Hagamos La Sagra grande again 2- Las cosas como son.

Kadashman-Enlil I

Madmaxista
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Yo no soy de La Sagra, sino de Aragón, pero de un sitio reseco que comparte características de abandono y soledad. Es un territorio desértico, pero, aunque no haya motivos para sospecharlo, descansa sobre una falla geológica en la que desde hace millones de años se acumula un agua purísima a miles de metros de profundidad. En Medinaceli sale tan helada que aquellos viajeros no avisados que meten la cabeza bajo el chorro en los días más calurosos del estío sufren pasmos, por Alhama sale caliente, y en el resto de sitios sale normal, a saber por qué. Los científicos saben de sus ciencias, pero poco de lo que no se enseña en las clases magistrales en las aulas zaragozanas, tan lejos de los montes de encinos y las comarcas sin nombre, habitadas por personas que desarrollaron por fuerza ciertas peculiaridades, cuya existencia sólo conocen los que callan sobre ellas.


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El carácter de los lugareños, sin dejar de ser seco, es más sociable si hay vino de garnacha de la zona de por medio, tosco y fuerte, que hace hablar a los ancianos viudos de las mujeres que, en vida, les aconsejaban no ir cascando por ahí de lo que habían visto u oído.

El lugareño de pueblo habla, cuando hay lumbre y jovenlandesapio, como exorcizándose a sí mismo. Habla de lo que sabe, le han contado o intuye para obligarse a no verse nunca en la situación en la que se hallan, no aquellos que se alejan de su casa tres o cuatro leguas para trabajar sus tierras, sino quienes viven en los montes detrás de las últimas tierras cultivadas, allá donde no hay necesidad de ir, del otro lado de los vados de torrentes extraña y cuidadosamente adoquinados con guijarros grandes y oblongos, en una especie de opus spicatum, posiblemente heredado de los romanos, y que trazan una especie de frontera. Digo frontera, aunque nadie ha escrito ningún cartel señalándola; lo digo porque aquellos que viven fuera de las grandes urbes y frecuentan terrenos que llevan miles de años sin cambiar de aspecto, interpretan señales que para el común de la gente civilizada son invisibles. Las ven y hasta las huelen.

Cuando a los abuelos se les calienta el pico, te cuentan que la Paca se casó en estado. -Cuánto tiempo hace de eso, Braulio? -Ufff, hará lo menos 60 años! -Pero, ¡de qué me estás hablando, Braulio! Sesenta años, válgame Dios, que sigues aún con eso!

Te cuentan de las tonadillas que se inventaba el Villita, que era muy de la juerga y la guitarra, que cantaba coplas por Miguel de Molina y le dedicó una canción a la mujer del pastor, la que se metió una botella por el shishi, le hizo ventosa y no la pudo sacar hasta que la desculó el herrero. Te cuentan de los jovenlandeses. Cuando hablan de donde "los jovenlandeses" has de saber pescar, porque te pueden hablar de unos jovenlandeses de la semana pasada, de hace 300 años, de romanos o de celtíberos, e igual interesa darse un garbeo con un aparato que no se puede nombrar, pero pita al pasar sobre un metal. Si te hablan ya de jovenlandeses y verracos enormes, es que te están haciendo partícipes de una antiquísima transmisión oral respecto a habitantes del epipaleolítico. Luego volverán a sus relatos jaraneros sobre Jose El Cebollas, pero que no le digas El Cebollas, porque se mosqueará mucho, por unos asuntos que ocurrieron.

Son sitios con mucha historia, muchísima, infinita, insondable; son generaciones sobre generaciones sobre generaciones contándose cosas a la hora de encontrarse, y, así como aspiramos moléculas de aire que habrán pasado por las narices de Moisés en Egipto o bebemos una molécula de agua sobre que en algún momento habrá chapoteado un euparkérido, habrá moléculas de leyendas, usos, costumbres y relatos que siguen circulando, siendo nosotros, los Don Braulio o los Jose El Cebollas, tan sólo unos pequeños entes de los que la tradición se vale para que le demos un pequeño impulso hacia adelante, uno más, hasta el próximo.

