Guerra Civil Española."El eco de los pasos "(Juan Garcia Oliver )( CNT ),PDF de 652 paginas muy inte

chispa

Madmaxista
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http://www.memorialibertaria.org/IMG/pdf/2007-faxbook-002.pdf
Chispa : la edicion fue de 5000 ejemplares.
Juan Garcia Oliver:
Este no será un libro completo. Tampoco será una obra lograda.
Sobre la CNT —CNT igual a anarcosindicalismo— se ha escrito bastante.
Y se ha escrito por haberse revelado como la única fuerza capaz de hacer
frente a los militares españoles sublevados contra el pueblo. Fue la CNT —los
anarcosindicalistas— la que impidió, por primera vez en la historia, que un
ejército de casta se apoderase de una nación mediante el golpe de Estado militar.
Hasta entonces, y aún después, nadie se opuso a los militares cuando en
la calle y al frente de sus soldados asestaban a su pueblo un golpe de Estado.
La sublevación de julio de 1936 era de carácter fascista y al fascismo europeo,
en la calle y frente a frente, ningún partido ni organización había osado enfrentarlo.
La CNT —los anarcosindicalistas— no logró hacer escuela en las
formaciones proletarias del mundo entero. Otros golpes de Estado han sido
realizados después por militares. El de Chile, por ejemplo, frente a casi los
mismos componentes que en España —socialistas, comunistas, marxistas—,
pero sin anarcosindicalistas, fue para los militares un paseo. Tal como se está
explicando lo ocurrido en Chile, la lección para los trabajadores será nula.
Porque no fueron los militares quienes mataron a Allende, sino la soledad en
que lo dejaron. Algo muy parecido le ocurrió al presidente de la Generalidad
de Cataluña, Luis Companys, en el movimiento de octubre de 1934.
Entonces, como ahora, predominaba en Europa una manifestación del
comunismo, gritón, llorón, dado a difamar a cuantos no se doblegan al peso
de sus consignas. Bueno, sí, para organizar desfiles aparatosos en Madrid, en
Barcelona, en Santiago, en Berlín. Pero, al trepar al poder Hitler en Alemania,
solamente el anarquista individualista holandés Van der Lubbe tuvo el
arranque de pegarle fuego al Parlamento, desafiando las iras de quien se
creía más poderoso que los dioses. Aquel fuego purificador alumbró la sordidez
del mundo comunista, pagado de sus periódicos, de sus desfiles, de sus
manifestaciones, pero que, carente de la chispa insurreccional de los anarcos,
siempre dejó libre el paso a los enemigos de la libertad. No amando la libertad,
no son aptos para defenderla.
La CNT tuvo excelentes luchadores, hombres y mujeres capaces de llenar
páginas de Historia. Pero careció de intelectuales capaces de describir y de
teorizar nuestras gestas.
Durante años he vivido en la duda de si debía eternizarse nuestras luchas
en narraciones veraces. El final de Allende, asesinado por la soledad en que
lo dejaron sus partidarios, me ha convencido de que convenía que el mundo
obrero conociera lo que éramos colectivamente, y no solamente a través de
la imagen de un hombre y de un nombre. La CNT dio vida a muchos héroes.
En la medida de lo posible deben irse aportando ya los materiales de la
verdadera historia del anarcosindicalismo en su aspecto humano, más importante
que las manifestaciones burocráticas, que tanto se han prodigado. Solamente
la veracidad puede dar la verdadera dimensión de lo que fuimos.
La verdad, la bella verdad, sólo puede ser apreciada si, junto a ella, como
parte de ella misma, está también la antiestética cara de la verdad.
 
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brus

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13 Feb 2009
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Yo me leí el de Abel paz sobre durruti y me gustó bastante a pesar del tochaco que era. García Oliver, catalán, castellanohablante (y eso que era la cataluña antes de que "franco la llenase de pagapensiones castallanos para arrasar la cultura catalana") era un hombre de acción, valiente, un terrorista reconocido por el mismo. Supongo que hablará de cuando montaron la FAI en aquellos tiempos en los que tanto los de un bando como los de otro eran hombres y mujeres valientes que morían por la libertad, por su patria o por los ideales que tuviesen y no se dedicaban solo a despotricar en foros y hacer ataques DoS.
 

chispa

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Cuenta muchas cosas sobre la generalitat tambien,y sobre el golpe de estado,es un libro imprescindible para los que estudian la guerra civil.
 

chispa

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índice
1. El anarcosindicalismo en la calle 9
Fragua de rebeldía 11
La muerte de Pedro 12
Contabilidad de la miseria 14
1909 15
La huelga 16
Trabajo y esperanza 19
Pascua sangrienta 28
La guerra civil de siempre 54
La precaria paz social 66
Guerra social 74
Vuelta en redondo 99
La República del 13 de abril 103
Recuperación de fuerzas 114
El Congreso de Zaragoza 137
Apéndices 140
El fascismo y las dictaduras 140
El avance fascista en España 141
Por los fueros de la verdad 143
Desde la línea de fuego 146
La posición de la CNT 147
Los enemigos del proletariado catalán 148
La baraja sin fin 151
2. El anarcosindicalismo en el Comité de Milicias 153
Palabras y gestos 155
¡ No se puede con el ejército! 171
Maquiavelos en chancletas 177
La derrota 183
La prueba de fuerza 191
Frente de Aragón 194
Derecho de gentes 199
La incógnita valenciana 202
Industrias de guerra y socializaciones 204
Consejos de Obreros y Soldados 209
Las dos caras de la CNT 212
El éxito de la Escuela de Guerra 220
El fracaso de la Escuela de Militantes 223
Justicia revolucionaria 228
Las «pintorescas» columnas anarquistas 331
El Comité de Acción jovenlandés 233
Brigadas internacionales 237
La expedición a Mallorca 238
Sociedad de Naciones 246
El oro de España 249
Los que huían de la FAI 250
Protección a las minorías 253
Dos columnas sin suerte 257
Unidad de mando en Aragón 265
La pólvora sin humo
Cuesta abajo
Todo tiene un término
El anarcosindicalismo en el gobierno 295
¿Nos hundimos? ¡Irremisiblemente! 297
Seguir adelante 308
Madrid sin gobierno 319
¿Queréis dar de baja de la suscripción de la vida a Durruti? 328
20 de noviembre 335
¡A ritmo de guerra y de revolución! 343
Visitas 349
¡ Año nuevo! 355
Justicia a la antigua 377
Bombardeos sospechosos 381
Postales a colores 389
Asturias y Málaga 400
Claroscuros 405
A plena luz 428
Perdido cuando iba por la calle 431
La crisis... y la tristeza 435
Balance 441
De espaldas a la pared 443
¿Tan malos éramos? 464
«Los Cambónos» 476
Me quedo sin cartas 489
En la recta final 503
4. El anarcosindicalismo en el exilio 513
En la resaca 515
Exilado en Suecia 530
Salir de Suecia 537
A través de la Unión Soviética 542
En Estados Unidos, camino de México 549
Los políticos exilados 554
La, Ponencia 561
El Primer Congreso Antifascista 565
Los manifiestos del Comité nacional de la CNT en el exilio 568
Mi conferencia en el Palacio de Bellas Artes de México 583
Hacia el final de la guerra mundial 591
Salida del aislamiento mejicano 597
El gobierno Giral 600
Defecciones y abandonos 604
Refugiados y gachupines 606
A Seguí daba gusto oírle hablar 610
Los hombres de acción de la CNT 612
El Panteón español en México 618
Materia de historia 621
Cuando se ajustició a Dato 625
Cuando asesinaron al «Noi del Sucre» 627
El oaso de los días 636
 

ralph

Madmaxista
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2 May 2008
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Por ejemplo (págs. 250 a 253):



Los que huían de la FAI


La FAI, creada para preservar a la CNT del contagio reformista; llamada a ser el guardián de la revolución que implantase el comunismo libertario, había bajado la guardia y dado paso a elementos de la clase media y en el instante de las decisiones históricas sería ella la que diese el frenazo al movimiento siempre ascendente de la CNT.

