MagicPep
Madmaxista
Ojito, que camas todos tenian una... los andaluces son vagos hasta para contar mentiras.
“¿Mamá, y yo cuándo me levanto? Tú hoy no te levantas, que sólo hay pantalón para tu hermano”“¿Mamá, y yo cuándo me levanto? Tú hoy no te levantas, que sólo hay pantalón para tu hermano”
OLIVIA CARBALLAR / Sevilla / 10 Feb 2014
Un grupo de jornaleros.
Un grupo de jornaleros.
Lo que van a leer a continuación lo escribió José Martínez Ruiz, Azorín, en 1905. El escritor llegó en tren a Lebrija (Sevilla) y se plantó delante de un grupo de jornaleros en el casino del pueblo. De esos encuentros con las víctimas de la hambruna nació La Andalucía trágica, título que engloba los artículos publicados en El Imparcial y recogidos en Los Pueblos.
[...] Vamos a ver; yo deseo que ustedes me digan lo que piensan con franqueza sobre esta situación. Pedro considera con rápida mirada a los demás; los demás son Juan, Pepe Luis, Manuel, Ginés y Antonio. Todos van vestidos con sus chaquetillas ceñidas, livianas, sutiles, de blanco lienzo; todos tienen las caras tostadas, escuálidas, fláccidas, con los ojos hundidos; todos se hallan sentados con posturas un poco rígidas, con los sombreros puestos sobre los muslos. Y Pedro -un viejo de ojos claros, vivos, elocuentes- se ha vuelto hacia mí, ha dado una vuelta entre sus manos a su chapeo, y ha dicho: “Esto, ya lo ve usted, no puede estar peor…”. ¿Qué jornal ganan ustedes en tiempos normales en Lebrija? “En tiempos normales -replica Pepe Luis- ganamos tres reales y una telera de pan”. ¿Una telera de pan? -pregunto yo-. ¿Qué es una telera? “Una telera -dice Manuel- son tres libras” [...]
Supongamos que la familia de usted, Pedro, se compone de usted, de su mujer y de tres chicos. “¡Esa es la familia que tengo precisamente!”, exclama Pedro. En ese caso -replico yo-, no tenemos que imaginar nada. Usted, Pedro, necesita pan. ¿Cuánto pan necesita usted todos los días? “Necesitaré tres kilos. ¿Le parece a usted mucho?” [...]. Aceite, ¿cuánto? “Dos panillas, o sea un real”. Habichuelas, ¿cuántas? “Un kilo, que cuesta treinta y seis céntimos” [...]. ¿Carne? Pedro se detuvo un momento; Juan, Pepe Luis, Manuel, Ginés y Antonio sonríen: “Carne -dice al fin lentamente Pedro-, carne no la probamo“. ¿Vino? Se hace un nuevo silencio y surgen nuevas sonrisas. “Vino -dice Pepe Luis-, de ca tre meses, un vasillo” [...] Y de pronto este Antonio, que ha permanecido callado durante toda la conferencia, ha levantado la cabeza y ha comenzado a hablar [...]. “En Lebrija -ha dicho Antonio- existen grandes extensiones de terrenos incultos; esos terrenos son los que creemos nosotros que el Estado debe expropiar [...]. Hoy hay en el pueblo pequeñas parcelas de tierra arrendadas a los labriegos; pero estos arrendamientos no sirven sino para enriquecer a los intermediarios [...]. Los propietarios van arrendando sus tierras a unos pocos acaparadores, que, a su vez, las subarriendan a los pequeños terratenientes” [...]
Y esto que ustedes me dicen a mí ahora -resumo yo-, ¿lo han pedido ustedes alguna vez en público? “¡Mil veces, mil veces!”, gritan todos. Y Antonio, más vehemente, más exaltado: “Cuando pedimos esto [...] se nos mandan cuarenta o cincuenta guardias civiles [...] se nos enseñan los cañones de los fusiles, y con eso creen haber cumplido su misión ante la sociedad los ministros”. Y luego, con voz más queda, más tranquila: “Nosotros estamos ya cansados” [...]