Eso, lo de repetir cosas habladas en el pasado, el Braulio lo ejecutaba con enorme eficiencia, casi sin pensarlo. Pero si le preguntabas por las fiestas patronales, a pesar de los años y la voluntad que ponía en que no se notara, aún se podía apreciar un breve respingo y la pregunta: "¿Las fiestas? ¿qué fiestas? Ah, las fiestas... sí, las fiestas, ya, bueeno, eso". Ya no se mostraba tan lenguaraz y se le veía como si le hubieras tocado el ojo, así se encerraba y retraía.

Al Braulio era mejor no hablarle de las fiestas.

En lo que se conoce como El Triángulo del Agua de Aragón, hay fiestas y fiestas, hay feligreses y feligreses.

Hay los pobladores que se creen antiguos, pero que en realidad no lo son tanto, que profesan un catolicismo ferviente, y que creen que la tradición de la España católica apostólica y romana es "la de toda la vida". Ésos, tienen las fiestas y las romerías del santoral, de las que viven las radios y televisiones autonómicas en los meses de calor, haciendo como que ponen el micrófono a los Amantes de Teruel para que hablen con voz engolada y con supuesta entonación medieval, mientras detrás una señorita de tez morena con la camiseta de la selección de fútbol de Colombia vende jabones y velas y un poco más allá, una camarera rumana pone cañas en la terraza del bar.

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Los "otros" se dan un paseo por la plaza y la iglesia, pero al regresar a casa, contemplan la foto del bisabuelo y meditan sobre lo que estaría haciendo en los meses de la canícula, en los que los chorros de agua empapan musgos y riegan helechos con la neblina que se levanta al golpe con la roca y alimentan higueras salvajes bajo cuya umbría se olvida el calor sofocante, regalos de la naturaleza que algunos agradecen con unos signos que muy pocos reconocerían, porque no se ven en iglesia alguna. Los "otros", son los que al pasar por un cruce de caminos, miran en derredor y cuando nadie los ve, agregan una piedra a un montículo, que por otra parte, periódicamente es derribado por los unos, que reniegan de los hábitos paganos, y vuelto a levantar por los otros, que prefieren que los senderos estén protegidos de todo mal.

A ver, que los otros no son eruditos. No sabrían explicarte el proceso mediante el que la adoración a Diana Cazadora mutó en la Asunción de la Virgen, así como muchos católicos no sabrían decirte el por qué del Puente de Agosto, pero saben que en épocas, se seguían otros rituales, hasta que vinieron forasteros a cambiarlos. Los bailes que ahora se realizan como un hecho turístico, para solaz de señores barrigudos con polos que se les suben por encima del ombligo al estirarse para grabar el espectáculo, mientras sus mujeres se pelean por quién ha movido la silla del mejor sitio y los chavales molestan a todo quisqui, eran cosas serias, de las que dependían las cosechas y por consiguiente, la supervivencia. Los roscones que las niñas se disputan en las procesiones de la Virgen, eran los símbolos solares que se llevaban a las deidades de la oscuridad y así cerrar el ciclo anual.

Qué sabrán los jóvenes, me contaba Braulio que le decía su abuelo, que a su vez le relataba que su padre, Aquiles, solía mentar a menudo unas palabras ininteligibles que sonaban como "VOTA EN REUS ENERI NINFI". Ni su abuelo, ni él, ni yo entendimos de primeras quién era ese Eneri Ninfi que había que votar en Reus, ni jamás encontré lista alguna de partido que llevara a este señor como candidato. Pero ahí estaba el dicho.

-Braulio, tu bisabuelo, Aquiles...
-No se llamaba Aquiles, sino Balbino.
-¿Y eso? Si me has dicho que se llamaba Aquiles.
-No, no se llamaba Aquiles. Le decían Aquiles.
-¿Y por qué?
-Porque encontraba agua.

Acabáramos. A Balbino le decían Aquiles, porque de alguna forma habían conservado el vocablo Áquilex, que así llamaban a quien tenía el oficio de encontrar aguas subterráneas.

Balbino había encontrado desde dónde alimentar las fuentes públicas del pueblo que se estaban secando, pozos para el ganado de sus vecinos y para otros pueblos, ya que se hizo muy conocido en la comarca.