Los hombres de la FAI realizaron grandes esfuerzos para aparecer como revolucionarios de buena conducta. Secundaron las presiones del presidente Companys cuando éste se declaraba alarmado por los crímenes que según él se cometían en las calles de Barcelona, y los órganos directivos de la CNT y de la FAI publicaron en los periódicos sendos comunicados tan alarmistas ycondenatorios que al leerlos se podía pensar que Barcelona era presa del más inicuo bandolerismo.

Cosa rara. La revolución en Barcelona y en Cataluña se estaba desarrollando como revolución única en los anales de la historia por las escasas violencias que se cometían. En el Comité de Milicias no hicimos caso a las presiones de Companys, por considerarlas interesadas en determinado sentido.

Cosa no tan rara se estaba observando en los perfiles de una propaganda aviesa, encaminada a achacar a los hombres de la FAI la comisión de los más horrendos delitos. Era como un rumor organizado, una insidia elaborada fríamente por quienes, preparando el futuro que les diese el poder —aquel mismo poder que la CNT y la FAI habían desdeñado— querían tener motivos aparentes para proceder a la detención y fusilamiento de todos los dirigentes de la FAI y de la CNT, porque ya entonces la ola de calumnias incluía en el calificativo «es de la FAI» a todos por igual, a los pocos de la FAI y a los muchos de la CNT.

Empero, pese a vivirse una revolución social, con la rotura de frenos que comporta, la revolución en Barcelona debe aparecer en la historia como una de las revoluciones más conscientes. Cierto que iglesias y catedrales eran saqueadas. No menos cierto era que en la mayor parte de los templos lo que debía ser de oro y pedrería resultaba haber sido sustituido por objetos de latón y vidrio. Las patrullas de requisa recogieron algunos tesoros importantes, que eran entregados en su mayor parte al Comité de Milicias. Pero en el Comité se procedió con cautela y mucho control de los objetos de valor, no quedando nunca depositados en la sede del Comité, de manera que no pudiese señalarse a ninguno de sus miembros como posible escamoteador.

Marcos Alcón fue designado como miembro del Comité de Milicias encargado de recibir a los grupos de requisa y de acompañarlos al palacio de la Generalidad, donde el consejero de Cultura, Ventura Gassol, hacía de depositario. De todas las piezas de valor se hacía un inventario detallado, y de este inventario se hacían tres ejemplares, que firmaban el que aparecía como jefe del grupo de requisa, el consejero de Cultura Ventura Gassol y el miembro del Comité de Milicias responsable. Cada parte se guardaba su partida de inventario.

Había honradez y escrupulosidad. Pero no eran válidas tantas virtudes. Se propalaba el bandidismo de los de la FAI, lo que también quería decir de los de la CNT. Y salían esos rumores difamatorios al extranjero, recogidos por los periódicos. Era corriente leer en los periódicos franceses declaraciones como la siguiente: «He huido de la FAI». «He huido porque los de la FAI querían asesinarme.» A veces, tales declaraciones provenían de políticos que ocupaban altos cargos en la Administración catalana o española. En el acto, eran transmitidas por las agencias de información a todo el mundo.

Los hombres de la CNT y de la FAI, tan inocentes al renunciar a su revolución, habrían de pagar caro su pecado.

No son exageraciones, porque...

Un día, sin despedirse de nadie, desapareció de Barcelona España, consejero de Gobernación de la Generalidad de Cataluña y miembro prominente de Esquerra Republicana. Al día siguiente apareció en Francia, con prisas por ser interrogado por la prensa y las agencias de información. Cuando lo logró, dijo: «Señores, aquello es un infierno. Los de la FAI saquean y matan. He tenido que huir porque iba a ser asesinado por los de la FAI».

El gobierno de la Generalidad de Cataluña, dirigido por hombres de la Esquerra Republicana de Cataluña, de la que era miembro prominente el señor España, consejero de Gobernación, se calló la huida del personaje. Y alguienle puso mordaza a un reportero, Solsona, miembro de Esquerra, jefe del grupo de requisa que se llevó las joyas de la virgen de la Merced, porque andaba diciendo que esas joyas las habían entregado hacía unos días al consejero de Gobernación, España, y que no habían sido depositadas por éste en la Generalidad.

Honrada persona, el honorable consejero de Gobierno de la Generalidad de Cataluña. Había huido, dijo, para no ser asesinado por los de la FAI.

No son exageraciones, porque...

Entró Aurelio Fernández. Era raro que no estuviese enterado de cuanto se
decía.

—¿Ya sabes la novedad? Ventura Gassol, consejero de Cultura del nuevo Consejo de la Generalidad, ha huido a Francia. En llegando ha declarado a los periodistas: «Vengo huyendo de Barcelona porque los de la FAI querían asesinarme».

Todo podía esperarme, menos la huida de Ventura Gassol. Y menos aún, sus declaraciones. Ventura Gassol no era un cualquiera. Era el último hombre de confianza de Maciá, quien mantenía los ideales separatistas dentro de la Esquerra Republicana de Cataluña. Quedaban otros de talla regular, como los hermanos Ayguader, Jaime el más serio, y Artemio, medio señorito sin ocupación; los hermanos Marlés, que también estuvieron con Maciá en París, se habían pasado al comunismo y figuraban en el PSUC. Compte, también de los de París, se separó de Maciá para capitanear el marxista Partit Proletari Cátala y encontró muerte heroica al hacer frente, desde el Centre Autonomista de Dependents, al ejército en octubre de 1934.

¿Ventura Gassol? No era posible. Aquella huida tenía demasiado aspecto de farsa mal ensayada y peor representada.

¿Discrepancias de fondo con Companys, demasiado entregado al cónsul soviético Antónov-Ovseenko, que se comportaba como si fuese un virrey?

¿O demasiado entregado á los comunistas del PSUC, cuyo jefe, Joan Comorera, parecía un reptil enroscado en torno a Companys, como queriendo hipnotizarlo a través de sus gruesas lentes de miope?

Habría que ver lo que había detrás de la huida de Ventura Gassol. Me dirigí al palacio de la Generalidad para entrevistarme con José Tarradellas, consejero presidente de aquel lamentable Consejo que hacía unos días se había constituido y en el que Ventura Gassol fue ratificado en la consejería de Cultura.

Tarradellas me recibió en el acto. Estaba visiblemente perturbado. Le dije:

—Se dice que Ventura Gassol ha huido a Francia.

—Sí, lo sé.

—Y que al llegar a Francia declaró a los periodistas que huía porque los de la FAI querían asesinarle, cosa que también había declarado el consejero de Gobernación, España, que huyó al día siguiente de ser llevadas a Gobernación las joyas de La Merced por el grupo capitaneado por un tal Solsona.

—Yo desconozco esos detalles. Sí sé que España hizo una desdichada huida.