Hasta aquí Azorín, cuyo relato se ha repetido a lo largo de la historia de Andalucía. Jornaleros y señoritos, patrones y criadas. El poder de unos pocos frente a la miseria de muchos. El pedagogo Luis Bello, cuando visitó el pueblo gaditano de Bornos, durante la dictadura de Primo de Rivera, habló de las tres jerarquías: “Un señor. Cinco arrendatarios. Mil quinientos jornaleros con sus familias, hasta siete mil almas“. Lo recuerda el historiador Fernando Romero en Días de Barbarie. Guerra Civil y represión en Bornos. “Cuatro quintas partes del término municipal –cuatro mil hectáreas– pertenecían a la condesa de Valdelagrana. En el extremo opuesto de aquella sociedad desigual estaban los obreros que no tenían donde caerse muertos: jornaleros de tierra ajena, sin futuro para ellos ni para sus hijos. Y, en medio de ambos, los señoritos del pueblo, una pequeña oligarquía que arrendaba las tierras de la condesa y a quien otro periodista –De la Peña– definió veinticinco años antes como casta de explotadores”.
“En una habitación dormía el padre, la madre, el hijo y el espíritu santo. Dormíamos en colchones de paja y mantas que daban olor a pétroleo, porque no teníamos ni sábanas para ponermos”
“NO TENÍAMOS NI SÁBANAS”
Así se crió Ángeles Férnandez en la dictadura de Franco, una mujer que luchó contra esa estructura impuesta. Hoy sus hijos y los hijos de sus hermanas son universitarios. “Los ricos no se codeaban con los pobres porque llevábamos los pantalones remendados, la mayoría descalzos”, cuenta hoy en su sofá. Durante años, vivió en una casa común con 50 personas más de distintas familias. “En una habitación dormía el padre, la madre, el hijo y el espíritu santo”, dice con sorna. “Dormíamos en colchones de paja y mantas que daban olor a pétroleo, porque no teníamos ni sábanas para ponermos”.
Por las mañanas, bien temprano, salía a recoger bellotas, cuatro kilómetros andando. “Nos teníamos que poner los casquetes de la bellota en las uñas para poder arrancarlas con el frío de las heladas”, continúa. Los señoritos se ponían al lado jaleándolas. “Y luego nos comíamos lo poco que llevábamos en una cazuela, que no había ni fiambreras. Un cachito de tocino frito, una sardinita si la había y una naranja“. Recuerda Ángeles a una mujer mayor, de unos 60 o 70 años, a quien, dice, la tenían limpiando una posada día y noche: “Y era sólo para poder comer ella”. Y luego estaban las que servían en las casas: “Comían las sobras de los señoritos en la cocina”. Por las noches, el pueblo olía a candela. Si llovía, tenían que secar la ropa porque sólo tenían una muda: “Yo recuerdo en aquella casa familiar que un hijo le preguntó a su madre: ¿Mamá, y yo cuándo me levanto? Tú hoy no te levantas, que sólo hay pantalón para tu hermano”.
“Nos comíamos lo poco que llevábamos en una cazuela, que no había ni fiambreras. Un cachito de tocino frito, una sardinita si la había y una naranja”
Los señoritos eran señoritos, impensable llamarlos por sus nombres. “Todo era señorita Juana, señorita Luisa y así… A las señoritas había que moverles hasta el brasero. Y no te podías acercar ni a hablar con alguien que no fuera de eso que llamaban tu clase; imposible hablar con alguien que el padre tuviera una casa o un coche, eso era un miedo”, afirma Ángeles. “Los pobres iban al círculo de labradores a la puerta, sin entrar. Y salía el señorito y les daba en la calle, en la mano, una miseria por su trabajo. Ahí esperaban los pobrecitos, lloviera o venteara”. Ella, una mujer curiosa interesada por la cultura, no pudo estudiar. “Y muchos de los hijos de los señoritos estudiaron, sí, pero a base de regalar jamones”. “¿A eso quieren volver, eh?”, se pregunta. Los suyos, sus hijos, estudiaron con becas. Y espera que a sus nietos no se las quiten. En 2014.