Huelga decir que en el gran y umbrío terreno detrás de la casa, tenía un fantástico e inagotable aljibe, del que se relataban fantásticas historias sobre la calidad de las aguas, que al parecer, concedían longevidad a los que hacían uso frecuente de ella, aunque también era cierto que algunos que hicieron uso de tal agua murieron jóvenes, a saber.

"Para vivir hay que beber y creer" decía Braulio.
-¿En qué, Braulio?
-En las cosas cómo son.
-Yo quiero creer en las cosas cómo son, Braulio.
-Pues en la iglesia, no son como son. En otras partes sí.
-¿Dónde y cómo son, Braulio?
-Pues, hijo, yo no soy leído, no te lo sabría explicar. Son. Pero en la iglesia te decían que en las fuentes que nos dan la vida vive el malo. No dejaron de molestar y perseguir a quienes nos subían el agua, porque tenían que poner lo suyo, ¿entiendes? Mataron a mucha gente que les echaba el pan los días señalados, como se ha mandado de siempre, porque había que dárselo ahora a los santos e historias, ¿sabes? Y venga cortar árboles y poner a las ovejas a beber de las fuentes. Y se fueron retirando, son muy tímidas. Nos dejaron convertido en un secarral lo que antes era un vergel, y ellos tan contentos, porque "es lo que Dios manda", ¿no lo ves? Y ahora nosotros tenemos que... en fin...

No entendí mucho, pero no me atreví a preguntar más. Braulio estaba fatigado y murmuraba frases sin sentido; así lo dejé.

Tuve una premonición. Dediqué varias noches a la tarea de confirmarlas o desecharlas, y finalmente escogí tres días para vigilar la enorme casa familiar del anciano.

Tras dos de las fechas pasadas sin notar nada extraño, y estando a punto de creer que estaba demasiado imbuido de supuestos misterios y era hora de ir a por unas cervezas al bar, decidí apostarme por última vez en un sitio desde el que era imposible ser visto, el lunes siguiente al Domingo de Resurrección. Y hubo premio. Muy tarde, comenzaron a pasar por la oscura esquina habitantes del pueblo y personas a quienes no había visto nunca. Algunas aparcaban sus coches a un par de manzanas y tras esperar unos minutos, se arrancaban a andar despaciosamente; algunos daban un par de vueltas y volvían. Sobre las tres y media de la madrugada, se alinearon ante la puerta del Braulio, entrando de dos en dos. Un impulso me movió a mezclarme en el último grupo que se acercaba al portal, y me confundí con ellos sin mayor dificultad, ya que el interior de la vivienda estaba tan desdibujado por la penumbra como la vieja calle.

La fila cruzó la sala, salimos a un patio porticado y luego, al terreno en el que destacaba, entre la imponente vegetación, el antiguo pozo de agua.

Braulio, a pesar de ser el dueño de casa, se mantenía rezagado, junto con el grupo; seguramente en otros tiempos iría a la cabeza, pero por edad había cedido el honor a compañeros más jóvenes y fuertes.
Un par de éstos se dirigieron a una pesada tapa de hierro, la cogieron por las asas y la hicieron pivotar sobre sus goznes, descubriendo la entrada a una escalera de piedra, a los lados de la que formaron fila para iluminar el acceso con sus teas, cuyas llamas tremolaron al recibir la primera vaharada de aire tibio y húmedo que ascendía del pozo.

Descendí disimulado entre el conjunto de los visitantes, escalón tras escalón de arcaica piedra tallada, de los que conté más de treinta; calculé así que habíamos bajado unos ocho metros hasta que llegamos a una especie de bodega, en la que se amontonaban polvorientos trastos, barricas para vino y vetustas vasijas de cerámica vidriada.

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Hacía calor, el ambiente estaba saturado de humedad y olía a madera podrida, a grasa rancia y a siglos de escasa
ventilación; no obstante, tenía que haber alguna, a tenor del agitar de las llamas al paso de un hilo de aire frío que de tanto en tanto atravesaba a la muchedumbre de peregrinos.

