LA INQUISICIÓN INGLESA
La historia de la Inquisición anglosajona conoce dos etapas diametralmente opuestas. La primera de ellas abarca los 300 años que trascurren entre el siglo XIII y el XVI: es la época de la
Inquisición católica. De esta época el hecho más destacable y conocido es el vergonzoso asesinato en la hoguera de la joven francesa
Juana de Arco, acusada de hereje. Aquel proceso, amparado en la religión, consiguió el objetivo político de acabar con una adolescente que carecía de noble abolengo, pero quien había conseguido vencer a los ingleses en el campo de batalla. Tiempo después, el Papa declararía nulo el juicio e inocente a Juana de Arco. Aunque Juana ya había sido ejecutada.
En el primer tercio del siglo XVI esta Inquisición católica inglesa se tras*forma prácticamente de la noche a la mañana en la Inquisición anglicana, a partir de la ruptura con el Papa y la declaración de
Enrique VIII como cabeza de la Iglesia de Inglaterra.
Todo comienza cuando en 1533 Enrique VIII se desentiende de la unidad con Roma como respuesta a la negativa papal a concederle el divorcio de
Catalina de Aragón, para casarse con su concubina
Ana Bolena. Ante esta ruptura con la Iglesia, el Papa responde con la excomunión. En esta tesitura el monarca inglés sostiene que el Papa no tiene competencia para excomulgarle, pues el verdadero Papa es él mismo. Para que no quedase duda de ello, convocó al Parlamento a fin de que oficialmente lo declarase jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra. Una vez aprobada tal declaración, que contravenía la
Carta Magna, se consideró como ley fundamental. Por tanto, para reforzar el rango que se concedía o reconocía al rey de Inglaterra, el Parlamento redactó el
Acta de Supremacía. Este documento obligaba a que todo inglés admitiera al rey como su suprema autoridad religiosa.
Tal grado de sumisión de la Iglesia al Estado, y (de forma jovenlandesal) de toda la sociedad al monarca, sigue siendo una realidad constitucional en pleno siglo XXI. Es como, por ejemplo, si en la Constitución española, se escribiese que el rey es también el papa o patriarca de la Iglesia española. Pues eso mismo sigue siendo una anacrónica realidad en un país que nadie duda en llamar moderno, y que en el que su reina, a la vez jefa de Estado, es también cabeza de la Iglesia anglicana.
Una vez aprobada el Acta de Supremacía por el rey Enrique VIII, fundador de la Iglesia anglicana, se decretó que todo el pueblo de Inglaterra había de jurarla, so pena de fin. La sentencia se fue ejecutando, sin piedad alguna, con todos aquellos que valoraban su derecho a la libertad y dignidad por encima de su propia vida. Así, nada más redactarse el acta, el obispo John Fisher, 18 religioso cartujos y algunos sacerdotes son ejecutados. Meses más tarde, les siguen 500 frailes, 12 duques y condes, 13 abades, 174 nobles, 18 obispos, 2 arzobispos, e incluso el que hasta hacía poco había sido Lord canciller del Reino y máximo dirigente del gobierno: Sir
Tomas jovenlandés. Así, decenas de miles de súbditos, que Vittorio Messori llega a cifrar en más de 72.000 víctimas.
A Enrique VIII le sucedió su hija
María Tudor, nacida de su matrimonio con Catalina de Aragón (hija de los Reyes Católicos). Con ella vuelve el catolicismo a Inglaterra y un periodo de relativa paz, aunque marcado por un grado de revanchismo contra la etapa anterior. María Tudor murió sin engendrar descendencia de su marido
Felipe II de España, quien, por cierto, fue el último rey consorte de Inglaterra, ya que el resto de esposos de reinas inglesas han ostentado tal categoría, como es el caso del cónyuge de Isabel II, que es duque y no rey. Ante la ausencia de heredero directo de María, la sucedió su hermanastra Isabel, hija de Enrique VIII y Ana Bolena.
Isabel I ha sido la figura clave y más trascendente en la historia de Inglaterra, y al mismo tiempo la más compleja. Fue clave porque tuvo la determinación necesaria para iniciar la cerrare que convertiría, tiempo más tarde, a Inglaterra en una de las primeras potencias mundiales. Isabel fue también una personalidad de una enorme complejidad que gustaba de adornarse ante sus súbditos de una ternura y sensibilidad casi mística, haciéndose verdaderamente adorable, mientras en la intimidad desataba su lujuria y crimen.
Fue Isabel la reina que concedió numerosas “
patentes de corso”, que eran una especie de licencias pata convertir un oficio deplorable como era la piratería en su servicio útil al pueblo inglés. Así, contó con una armada formada por piratas “por cuenta ajena”. Por tanto, asaltar los buques españoles, asesinar a su tripulación y robar su mercancía ya no era un execrable crimen, sino que era una forma de servir a Dios y a su sagrado pueblo anglicano, puesto que se limpiaba el mar de católicos españoles. Además, esta práctica ayudaba a sanear las finanzas de Inglaterra, que era, casualmente también, la nación predilecta de Dios según la nueva religión.