—Supongo que no ignoras que Ventura Gassol era también depositario de los tesoros requisados en Cataluña, entregados al Comité de Milicias Antifascistas.

—Sí. Y pues que sé a lo que vienes, quiero responder a la pregunta que piensas hacerme. Ignoramos si falta algo de los tesoros a él confiados, porque no aparecen los registros de los depósitos. Además de los depósitos que se hicieron en nombre del Comité de Milicias, también se dio entrada a otros que vinieron directamente a la Generalidad. Y tú, que lo conociste bien en París, debes saber que tenía gran afición a la numismática.

—Se me hace muy duro pensar que un hombre como Ventura Gassol haya huido solamente para satisfacer su afición a la numismática. ¿Es que tú o Companys tuvisteis alguna fricción con él?

—No, yo no —dijo Tarradellas.

Estaba indignado por la huida de Ventura Gassol y su infame declaración a los periodistas. Estaba preocupado por lo que podía esconder aquella inesperada fuga. Pedí hablar con Marianet:

—Tengo entendido que el Comité regional tiene una delegación en París, compuesta por Mascarell, Facundo Roca y Nemesio Gálvez. ¿Podrías encargarles que investiguen las idas y venidas de Ventura Gassol?

—Sí, me parece muy bien. Pero dudo de que esos compañeros sepan realizar esa clase de investigación. Lo pasaré a Escorza, para que él envíe a París a alguien que, sin ser conocido de los huidos, pueda informarnos pronto.

Una semana después, Marianet me comunicó que Ventura Gassol se reunía con otros catalanistas en París. Eran de Esquerra, de Acció Catalana, de Estat Cátala y hasta de la Lliga. Tenían reuniones con nacionalistas vascos y se relacionaban con monárquicos españoles. Algo tramaban, pero sería trabajoso saberlo y conseguir pruebas. El que informaba era Minué, de la Comisión de Investigación de Escorza, que dependía de los tres Comités regionales, el de la CNT, el de la FAI y el de la FUL. Opinaba que podría hacerse un expediente, obteniendo pruebas a como diese lugar.

Dije a Marianet que consideraba muy interesante la información y que me daba por satisfecho. Era cosa del Comité regional decidir si las investigaciones debían ser proseguidas en París.​
 
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chispa

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La guerra civil de siempre
Si te sometes, vivirás en paz. Si no te sometes, tendrás que guerrear. Así lo
vi yo, que desde mucho antes de yo nacer, España vivió en permanente estado
de guerra civil. Nuestra permanente guerra civil solamente tuvo como perdedores,
hasta entonces, a los de abajo.
Desde que la CNT se lanzó a luchar por mejorar las condiciones de vida
de los trabajadores, los de enfrente, los que eternamente habían vivido bien a
costa de la mansedumbre de los obreros, se declararon en guerra contra los
Sindicatos Únicos. Y no se conformaban con guerrear contra unas aspiraciones
abstractas, sino que llevaron sus ataques hasta la eliminación física de los
hombres del sindicalismo.
La parcialidad de los gobernantes era evidente. Caían acribillados a balazos
patronos y pistoleros del Libre. Pero caían asesinados muchos sindicalistas.
Lo lógico habría sido que las cárceles fueran ocupadas por burgueses, pistoleros
líbrenos y sindicalistas y anarquistas. Pero no era así. A las cárceles
solamente iban a parar los sindicalistas y anarquistas. Por decenas primero.
Por centenares después. Pero ni un solo burgués.
Cuando descendí del tren en la estación de Reus, procedente de Madrid, lo
primero que vi fue a Padilla y a su grupo de policías, junto al empleado que
recogía los billetes caducados; parecían una trailla de perros dispuestos a
lanzarse sobre su presa. La presa era yo. Pero no lo hicieron. Pasé cerca de
ellos, impasible. El jefe del gobierno y su subsecretario podían atestiguar que
yo estaba en Madrid cuando en Reus fue abatido a tiros el requeté Navarro,
presidente del Sindicato Libre.
Me dejaron pasar. Pero sus miradas decían claramente que no me fiase,
que se echarían encima de mí al primer descuido que tuviese.
Llegué a mi casa. Mi padre y mis dos hermanos mayores acababan de irse
a la fábrica. La pequeña, Antonia, se preparaba para ir a la escuela. Mi madre
me recibió como siempre, cariñosa y azorada. Según ella, nuestra calle estaba
siendo muy paseada por sujetos de mal aspecto, policías o quién sabe qué.
Me enteró de que habían detenido al viejo Carbonell y a otros compañeros,
y de que se habían quedado solamente con Carbonell, al que trasladaron al
castillo de Pilatos, en Tarragona.
Restablecí mi vida normal de trabajador en bares y restaurantes. Informé
al Comité del Sindicato Fabril y al Comité comarcal del resultado de nuestras
gestiones en Madrid. Me informaron los compañeros de las novedades más
importantes: la muerte a tiros del requeté Navarro; la detención y traslado a
Tarragona del compañero Carbonell; la desaparición del compañero Rafael
Blanco inmediatamente después de la muerte del requeté. Por lo que me contó
el compañero Batlle Salvat —y solamente él estaba enterado—, se fue a Barcelona.
Le dio la dirección de Pestaña, donde podría entrar en contacto con
el grupo de Cusi Cañellas, oriundo de Reus y de armas tomar.
La ciudad vivía momentos de angustia. La Guardia civil patrullaba y sometía
a riguroso cacheo a los que vestían de obreros. La policía entraba y salía
por bares y cafés, deteniendo a quien le placía. Las molestias a que la policía
sometía a los patronos de los establecimientos en que yo trabajaba mis días
de extra, me ponían en situación de tener que cesar en mi trabajo.
Estábamos en plena guerra civil, en cuyo dispositivo nosotros ocupábamos
las peores posiciones. De pronto, la situación se agravó. Dos grupos de pistoleros
libreños irrumpieron en la parte más céntrica de la ciudad y, pistola en
mano, repartieron por bares, cafés y plazas un manifiesto en octavillas impresas
en el que se afirmaba que matarían a tiros donde los encontrasen a los
sindicalistas más significados de Reus, cuyos nombres, en número de diez,
insertaban en el manifiesto. Mi nombre iba a la cabeza.
El mismo día del reparto de las hojas, un grupo de aquellos asesinos se
asomó a nuestro local social, que ocupaba la planta baja de una esquina de
la calle San Pablo. Era la hora del atardecer, cuando acudían los obreros a
pagar sus cuotas, a relacionarse entre ellos. Los pistoleros dispararon sus armas,dándose a la fuga rápidamente hacia la calle del Padró. Alguien, de piernas
ágiles y larga zancada, salió del local, tomando la dirección opuesta a la
seguida por los pistoleros, y al llegar a la calle Camino de Aleixar, doblando a
 