Pasamos bajo un arco de piedra ennegrecido por el hollín de incalculables antorchas, y reanudamos la bajada.

Los peldaños diferían ya en altura y en fábrica: mucho más grandes y toscos, pero gastadísimos en el apoyo de los pies, todo hacía pensar que esta gradería había sido transitada durante mucho tiempo, luego olvidada y tal vez, redescubierta accidentalmente y vuelta a conectar con el exterior.

Habiendo ya bajado unos veinticinco escalones, por lo que estaríamos ya a una veintena de metros bajo el nivel de la calle, caí en la cuenta de que podía apreciar los detalles de lo que pisaba gracias a una tenue luminosidad verdosa que alumbraba nuestro camino y permitía ver, en las paredes, rezumantes de agua salitrosa, del túnel que nos dirigía a las profundidades kársticas, fósiles y antediluviana vegetación calcificada. Pronto, si bien manteníamos los escalones bajo nuestros pies, el techo del túnel cambió. Pasó de ser excavado por manos humanas a ser natural, habida cuenta de su tortuosidad y las estalactitas, rotas hace incontables siglos para no entorpecer el paso de los caminantes. A llegar a este punto, los congregados se agitaban y empujaban, visiblemente excitados, lo que hacía presumir que ya estábamos cerca de nuestro destino, fuese éste el que fuese.

Al encarar un recodo pronunciado en la galería, comenzó a distinguirse el rumor cada vez más acusado de agua en movimiento. Los caminantes, ceremoniosos, comprobaron los paquetes y bolsas que llevaban en las manos, y pronto, me vi obligado a disminuir mi velocidad de descenso, dado que la cabeza de la fila se detuvo.

La persona que iba a mi lado me propinó un codazo y, sin hablar, me entregó una pequeña rosca de pan. Aunque creía haber pasado lo más inadvertido posible, era evidente que desde el primer momento, mi compañero me había identificado como neófito y sabía que no llevaba ofrenda.

A la tenue luz, distinguí una inscripción sobre el arco de entrada al recinto, sobre las cabezas de los peregrinos, en escritura lapidaria romana:


VOTA REVS VENERI NIMPHYS

Recordé la frase del Braulio: "VOTA EN REUS ENERI NINFI". No se trataba de votar a nadie en Reus; se trataba de que el reo, el obligado al voto para con la divinidad, se acogiese al beneplácito de las ninfas de Venus al entrar al recinto.

A una señal, la caravana se reanudó, y accedimos a una gigantesca gruta, de enorme altura y profundidad. La luminosidad verdosa era omnipresente y parecía no ser emitida por ninguna fuente en particular. Coronaba la caverna una impresionante cascada, cuyos saltos descargaban en un impetuoso y cristalino arroyo, que desaparecía rugiendo en una nube de vapor que medio ocultaba otro cráter que se abría a una profundidad ya insondable. En la increíble playa interior que flanqueaba al curso de agua, se hallaban dispuestos un grupo de oficiantes, vestidos con prendas pretéritas que simulaban osamentas blancas sobre una tela negruzca o roja y que presentaban una viscosa pátina de aterradora vejez y ominoso simbolismo.



Al son de la melodía hipnótica y repetitiva de dulzainas y cajas, los danzantes iniciaron una serie de singulares figuras que delataban una antigüedad espantosa, y que al parecer estaban destinadas a convocar a ciertas fuerzas o presencias, para lo que aparentemente tenían que garantizar que la figura revestida del estropeado traje de esqueleto rojo sería derrotada, como en una especie de danza de la fertilidad de las que se danzan aún en algunos rincones de España para los turistas.

Y precisamente el hecho de que estuviese presenciando una verdadera danza de fertilidad en estado original, es lo que comenzó a preocuparme. Caí en la cuenta de que, en los próximos minutos, tendría el privilegio de contemplar si la victoria de las fuerzas de la luz sobre la oscuridad en este arcaico baile sería actuada o salvajemente real, y comenzó a faltarme el aire presa de una emoción desconocida.

