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El timo del ladrillo o la estafa colectiva del precio de los pisos
La existencia de la famosa burbuja inmobiliaria se ha convertido entre los expertos en una materia de discusión semejante a la que mantuvieron algunos en su día sobre el sesso de los ángeles.
2 de mayo de 2007. Los últimos bandazos bursátiles y el euribor, que se comporta como un adolescente al que cada dos días los pantalones le dejan al descubierto las canillas, nos hacen temernos lo peor; los constructores, que siguen jugando al "Exin adosados" con abundantes promociones, dicen por lo contrario, y mientras tanto, el país esta dividido entre quienes aspiran a comprar su primera vivienda y sueñan con que el ladrillo baje de precio, y los que rezamos para que la hipoteca que estamos pagando no termine por superar el valor del piso que hemos adquirido.
Lo cierto es que, independientemente de lo que convenga o no a la economía global, alguien debería poner orden en este despropósito que nos lleva a tener que desembolsar auténticas fortunas por unas viviendas que son, en muchos casos, una auténtica estafa.
En Finlandia, por ejemplo, cuando un particular decide vender su casa, ésta debe de pasar una revisión oficial, de manera que un técnico del Estado certifica que las calidades que aseguramos que tiene son realmente las que hay y que, en consecuencia, el precio que se exige corresponde a la realidad de la oferta. La sobrevaloración de una propiedad está contemplada y penalizada como una estafa. Aquí, sin embargo, arrastrado por la euforia del dinero fácil, cualquiera puede descolgarse pidiendo una punta de miles de euros por un piso en el que las cañerías parecen la sinfónica de Berlín, las paredes son de cartón piedra, los baños huelen a cloaca y el ascensor pasa por la cabecera de la cama.
Habrá quien diga, con más razón que un santo, que en una economía de libre mercado la culpa no es del que pide sino del que paga. Recuerdo que hace unos años se exponía en Arco un Seat Panda de cuarta mano con un colchón enrollado en la baca. Tal cual. Le pregunté a Urculo quién decidía que aquello tenía valor artístico, y me respondió que el que lo pagaba a precio de obra de arte. Ahí está el quid de la cuestión. Nos hemos acostumbrado a pensar que siempre habrá alguien que termine soltando por lo que tenemos mucha más pasta de la que en su día nosotros pagamos por ello, y al mismo tiempo, todos tragamos con lo que nos piden porque sabemos que dentro de unos meses, lo que hoy nos supone embarcarnos en una hipoteca demencial, estará fuera de nuestro alcance por completo.
Es indudable que una crisis profunda del sector inmobiliario supone una catástrofe para todos, pero este escándalo de precios por viviendas que no valen ni la vigésima parte de lo que se pide por ellas no debería continuar.
Ninguna economía seria puede sustentarse eternamente sobre una estafa colectiva y menos en un país en el que el empleo precario nos obliga a escalar la montaña hipotecaria con la única protección de un arnés hecho de pompas de jabón y una estampita de Santa Rita, patrona de los imposibles, en el bolsillo.