tú (célula cancerosa).

Es inaceptable. Prehistórico.

A excepción de algunos tratamientos muy selectivos, fuera de carta, con inmunoterapia, donde enseñan a nuestro sistema inmunitario a no dejarse engañar por el tumor y disparar a dar de baja de la suscripción de la vida sobre él, sin más contemplaciones, lo que tenemos en el menú para cepillarnos un cáncer es viejuno y deprimente, como de veterinario del siglo XII.

  1. El hacha del verdugo, esto es, la cirugía. Te quitan media berza o te sacan la próstata, lo que decida el cirujano. Desde hace unos años existe un robot llamado Da Vinci que permite extirpar la próstata con precisión milimétrica. Los pacientes ya no se quedan impotentes ni sufren pérdidas de orina. O eso dicen. ¿Alguien se anima? Es tan caro que como no te lo cubra el seguro, tendrás que hipotecar la casa.
  2. La catapulta (con piedra incendiaria incluida). Es decir, la radioterapia. Tumbamos al canceroso en una tabla conectada a un acelerador de partículas y durante unos minutos bombardeamos su tumor con fotones. Partículas invisibles que golpean las células cancerosas (y ¡ojo! también las sanas), liberan energía al atravesarlas y les parten el ADN por varios sitios a la vez. Las muy capullas no son capaces, como decía antes, de autorepararse como hacen las células adultas (que también quedan lesionadas) y si no mueren en el choque contra el fotón, lo hacen a los pocos días, con el espinazo destrozado. A mí me gusta imaginar que su agonía es lenta y dolorosa.
  3. El asedio medieval, que equivale al bloqueo hormonal. Te inyectan una sustancia para que tu cuerpo deje de producir testosterona o estrógenos durante X meses y el tumor se queda seco. En el caso del varón, hasta hace relativamente poco, no había química para detener la producción de testosterona y al paciente había que practicarle una orquitectomía. Que es como los cirujanos llaman a cortarte los bemoles. ¿A que es encantador?
  4. El veneno, a lo Lucrecia Borgia. Te inyectan sustancias que arrasan con todo. Y a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga. También suena muy top y ultramoderno. ¡Lo quiero probar!
Se lo decía el otro día a Julia: cuando te detectan un cáncer – y hablo, como los sabios, desde la experiencia – se producen dos reacciones simultáneas. La primera y más obvia es el miedo: ¿saldré de ésta?

La segunda y más desconocida es la rabia. Porque el cáncer es silencioso como un indio apache. Son tus propias células mutadas las que te atacan a traición, con nocturnidad y alevosía. Produce el mismo cabreo que cuando descubres que te traiciona tu pareja o te sisa un administrador en el que confiabas. Afortunadamente, esa rabia ayuda a sobreponerse a la autocompasión del ¿por qué a mí? Y uno la puede utilizar, como La Fuerza de Star Wars, para acabar con el hideputa.

Ayer me disfracé de Obi–Wan Kenobi, me aparecí ante la Otero y le soplé el mantra al oído.

–¡Utiliza la rabia, Julia, deja que ella te guíe! ¡Que desate el infierno de tu sistema inmunitario!

Y me consta que mi joven padawana me va hacer caso: ¡su tumor ya está muerto y aún no lo sabe!

Enhorabuena, jefa. Ya es el segundo que te cargas.


El cáncer de Julia
 
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dabuti

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