chispa

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la izquierda, se dirigió a la plaza del Rey, donde se enfrentaría a los pistoleros,
bastante desprevenidos por aquella táctica sorpresiva.
El perseguidor de los pistoleros era Batista, miembro de la sección de Peones.
Tendría unos treinta años, bastante alto, algo rubio, de cara pecosa y mirar
de zorro. Era tenido por el cazador furtivo más audaz de la comarca.
Llegó a la Fuente del Rey cuando tres de los pistoleros se cruzaban con él.
Pero Batista, sacando de la faja un revólver de tambor, les gritó: «¡En, vosotros
tres!», lo que hizo que se volviesen e intentaran sacar las pistolas. No les
dio tiempo: uno cayó muerto, otro herido en un hombro, que emprendió la
fuga con el tercero, que iba ileso.
Batista era muy conocido. No huyó. Fue detenido y procesado.
El.debut en Reus de los pistoleros fue nocivo para ellos. Se iban a desquitar
pronto. La ocasión se la ofrecieron dos compañeros, Morey y Sugrañes.
Morey procedía de los jóvenes bárbaros lerrouxistas, y Sugrañes, al unirse a
nosotros, acababa de abandonar el requeté. Con ellos ingresaron otros ex
jóvenes bárbaros y requetés. Tal fenómeno se daba no sólo en Reus sino también
en toda Cataluña y gran parte de España, por lo menos allí donde la CNT
organizaba sindicatos.
Al darse cuenta la patronal de que las prisiones y asesinatos no acababan
con el ímpetu proletario, exigió más del gobierno de Eduardo Dato. Aspiraba
a que se dieran plenos poderes a los gobernadores civiles y facultades excepcionales
a los generales Martínez Anido y Arlegui. Dato, amablemente, accedió
a ello, pronunciando el histórico: «¡Sus, y a ellos!».
Estábamos a fines de noviembre de 1921. En toda Cataluña fueron clausurados
por orden gubernativa los sindicatos de la CNT y declarados ilegales los
pagos de las cuotas obreras a sus respectivos sindicatos. Se llenaron las cárceles
de presos gubernativos. En Barcelona, los compañeros más significados,
entre ellos Salvador Seguí, fueron trasladados a la fortaleza de La Mola, en
Mahón. Al salir de su casa, el ilustre abogado Francisco Layret, defensor de
los sindicalistas ante los tribunales, fue asesinado por pistoleros patronales.
Layret estaba físicamente inválido. Su caída fue como la de un trágico muñeco.
Me dirigí a Tarragona. Lo poco que quedaba del Comité provincial estaba
sin noticias. Se acordó que fuese yo a Barcelona. Para no caer en manos de
la policía en la estación del ferrocarril, en tartana me fui a Vendrell, donde
tomé el tren.
En Barcelona no pude dar con el Comité regional. En el antiguo domicilio
que yo conocía de la barriada de Pueblo Seco, la señal convenida —un tiesto
en el centro del balcón— me indicó que no debía intentar llamar a la puerta.
Feliu me recomendó un número y un piso —el tercero de una casa del Ensanche.
Me recibieron la suegra y la esposa de Martí Barrera, administrador de
Solidaridad Obrera. Por ir recomendado por Feliu me dejaron entrar las dos
mujeres. Después de muchos cuchicheos, salió un compañero que dijo ser
Evelio Boal, secretario del Comité nacional. Detrás de él apareció Martí Barrera,
quien me conocía por haber ido yo alguna vez a la redacción de Solidaridad
Obrera, y garantizó a Boal mi condición de militante. Boal me dijo, después
de leer mi credencial del Comité provincial de Tarragona:
—Debes regresar inmediatamente a Tarragona. El Comité nacional acaba
de lanzar la orden de huelga general revolucionaria a toda España. No puedo
decirte dónde encontrar al Comité regional de Cataluña, del que recibiréis la
correspondiente comunicación. Pero puedes asegurar a los compañeros que yo
te he dado la orden de huelga general revolucionaria, de quemarlo y destruirlo
todo, de acabar de una vez con la porquería de burgueses y gobernantes. ¡Este
es el acuerdo, quemar y destruirlo todo!
O era muy nervioso Boal, o estaba muy agitado. En realidad, tenía por qué
estarlo. Su vida pendía de un hilo tenue. De ser detenido por la policía, sería
seguramente asesinado.
En el primer tren salí para Tarragona. Ya en la estación, descendí por la
parte trasera a los andenes, algo lejos de la ciudad, lo que me permitió penetrar
en ella y escabullirme hasta la casa de Plaja. Poco después, a lo que
quedaba del Comité provincial —Rodríguez Salas y Alaiz, más la presencia de
Maurín, que ostentaba la representación de la Federación provincial de Lérida—
les expuse lo que había logrado saber en Barcelona. Maurín expresó su
opinión sobre la validez orgánica de la comunicación verbal de Boal; no estando
escrita, firmada y sellada, carecía de toda validez. Rodríguez Salas no
opinó de idéntica manera; Alaiz se abstuvo de opinar. Estábamos en un punto
muerto. Me indignaron los razonamientos de Maurín, que me sonaban a puro
legalismo reformista. Así se lo dije. Y afirmé lo que tres años más tarde sería
el nudo de mi posición para acabar con la acción de las pistolas, con el terrorismo:
«Cuando una Organización no puede defender la vida de sus militantes
en el plano individual, debe hacerlo en la acción colectiva, en la revolución».
Ni hubo revolución ni se llevó a cabo la huelga general revolucionaria. Rodríguez
Salas y yo tratamos de promover una insurrección en el Alto Priorato.
No pasamos de Falset-Marsá. El resultado fue el fracaso más rotundo. Apenas
si quisieron escucharnos los compañeros.
—Lo mejor —dijeron— es que nos vayamos a dormir.
Tenían razón. Y la tenía Plaja cuando nos advirtió, hacía tiempo, de que
la organización que estábamos creando en los pueblos de la provincia no serviría
para la revolución proletaria a que aspirábamos, porque entre el campesino
de alta montaña, bracero y pequeño propietario al mismo tiempo, y el
proletariado de las ciudades mediaba un mundo de diferencias.
Silenciosamente regresamos a Tarragona. En Barcelona hubo sus más y
sus menos. Explotaron algunas bombas. Fueron asesinados, directamente o
por la «ley de fugas», algunos compañeros. Y fueron tantos los sindicalistas
detenidos, que no cabiendo ya en la guandoca Modelo, el gobierno de Dato dispuso
que en cuerdas de cien y doscientos detenidos fuesen deportados a pie
a La Coruña.
Para aminorar el mal efecto, se llamó a ese castigo «conducción ordinaria»,
es decir, a pie, bajo lluvia, bajo el sol, con nieves, polvo, vientos, atados a una
larga cuerda, custodiados por guardias civiles a caballo. Cuando llegaban los
presos a un pueblo, de paso o para pernoctar tirados en alguna cuadra, las
mujeres llamaban a sus rapaces, los arrastraban a las casas y cerraban las
puertas a cal y canto. Los guardias civiles se encargaban de explicar a las gentes:
«Son malhechores».
En tales circunstancias, el gobierno convocó elecciones a diputados. El gobierno
era conservador, con una oposición blandengue de liberales. Si ganaban los
liberales, la oposición la hacían los conservadores, pero con más dureza en
este caso.
A los sindicalistas nos tenían sin cuidado las elecciones parlamentarias. De
los gobiernos, conservadores o liberales, sólo esperábamos palos, tiros, Guardia
civil y prisiones. En aquellos momentos, con los sindicatos clausurados,
prohibidas las cotizaciones, con muchos presos que atender, con la necesidad
de mantener clandestinamente la lucha y la Organización, teníamos mucho
en que meditar. No nos rendiríamos; seguiríamos luchando, pasase lo que pasase,
cayese quien cayese.
Como la lucha sería violenta, lo primero era pensar en cómo adquirir pistolas.
Necesitaríamos dinero y carecíamos con que poder comer. «Bueno —nos
dijimos—, ya que no podemos trabajar, ni sostener a los presos, ni pagar los
alquileres de los locales sociales, y nos prohiben el cobro de las cuotas sindicales,
que paguen los patronos la cuota mensual que les fijemos». Tal fue el
acuerdo que había que llevar a la práctica. Y que se cumplió, dando lugar a no
pocos incidentes, algunos de gran violencia.
Me preparaba a regresar a Reus, para restablecer el ritmo de mi trabajo
de camarero, cuando en la secretaría del Comité provincial —una simple habitación
cerca del puerto— se nos presentó un extraño personaje, ilustre autor
que escribía poéticamente, y de quien me gustaba mucho leer su Glosari. Era
Eugenio d'Ors, conocido por «Xenius». Alto y de robusta complexión, bien
vestido y de elegantes maneras, algo grises sus cabellos, ocultos por un sombrero
gris claro. Venía acompañado de Segarra, que trabajaba en la imprenta
de la Organización. Temiendo Rodríguez Salas que se tratase de un polizonte,
me pidió que le recibiese yo solo.
—Soy Xenius —dijo presentándose—. Creo que usted y el Comité deben
saber quién soy.
—Sí. He leído bastantes de sus crónicas. Siempre me han gustado.
—Me trae aquí un asunto político, digamos electoral. Ya estarán enterados
de que próximamente se realizarán elecciones a diputados a Cortes. He pensado