Para cuando desperté de mis cavilaciones, el oficiante de rojo era un guiñapo y se sacudía sin resistencia alguna en manos de los bailarines, a los que se iban sumando vecinos y vecinas, que avanzaban con el paso corto y penoso propio de la ancianidad, intentando dar bastonazos o golpear blandamente con las puntas de los zapatos dados de sí, los abanicos o hasta los artríticos nudillos, perdiendo el resuello, las gafas, las dentaduras y los trabajados peinados en el ardor de la refriega.

Mientras arrastraban al lado de una roca alejada a la víctima propiciatoria, Braulio y yo por fin cruzamos miradas. La suya evidenció una mezcla de sorpresa y vergüenza. Alzó los hombros, colocando las palmas hacia arriba, como disculpándose, y se ajustó la gorra. Aparté la vista, asqueado.

Todos juntos, a la señal del que parecía dirigir el ritual, todos, danzantes y peregrinos, se agolparon a las márgenes del torrente, empapándose de niebla acuosa, con ramitas de helecho en sus manos, susurrando y gesticulando con las manos en dirección al hueco de la cascada desde donde brotaba el curso de agua. A otra señal, comenzaron a arrojar pan al agua, que comenzó a ser devorado por una enorme cantidad de peces albinos y ciegos. Recibí otro codazo, y también eché pan al agua, al son de las dulzainas que clamaban mientras las cajas redoblaban.

Surgieron de entre la lluvia de la cascada subterránea, mágicamente, unos seres transparentes, frágiles, impulsados suavemente con irisadas alas que salían de sus hombros y sienes. Estaba contemplando, mareado por una combinación de incredulidad y espanto, a ninfas de agua, que se inclinaban grácilmente a pocos metros de mí para recoger pequeños trozos de pan de la ofrenda. Algunas señoras les arrojaban coronas de flores, ante lo que, tímidamente, retrocedían. Sentí que el impacto de lo que me estaba sucediendo era demasiado, y una sensación de locura e irrealidad me invadió. ¡Ninfas de agua, jorobar! ¡Cómo voy a estar viendo eso!

Creí desvanecerme. Retrocedí a trompicones entre la muchedumbre de ancianos ataviados como para un viaje del Imserso, abuelitos a los que imaginas bajando de un autobús con una garrafa de mal aceite tintado de verde. Abuelitas de bingo y tejido de calceta.

Mientras reculaba hacia la puerta, pude contemplar espantado cómo los ancianos desvestían al danzarín rojo y lo colocaban en el agua, sujetándolo mientras esperaban que otros seres, escamosos, de diminutas cabezas, burlonas lenguas y larguísimas y delgadas extremidades se sentaban a horcajadas en su cuerpo y lo desencallaban hábilmente impulsándose con las patas violáceas y semejantes a las de un centollo, dirigiéndolo hacia el cráter en el que desaparecía la corriente, entretanto la música ya desenfrenada y penetrante ahogaba los chillidos zumbones de las deformes criaturas encargadas de transportar la ofrenda al inframundo.

Me apoyé en el arco que daba entrada a la galería de las escaleras, con el corazón retumbando y preparado para lo que fuese.

Esperaba cualquier cosa menos lo que ocurrió a continuación.

Todos se giraron, y el sacerdote del culto se abrió paso entre la muchedumbre, con el traje rojo de danzante en las manos, extendiéndolo hacia mí, mientras todos me miraban fijamente, con los ojos muy abiertos, entretanto las dulzainas y las cajas aceleraban la repetitiva y diabólica melodía.

Corrí, corrí, corrí escaleras arriba, golpeándome, cayendo, empujando puertas, cajas, vasijas, hasta la pesada tapa, que con fuerza sobrehumana logré empujar, y corrí y corrí y seguí corriendo.




Desperté en el hospital de la capital de la comarca, conectado a una bolsa de suero fisiológico, atendido de múltiples contusiones, fiebre y delirios, en el curso de los cuales había relatado una cantidad de increíbles y fantasiosas historias, según lo que me contaron las enfermeras.

Fingí una piadosa amnesia, y a los pocos días, me mudé a un piso de ciudad, lo más cèntrico posible. Desde ese momento, necesito estar rodeado de gente, ruido y luces de neón, siempre que no sean de tonalidad verde y el ruido no sea de agua
 

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