Hace dos años y unos meses murió mi madre. Recuerdo haber estado con ella minutos antes de su muerte. Aunque estaba con una enfermedad terminal grave, parecía todavía una persona viva, respiraba, tenía color en su piel, pequeños movimientos musculares.
Cuando volví a verla 10 minutos más tarde de que hubiera muerto y la toqué, la primera sensación extraña que tuve fue lo fría que estaba en relación a la temperatura que tiene una persona viva y, sobre todo, esa expresión vacía, de ausencia absoluta de vida, pálida, amarillenta, como si ese cuerpo que yo aún reconocía como de mi madre ya no le perteneciera a ella. Como si allí en ese cuerpo ya no estuviera mi madre sino sólo un envoltorio de piel sin nada dentro, sin alma, sin espíritu, sin vida.