presentarme, precisamente por la circunscripción de Tarragona. Lo haría
si pudiese contar con el sostén de los sindicatos que controlan ustedes.
Me quedé como viendo visiones. ¿No sería una alucinación mía? Xenius en
plan de electorero, cuando Layret acababa de morir vilmente asesinado, la
flor de la militancia sindicalista estaba deportada en el castillo de La Mola,
la Modelo estaba llena de compañeros y las carreteras eran holladas por las
cuerdas de quienes bajo las estrellas iban conducidos a Galicia. ¡Pensar en
elecciones cuando en el Clínico de Barcelona se amontonaban los cuerpos de
compañeros asesinados por los pistoleros y por la aplicación de la «ley de
fugas!».
—Quisiera saber hablar sin herirle. Pero no creo que lo logre. Soy sindicalista,
anarquista y revolucionario. Quienquiera que le haya dicho otra cosa, lo
engañó.
—Me doy cuenta de que usted está poseído por la generosa obcecación de
los que afrontan la muerte y las persecuciones. Pensé poder ser el diputado de
ustedes, pero ahora veo que es imposible. Le aseguro que, sea cual sea el
rumbo de mi vida en lo sucesivo, jamás se me ocurrirá presentarme otra vez
a diputado. ¡Adiós!
Regresé a Reus. A la hora de haberlo hecho, recibí la visita del cabo y de la
pareja de la Guardia civil. Traían orden de detenerme y de registrar minuciosamente
mi domicilio. Para ello se hicieron acompañar de un vecino nuestro,
José Magrané, que tenía un negocio de venta de paja al lado de donde vivíamos.
—Este señor es testigo obligado, porque en nombre de la ley se lo hemos
requerido —dijo el cabo.
Nada dejaron por registrar. Del tiempo de la huelga de camareros de Barcelona
tenía yo un papelito con unas recetas químicas para provocar incendios,
que me había dado «David Rey», comisionado por la Federación local de Barcelona
para orientarnos en sabotajes. Ni me acordaba del papelito. Pues lo
encontró la Guardia civil. Y bastó para que me esposasen y me hiciesen ir
entre ellos al tren, camino de Tarragona. De la estación me llevaron al castillo
de Pilatos.
Ya en la sala de presos sociales, me encontré con viejos conocidos. Allí
estaba Carbonell, detenido hacía algún tiempo, con intención de incriminarlo
en el proceso por la muerte del presidente del Libre de Reus. Estaba Plaja,
que también llevaba ya algún tiempo preso en tanto que director de Fructidor.
Estuve poco tiempo preso con ellos. La Guardia civil, ante la imposibilidad
de implicarme en un proceso por terrorismo incendiario, se tuvo que conformar
con dejarme en situación de preso gubernativo. Ello no excluía el peligro
de una larga permanencia en la prisión, que podía durar hasta que fueran restablecidas
las garantías constitucionales.
Algo ocurrido en Reus hizo que el gobernador civil dispusiese mi libertad.
Fue la presencia de los pistoleros del Libre, que andaban bastante desmandados
por la ciudad.
Reus fue siempre ciudad liberal y sufría la imposición de tener que aguantar
a un alcalde de Real Orden, es decir, designado por el ministro de la Gobernación.
Cuando la situación creada por los pistoleros del Libre se hizo intolerable,
un concejal republicano radical, Bofarull, excelente abogado, querido
por su prestancia de mosquetero, se levantó a criticar acerbamente al alcalde,
a quien hacía responsable de la presencia de los pistoleros. En un arrebato,
Simón Bofarull dijo:
—¡Salvat! Me consta que eres el responsable de lo que está pasando. Sé de
buena fuente que tú otorgaste el permiso para que esos pistoleros fueran traídos
aquí. Y mira lo que te digo: Si no los echas de Reus, y pronto, alguien te
ha de dar de baja de la suscripción de la vida, y ese alguien seré yo.
Dos días después de la memorable sesión del ayuntamiento, el alcalde
Salvat caía cosido a tiros.
No se supo quién lo mató. Pero Simón Bofarull fue detenido. A las setenta
y dos horas de su detención, el juez instructor de la causa por la muerte del
alcalde, no poseyendo pruebas de la participación directa o intelectual de Bofarull
en los hechos, dispuso su libertad. Pero la autoridad gubernativa ordenó
su destierro a Valladolid.
Y unos días después, para calmar los ánimos de mis conciudadanos, fueron
retirados de Reus los pistoleros y a mí me dejaron en libertad.
Reanudé mi trabajo de camarero, haciéndolo hasta los sábados y domingos,
por estar totalmente paralizada la actividad propagandística y organizativa.
Los sindicatos de Reus continuaban clausurados. Las gestiones ante el gobernador
civil para que permitiera reanudar la actividad sindical no tuvieron
resultado positivo. El gobernador se escudaba en la suspensión de garantías
constitucionales.
En Reus y Tarragona, no obstante, se cobraban cuotas para atender a lo
más elemental de la Organización y a los presos y perseguidos. Estas cuotas
las pagaban algunos burgueses, casi siempre a regañadientes.
Un día, el recadero entre Reus y Barcelona me trajo un cesto de frutas,
con una nota que decía: «De parte de Emilia». Comprendí. El Comité regional
requería mi presencia.
Siempre fui desconfiado. La vida clandestina desarrolla la desconfianza
hasta convertirla en un sentido. Procuré darle un aspecto inocuo a mi ida a
Barcelona. A mi familia y a los compañeros del Comité comarcal —clandestino—
les dije que me iba a Barcelona para buscar trabajo. Si teníamos infiltraciones
de confidentes, eso podría servirme de comprobante de lo que pensaba
declarar si me detenían en Barcelona. Sólo previne a Batlle Salvat, quien
me había sido enviado por el Comité regional para estos casos.
Convinimos que partiríamos en el mismo tren de la tarde, pero por separado.
Cerca de Bará, me di cuenta de que la pareja de la Guardia civil que
subió en Reus oteaba el compartimento donde yo me encontraba.
—No se mueva. Levante los brazos —me conminó uno de ellos. ¿Con que
ya lo dejaron en libertad, eh? Pues ahora verá.
Levanté los brazos, pero no les contesté. Me cachearon, registraron el pa
quetito que llevaba, con jabón, brocha y maquinilla de afeitar, el cepillo de
dientes y algo de pasta en un tubo. Cuando hubieron terminado, ocurrió lo de
siempre: me esposaron —¡malditos!— muy fuertemente las muñecas.
En el apeadero del Paseo de Gracia, Batlle cruzó por el pasillo para hacerme
ver que se daba por enterado. El descendió y nosotros continuamos hasta
la estación de Francia.
Me llevaron a la Inspección de vigilancia de la estación, pretendiendo entregarme
en el cuerpo de guardia.
—Se trata de un anarquista peligroso. Lo hemos detenido en el tren. Se lo
dejamos para que se encarguen de él.
—No, no puede ser. ¿Hizo algo delictivo en el tren? Porque si no ha hecho
nada y no traen ustedes mandamiento, tendrán que soltarlo o llevárselo ustedes
a la Jefatura superior de Policía.
Optaron por llevarme a la Jefatura de Policía, entonces cerca del puerto.
Me encerraron en un calabozo pequeño.
Como a las ocho de la noche, el sargento bigotudo que me había encerrado,
me hizo subir, diciéndome que mi novia había venido a verme. Era una de las
Cuadrado, familia de buenos compañeros. Me traía algo de comida en un paquetito.
Me preguntó:
—¿Qué te ocurrió?
—Ni yo lo sé. Es cosa de la Guardia civil de Reus. Una pareja de ellos me
detuvo en el tren y sin mandamiento de arresto me trajeron aquí.
—¿Te han interrogado?
—No, nadie.
Al día siguiente, el sargento de guardia apareció de nuevo.
—Sube, que arriba tienes otra novia que viene a visitarte.
En efecto, era otra novia, María, la compañera de Ángel Pestaña. Me traía
también algo de comer, y me susurró: «Vendremos todos los días, para que
vean que no estás abandonado».
En aquellos tiempos en que se aplicaba todas las noches la «ley de fugas»
a los sindicalistas barceloneses, venir a visitarme cada día no dejaba de ser
una excelente táctica. Batlle se dio prisa en correr la voz de alarma.
Ya de noche, me hicieron subir a declarar ante un comisario. Me hizo
sentar y fue tomando notas.
—Eres de Reus, ¿verdad?
•—Sí, soy de Reus.
—¿Qué hiciste en Reus, que la Guardia civil no te puede ver?
—No hice nada, pero parece que la tienen tomada conmigo.
—¿Esta es la primera vez que la Guardia civil te detiene por su cuenta?
—Ño. Ya lo hicieron otra vez.
—¿Tuviste algo que ver con la muerte del presidente del Sindicato Libre?
—Nada, en absoluto.
—¿Qué estabas haciendo cuando ocurrió el atentado?
—Estaba en Madrid, de visita al jefe del gobierno.
—¿No te burlas, verdad?
—No. Formaba parte de la comisión textil que negoció con la patronal la
creación del Comité Algodonero.
—Bueno, lo verificaré. Pero puede ser que la Guardia civil crea que tuviste
que ver con la muerte del alcalde, señor Salvat.
—Pues la Guardia civil es testigo de que no pude hacerlo, porque me encontraba
preso en Tarragona.
—Bueno, también podemos comprobarlo. Si es cierto lo que has dicho, por
esta vez no irás a la guandoca.
Debió aprovecharme la rivalidad entre policías y guardias de Seguridad y
 