Durante el reinado de Isabel se termina de afianzar y dar forma a la religión anglicana. Su nuevo Credo, constituido por los “42 artículos”, se denomina
Acta de uniformidad. Estos artículos, literalmente calcados del calvinismo, venían a condensar la esencia del anglicanismo, por lo que se hizo obligatorio su juramento, al menos si se quería seguir conservando bienes y vida. También se hizo obligatoria la asistencia a los servicios religiosos protestante (en cambio, la Inquisición española jamás obligó a nadie a ir a misa). La crueldad y la tremenda represión religiosa de este reinado queda bien patente en un extraordinario libro:
Tolerance and intolerance in the European reformation 1520-1565. Fue editado en 1996 por la Universidad de Cambrige, y cifra en unas
150.000 víctimas la represión religiosa en esta etapa.
Pocos años después, muerta Isabel sin dejar descendencia, vemos en el trono de Inglaterra a
Carlos I, también anglicano, pero casado con una católica francesa, lo que sin duda influyó para crear cierto clima de menor represión. Sin embargo, andaba en marcha una profunda corriente de cambio en el país que conduciría al auge político de la burguesía. Esta clase social, cada vez más pujante, aspiraba a adjudicarse mayores cotas de protagonismo en todos los órdenes, sobre todo en los que quedaban hasta entonces reservados a la vieja aristocracia.
En primer lugar, la burguesía proponía un sistema económico librecambista frente al antiguo proteccionismo de aranceles y monopolios estatales; en segundo lugar, no concebían otro sistema político que no fuese el parlamentario con representación directa de la propia burguesía. En tercer lugar, y como particularidad de la incipiente burguesía inglesa, profesaba la religión puritana, que era una mezcolanza entre un calvinismo a la inglesa (caracterizado por una inusitada austeridad litúrgica plagada de formalismo y apariencias) y una concepción económica enfocada a garantizar su vocación de predominio. El líder de los puritanos era
Oliver Cromwell, quien encabezó las revueltas que acabaron en la
Guerra Civil de 1642. Esta guerra fue aprovechada para silenciar nuevas persecuciones contra los católicos, más duras todavía que las habían tenido que soportar hasta entonces.
La Guerra Civil acabó con la victoria de Cromwell, y el rey Carlos I se quedó primero sin corona y meses después también sin cabeza. En su lugar, Cromwell se erigió en presidente de la República, una república un tanto singular: no había elecciones y él era presidente vitalicio. En esta época comienza buena parte de la problemática en Irlanda, pues su población en masa se había negado a abandonar el catolicismo, y Cromwell (creyéndose el brazo ejecutor de un castigo divino) organizó lo que se conoce como “
el baño de sangre de Drogheda”, en el que buena parte de la población fue aniquilada, y al resto de los irlandeses que quedó con vida se les quitó el derecho a la propiedad y a sus libertades civiles. Todas esas propiedades pasaron a manos de ingleses protestantes de reconocida “piedad” puritana. A los irlandeses católicos no se les reintegraron sus derechos civiles hasta 1913, poco antes de que se permitiera a Irlanda declarar su independencia.
Muerto Cromwell, Inglaterra anhelaba la vuelta a la monarquía y la paz. Para lograr estos objetivos retornaron al trono los Estuardo en la persona de
Jaime II, legítimo sucesor del decapitado Carlos I. Pero este rey también duró poco. Su error no fue otro que tratar de poner fin a las persecuciones contra los católicos, lo que le acarreó la corona y el destierro definitivo de la dinastía de los Estuardo. La nueva familia real, fie y probada defensora de los postulados protestantes, comenzó con
Guillermo III de Orange, quien promulgó un nuevo y más duro código penal con especial énfasis en los delitos de carácter religioso.
La inquisición inglesa con el tiempo se fue suavizando. Sin embargo, las trabas contra la libertad religiosa han perdurado hasta el siglo XX, cuando, por ejemplo, para graduarse en Oxford había que jurar los artículos de fe anglicana. El número de prohibiciones y obstáculos para los no anglicanos ha incluido la imposibilidad de acceso a determinados cargos públicos. Durante los últimos siglos ningún católicos ha sido nombrado Primer Ministro, responsabilidad que depende del monarca inglés y que no requiere del voto del Parlamento.
---------- Post added 17-dic-2013 at 16:23 ----------
EL EXPOLIO Y LA EXPULSIÓN DE LOS JUDÍOS
El destierro de los judíos en Inglaterra comienza cuando el rey
Juan I, también necesitado de dinero, no tuvo mejor ocurrencia que detener a un acaudalado judío de Bristol y venderle su libertad a cambio de 10.000 marcos. La negativa inicial de este pobre hombre a pagar al extorsión duró tanto como la valoración que tenía de su propia dentadura, pues el rey comenzó a arrancarle un diente por cada día que se retrasase en la “compra de su libertad”. A la sexta mañana la cantidad ya estaba abonada.
Este rey es recordado en Inglaterra con admiración, en las facultades de Derecho del mundo es estudiado como ejemplo de defensa de libertades, por ser el que redactó la
Carta Magna, pero en lo que respecta a sus abyectos sistemas de tesorería apenas se dice algo.
Vistos los buenos resultados, las sucesivas necesidades de liquidez de la Corona fueron provistas de fondos con el mismo sistema, hasta que en 1290
Eduardo I acabó por expulsar a cuantos judíos quedaban en Inglaterra, unos 16.000. Por supuesto, habiéndoles quitado previamente cuanto tenían. Este rey les prometió hacerse cargo de su traslado hasta Jerusalén, hecho que les debió tranquilizar e ilusionar bastante, aunque por poco tiempo, pues nada más salir las naves a alta mar, los judíos fueron echados por la borda entre las risotadas de la marinería que les gritaba:
“¡Llamad a Moisés para que venga a recogeros!”.