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Guardia civil. No fui a la guandoca. A mediodía, antes de que viniesen a visitarme,
apareció el sargento bigotudo.
—Recoge lo tuyo y vete —me dijo.
La compañera de Pestaña me había informado, de parte de Batlle, por si
salía en libertad, que él iba a comer y cenar al bar Las Euras, y que allí lo
podía encontrar.
Paseo de Colón adelante, pude observar que no me seguía ningún policía.
Al pasar frente al café Español, penetré rápidamente, cruzando con ligereza
su gran sala, más la sala de billares, que daba a la calle opuesta al Paralelo,
por donde yo había penetrado, y, seguro ya de haber despistado a quien pudiera
haberme seguido, me dirigí a la Ronda de San Pablo, para encontrarme
con Batlle. Allí estaba, comiendo con su porroncito de vino blanco al alcance
de la mano.
Me senté. Pedí arroz con conejo y pescadilla frita. También un porroncito
de vino blanco. Batlle me fue hablando quedamente:
—Al Comité regional le contrarió mucho tu detención. Tienen mucho interés
en hablar contigo. Me lo ha dicho el Moreno de Gracia. Cena todas las noches
en una taberna de la calle del Tigre, cerca del local de Lampareros.
Encontramos al Moreno de Gracia comiendo su plato de habichuelas cocidas.
Nos sentamos y cada cual comió lo que le gustaba.
—Con que tú eres...
—Sí, soy yo. Y convendría que arreglases pronto mi entrevista con los
compañeros.
—No creo que veas a todos. Nadie sabe dónde y cuándo se reúnen. Veré a
Minguet, que es el que tiene el encargo de hablar contigo. ¿Puedes estar en
Barcelona todo el día de mañana?
—Sí.
—Pues mañana a mediodía nos encontraremos los tres aquí mismo y te diré
lo que haya.
Nos separamos del Moreno de Gracia. Batlle se fue a dormir a casa de un
compañero, un metalúrgico llamado Saborit, un tipo bien plantado, con cara
muy seria, que vivía en el Paralelo. Yo fui a dormir a casa de los Cuadrado,
allí cerca, en la Ronda de San Pablo.
Acudí a la cita que me preparó el Moreno de Gracia con Genaro Minguet, a
las ocho de la noche, en la farola que había frente al Wonder Bar, junto a la
Brecha de San Pablo.
De pie, a la sombra que quedaba más allá del círculo de luz que irradiaba la
farola, tuvo lugar la entrevista que tendría como resultado una gran mejoría
de la situación general del movimiento sindicalista de Barcelona y de Cataluña.
Al día siguiente, de acuerdo con Batlle, nos dirigimos en tren a Tarragona.
Para poder dar cumplimiento a lo tratado con el Comité regional, necesitaba
alguna colaboración, pero convenía que no fuese de compañeros de Reus.
La ayuda económica debíamos pedirla a alguien que tuviese mucho dinero y
que no nos hiciese correr el riesgo de un enfrentamiento peligroso, que traería
aparejado el fracaso del plan del Comité regional. Se me antojó que nadie sería
más adecuado que el millonario Evaristo Fábregas, muy republicano, muy
liberal y asociado en grandes negocios al socialista Recasens. Pero me tendría
que rodear de vigilancia, para evitar sorpresas desagradables. Y ésa era la
ayuda que necesitaba y que dadas las circunstancias sólo podía aportarme Rodríguez
Salas, «El Manco», del Comité provincial de Tarragona.
Todo se realizó como habíamos planeado. Volvimos a Barcelona Batlle y yo
A la hora fijada, una semana después del primer encuentro, en la misma farola,
le hice entrega a Genaro Minguet de lo convenido.1
Regresamos a Tarragona, esta vez para permanecer poco tiempo en liber
tad. Nos sorprendió la policía a Batlle y a mí en el distrito del puerto. De la
comisaría general nos llevaron al castillo de Pilatos.
Cuando aparecimos en la sala del tercer piso, destinada a los presos sociales
y políticos, la encontré algo cambiada por lo que se refería al personal
alojado. Quien continuaba allí era el viejo Carbonell, el anarquista más bonda
doso que he conocido. También estaban tres compañeros del Sindicato de Oficios
Varios de Tivisa, acusados de haber tomado parte en el atentado que le
costó la vida a un personaje enemigo de la Organización. El más joven tendría
unos cuarenta años, y era el secretario del sindicato; otro, que pasaba de los
cincuenta años, pertenecía a la junta directiva; el más viejo, de unos sesenta
años, ni siquiera era de la junta. Lo prendieron por ser el padre de Daniel
.Rebull, «David Rey», militante muy significado en el sindicalismo barcelonés.
Se decían inocentes y es posible que lo fuesen. Según ellos, la muerte del personaje
aquel se debía a causas oscuras de la política del pueblo; pero la Guardia
civil aprovechó la ocasión para reprimir a los miembros del Sindicato.
También se encontraban presos otras víctimas del caciquismo pueblerino.
Creo recordar a cinco ciudadanos de Bot, del partido judicial de Gandesa, acusados
de motín sedicioso por una escandalera que se armó contra el alcalde
del pueblo —también de Real Orden. Su proceso era llevado por el fuero castrense,
temiéndose que el consejo de guerra les impusiera fuertes condenas.
Continuaba preso una especie de vagabundo, medio pescador de los que
tiran del art y, si apretaba el hambre, se enrolaba en una barca del bou para
la pesca al palangre. Le llamaban «El Chato». Creo que su presencia en la sala
se debía a que le seguía proceso la jurisdicción de Marina, fuero que era más
lento en sus procedimientos. Pero, en realidad, pensábamos que estaba en la
sala de sociales como chivato de la dirección de la guandoca.
Toda autoridad organizada necesita de la chivatería. Era cosa de no fiarse
del Chato. Si bien nadie podía pensar seriamente en la fuga de aquella prisión,
había que reservar los asuntos secretos de la Organización. La sala, que se encontraba
a unos cuarenta metros del suelo, correspondía a la parte más alta
de aquella mole de enormes sillares que los romanos levantaron para palacio
fortaleza de su pretor.
Al llegar a la sala de presos sociales, los muros tenían de dos a tres metros
de grueso y estaban construidos con enormes bloques. Las rejas empotradas
en ellos eran de hierros cuadrados de unos cuatro centímetros.
Para lo único que servían las tres angostas ventanas era como miradores
hacia el paseo de Santa Clara y hacia el mar. Trepar a las ventanas era peligroso,
pues la guardia exterior de soldados solía disparar los fusiles en cuanto
le parecía ver algún preso en la ventana.
Desde la ventana que daba al Mediterráneo se divisaban los cambiantes
espectáculos de aquel maravilloso mar. De día brotaban, hasta llegar a cegar
los ojos, como chispas los rayos del sol. De noche, plácido a veces, fuertemente
agitado otras, reflejando en su superficie la luz lunar como una ancha carretera
de azogue que se iniciaba en la playa y terminaba en un punto del horizonte.
Las barcas de pesca lo surcaban, de día, con sus velas latinas, en dirección de
Barcelona o hacia Salou, Cambrils y Amposta, o trazando amplios círculos
para dejar encerrados a los peces dentro de la red que arrastraban entre dos
de ellas.
1. [NDE]. Véanse las páginas 51 y siguientes; 625 y siguientes.
Todo lo que tenía de aburrido la contemplación de los tejados de la ciudad,
lo tenía de estimulante asomarse a la ventana de cara al mar.
En la calle se acentuaba la represión de las autoridades sobre nuestros compañeros.
Los patronos, aprovechando la clausura de los sindicatos y la persecución
de los sindicalistas, hacían cuanto podían por anular las mejoras que habían
tenido que conceder a los trabajadores.
Los militantes que quedaban en libertad, escondidos o huidos, mantenían
en cuanto les era posible el prestigio de la Organización. Ante la persistencia
de la prohibición de cobro de cuotas, los compañeros en libertad mantuvieron
en vigor la táctica de cobrar a los burgueses ricos las multas de castigo que
les imponían los Comités clandestinos. A veces se producían choques lamentablemente
trágicos.
Eso es lo que ocurrió en Reus, estando yo preso en el castillo de Pilatos.
Corrió la versión de los hechos sangrientos que tuvieron lugar en el negocio
de aceites al por mayor del acaudalado Félix Gasull, llamado «Feliu de l'Oli».
Gasull era de los que se enriquecieron durante la guerra europea, y también
de los que se decía que habían perdido enormes cantidades de dinero especulando
con marcos alemanes. Pero continuaba siendo el más importante comerciante
en aceites de Tarragona, a cuyos gigantescos depósitos iban a parar los
aceites de la mayoría de los molinos de la provincia.
Lo que pasó a Feliu de l'Oli se contaba como si se tratase del «Crimen de
Cuenca». Decíase que se comprometió a pagar cinco mil pesetas que en visita
que le hicieron en su negocio de aceites de la calle de San Juan le pidieron suavemente.
No disponiendo de dicha cantidad, citó al demandante para el día siguiente.
A dicha hora, al recaudador le dijeron que Feliu no estaba y que volviera
más tarde. Al salir, un hijo de Feliu, apostado tras un tonel metálico de
aceite, disparó su fusil contra el joven delegado, pasándole de parte a parte.
Este joven, que al parecer no llevaba ninguna arma, al traspasar la puertecita
se agarró a la pared, donde un compañero suyo, joven también, lo sostuvo
cuanto le fue posible y, tomando la calle de San Juan, llegaron al solar del viejo
velódromo, por donde desaparecieron en dirección a la barriada del Bassot.
Días después, estando ya Feliu en su oficina tranquilo y sentado en una butaca,
apareció el joven que acompañó al otro muchacho, con una pistola en
cada mano y disparando con una en dirección del almacén donde los hijos de
Feliu se agazapaban tras los bidones para responder con sus fusiles. Con la otra
pistola hizo fuego sobre Feliu de l'Oli, que cayó sobre su escritorio. El joven
salió tranquilamente a la calle y por el mismo camino que había recorrido con
su compañero herido desapareció. Las gentes de Reus, se lamentaban o se encrespaban,
exclamando: «¿Por qué lo hiciste, Feliu? ¡Feliu, Feliu, que quien a
hierro mata a hierro muere! ¡Bien merecido lo tenías! Feliu, Feliu de l'Oli,
Feliu del Somatén, que Déu eí lliuri deis pecats!»
Todo había ocurrido a pleno día. Quienes vieron lo ocurrido proporcionaron
detalles del joven, vestido de azul mecánico, que anduvo por la calle empuñando
las dos pistolas. Días después, fue cercado por los policías y detenido.
Era el que llamábamos «Nanu de Tarrasa».
Con tales sucesos, no era de esperar que mejorásemos de situación los presos.
Y vino a parar a la sala de sociales el compañero Torres Tribó, que firmaba
sus escritos con el seudónimo «Sol de la Vida». Era muy joven y escribía
magníficas poesías y admirables artículos. Había sido autor de algunas de las
letras anarquistas que se cantaban con la música de canciones popularmente
celebradas. Era poeta por encima de todo y durante el tiempo que estuvo preso
sólo escribió poesías. Y compuso una letra para el cuplé de la Verbena de
la Paloma, a la manera protestataria, que empezaba:
«¿Dónde vas con papeles y listas,
que deprisa te veo correr?
Al congreso de los anarquistas,
para hablar y hacerme entender.
Torres Tribó era un producto de la buena época de Felipe Alaiz, cuando en
Zaragoza se dedicó a enseñar literatura revolucionaria a estudiantes como
Torres Tribó, de los Ríos y otros que iniciaban el camino de la protesta. Fue
la gran época creadora de Alaiz.
A Batlle y a mí nos llamaron para comunicarnos que cargásemos con todo
lo nuestro, pues estábamos libres. Pero, traspasado el último rastrillo, tuvimos
la sorpresa de encontrarnos en la puerta con dos guardias de Seguridad
que nos esperaban para trasladarnos a Barcelona.
Llegando a Barcelona, a los calabozos de la Jefatura superior de Policía; al día
siguiente, a la guandoca Modelo. Una celda para cada uno y, al día siguiente, a
comprar al economato un cuarto de litro de alcohol industrial para rociarlo a
las junturas metálicas del camastro y prenderle fuego, única manera de terminar
con las chinches de que estaban plagadas las camas.
Por las mañanas y por las tardes, media hora de paseo en los «galápagos»,
reducidos espacios al aire libre.
Entrar en galería de gubernativos suponía disfrutar de menor rigidez disciplinaria.
Sin embargo, era temido permanecer en ella por el peligro de ser
llamados a ir en conducción ordinaria a Galicia. Todos los presos gubernativos
lo primero que hacían era prepararse para la conducción, procurándose un
gran pañuelo rameado para liar el macuto, con una manta, una toalla, una
muda de ropa interior, jabón, brocha y máquina de afeitar.
Los presos sociales nos comunicábamos unos con otros, durante el paseo, en
el economato, por las ventanas exteriores y por los excusados, vaciándolos del
pequeño depósito de agua que contienen, para transmitir la voz a las celdas de
abajo, de arriba y de los lados.
La celda carcelaria es absorbente. Si uno se deja llevar de la soledad, queda
aniquilado. Luchar contra los efectos corrosivos de la soledad sólo se lograba
distribuyendo el tiempo de manera que no quedase una hora sin nada
que hacer.
Toque de diana: levantarse de la cama, arreglar el jergón y colgar el camastro;
barrer la celda; media hora de gimnasia; ducha fría; recogida del
agua de la ducha; lectura; desayuno y salida a paseo; lectura hasta la comida;
paseo y comida de la tarde; lectura hasta la hora de acostarse; toque de silencio;
dormir hasta la hora de diana.
El tiempo que se pasaba en la guandoca era como un curso intensivo de buenas
y sanas costumbres: los jóvenes sindicalistas y anarquistas catalanes resultaban
ser la juventud mejor preparada de toda España.
Empero, se producían pérdidas de militantes. Eran los que no soportaban
estar presos. Salían en libertad y eran militantes perdidos para la Organización.
Continuaban siendo buenos obreros sindicados, pagaban puntualmente
las cotizaciones, pero procuraban no ser señalados para no volver a la celda.
Otros, entraban, salían y volvían a entrar, siempre por lo mismo: por ser activistas
en el sindicato, por formar parte de los Comités, por pagar las cotizaciones
aun estando prohibidas, por asistir a reuniones clandestinas los sábados
y domingos, en playas recoletas o en las calvas de los bosques de Las Planas
y Vallvidrera, y por repartir manifiestos y pegar pasquines.
A veces, se les presentaba el dilema de continuar o retirarse. Dilema difícil
de resolver, porque meses a pan y rancho —las cestas de comida de la taberna
 

chispa

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de Collado eran ya un recuerdo— y de abstinencia de toda satisfacción íntima,
creaban un estado angustioso, que había que resolver en la soledad de la celda.
Me lo jugué a cara o cruz. Si sale cara, me retiro. Y salió cruz.
Casi cada diez días salían cuerdas de presos gubernativos en conducción ordinaria
hacia La Coruña. Las conducciones procuraban realizarlas espaciadamente,
de manera que en el camino la cola de una no se uniese con la cabeza
de otra. Siendo cuatro las galerías de presos gubernativos, podía calcular que
la orden de conducción me tocaría al cabo de tres meses, hacia mediados de
abril de 1922. A no ser que fuese antes, por la avalancha diaria de nuevos compañeros
que ingresaban presos. Estos siquiera estaban vivos. Muchos eran asesinados
al salir del trabajo, al ir a sus casas o al ser sacados a altas horas de la
noche de la guandoca Modelo, so pretexto de conducirlos a la Jefatura de Policía,
y eran ejecutados a la luz de la luna o de las estrellas, por el método de la «ley
de fugas» que implantó el general Arlegui.
Algo me hizo recordar mi viaje a Madrid para negociar la constitución del
Comité Algodonero y los personajes de primera fila de la Organización que
intervinieron: Pey, emisario del Comité regional; Villena, presidente del sindicato
Fabril y Textil de Barcelona, de conducta tan dudosa; Medín Martí y su
eterno caliqueño; Genaro Minguet, del Comité regional de Cataluña y nuestra
entrevista junto a la farola. Fue que a Villena lo ejecutaron después de comprobar
su condición de confidente del general Arlegui. Su viaje a Madrid no
le trajo buena suerte. De no haber topado su cuerpo con las manos de aquel
gigante que era Medín Martí, acaso no se habría sabido nunca su condición
de soplón.
Y vino la subida de peso. Lo único que podía poner fin a la tragedia que vivía la clase
obrera de Cataluña, que tan sañudamente hubo de soportar la «mano de
hierro con guante blanco» de Eduardo Dato. La mañana de aquel 22 de abril,
un continuo abrir y cerrar puertas de celdas sembró la inquietud en nuestra
galería. Como ya suponíamos de lo que se trataba, nuestros ánimos decayeron
un poco. Cuando abrieron la puerta de mi celda, el oficial de la Ayudantía,
papel en mano, me dijo:
•—Hoy no tendrá paseo. Prepárese para salir en conducción ordinaria. Puede
ser a primeras horas de la tarde de hoy o a primeras horas de la mañana.
Cerraron la puerta y escuché atentamente. Abrieron una puerta dos celdas
más allá de la mía, la de Batlle. Por la cantidad de cerrojos que oí, deduje
que saldríamos en conducción ordinaria no menos de cien presos. Se armó la
algarabía de siempre que anunciaba las conducciones por carretera. Las imprecaciones
no son para ser descritas.
Fui envolviendo mis escasas pertenencias en un gran pañuelo de hierbas.
Después me tendí en el camastro, cosa prohibida durante el día: después de
todo, ya no podían castigarme a no salir al patio ni a perder las comunicaciones
con el exterior. Estando para salir en conducción...
Pero como a las cuatro de la tarde se oyó un griterío enorme.
«¡Ya, ya, ya...! ¡Mataron a Dato! ¡Ma... ta... ron... a Dato!»
Me levanté del camastro, como empujado por un resorte de acero. Recordé
a Pey, a Minguet, a Medín Martí, al Pelao, a Espinal, viejos militantes de solera
revolucionaria. Y los ejecutores, ¿quiénes eran? Con el tiempo se supo.
Tres metalúrgicos: Mateu, Nicolau y Casanellas.
 

ralph

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Esto es lo que dice Plá que le amargó la vida, porque cuando a su familia se le acabó la pasta para terminar los estudios se puso a trabajar de periodista de sucesos, que básicamente consistía en cubrir la información de a quién habían asesinado ese día. Lo cuenta en la entrevista de Soler Serrano.