la izquierda, se dirigió a la plaza del Rey, donde se enfrentaría a los pistoleros,
bastante desprevenidos por aquella táctica sorpresiva.
El perseguidor de los pistoleros era Batista, miembro de la sección de Peones.
Tendría unos treinta años, bastante alto, algo rubio, de cara pecosa y mirar
de zorro. Era tenido por el cazador furtivo más audaz de la comarca.
Llegó a la Fuente del Rey cuando tres de los pistoleros se cruzaban con él.
Pero Batista, sacando de la faja un revólver de tambor, les gritó: «¡En, vosotros
tres!», lo que hizo que se volviesen e intentaran sacar las pistolas. No les
dio tiempo: uno cayó muerto, otro herido en un hombro, que emprendió la
fuga con el tercero, que iba ileso.
Batista era muy conocido. No huyó. Fue detenido y procesado.
El.debut en Reus de los pistoleros fue nocivo para ellos. Se iban a desquitar
pronto. La ocasión se la ofrecieron dos compañeros, Morey y Sugrañes.
Morey procedía de los jóvenes bárbaros lerrouxistas, y Sugrañes, al unirse a
nosotros, acababa de abandonar el requeté. Con ellos ingresaron otros ex
jóvenes bárbaros y requetés. Tal fenómeno se daba no sólo en Reus sino también
en toda Cataluña y gran parte de España, por lo menos allí donde la CNT
organizaba sindicatos.
Al darse cuenta la patronal de que las prisiones y asesinatos no acababan
con el ímpetu proletario, exigió más del gobierno de Eduardo Dato. Aspiraba
a que se dieran plenos poderes a los gobernadores civiles y facultades excepcionales
a los generales Martínez Anido y Arlegui. Dato, amablemente, accedió
a ello, pronunciando el histórico: «¡Sus, y a ellos!».
Estábamos a fines de noviembre de 1921. En toda Cataluña fueron clausurados
por orden gubernativa los sindicatos de la CNT y declarados ilegales los
pagos de las cuotas obreras a sus respectivos sindicatos. Se llenaron las cárceles
de presos gubernativos. En Barcelona, los compañeros más significados,
entre ellos Salvador Seguí, fueron trasladados a la fortaleza de La Mola, en
Mahón. Al salir de su casa, el ilustre abogado Francisco Layret, defensor de
los sindicalistas ante los tribunales, fue asesinado por pistoleros patronales.
Layret estaba físicamente inválido. Su caída fue como la de un trágico muñeco.
Me dirigí a Tarragona. Lo poco que quedaba del Comité provincial estaba
sin noticias. Se acordó que fuese yo a Barcelona. Para no caer en manos de
la policía en la estación del ferrocarril, en tartana me fui a Vendrell, donde
tomé el tren.
En Barcelona no pude dar con el Comité regional. En el antiguo domicilio
que yo conocía de la barriada de Pueblo Seco, la señal convenida —un tiesto
en el centro del balcón— me indicó que no debía intentar llamar a la puerta.
Feliu me recomendó un número y un piso —el tercero de una casa del Ensanche.
Me recibieron la suegra y la esposa de Martí Barrera, administrador de
Solidaridad Obrera. Por ir recomendado por Feliu me dejaron entrar las dos
mujeres. Después de muchos cuchicheos, salió un compañero que dijo ser
Evelio Boal, secretario del Comité nacional. Detrás de él apareció Martí Barrera,
quien me conocía por haber ido yo alguna vez a la redacción de Solidaridad
Obrera, y garantizó a Boal mi condición de militante. Boal me dijo, después
de leer mi credencial del Comité provincial de Tarragona:
—Debes regresar inmediatamente a Tarragona. El Comité nacional acaba
de lanzar la orden de huelga general revolucionaria a toda España. No puedo
decirte dónde encontrar al Comité regional de Cataluña, del que recibiréis la
correspondiente comunicación. Pero puedes asegurar a los compañeros que yo
te he dado la orden de huelga general revolucionaria, de quemarlo y destruirlo
todo, de acabar de una vez con la porquería de burgueses y gobernantes. ¡Este
es el acuerdo, quemar y destruirlo todo!
O era muy nervioso Boal, o estaba muy agitado. En realidad, tenía por qué
estarlo. Su vida pendía de un hilo tenue. De ser detenido por la policía, sería
seguramente asesinado.
En el primer tren salí para Tarragona. Ya en la estación, descendí por la
parte trasera a los andenes, algo lejos de la ciudad, lo que me permitió penetrar
en ella y escabullirme hasta la casa de Plaja. Poco después, a lo que
quedaba del Comité provincial —Rodríguez Salas y Alaiz, más la presencia de
Maurín, que ostentaba la representación de la Federación provincial de Lérida—
les expuse lo que había logrado saber en Barcelona. Maurín expresó su
opinión sobre la validez orgánica de la comunicación verbal de Boal; no estando
escrita, firmada y sellada, carecía de toda validez. Rodríguez Salas no
opinó de idéntica manera; Alaiz se abstuvo de opinar. Estábamos en un punto
muerto. Me indignaron los razonamientos de Maurín, que me sonaban a puro
legalismo reformista. Así se lo dije. Y afirmé lo que tres años más tarde sería
el nudo de mi posición para acabar con la acción de las pistolas, con el terrorismo:
«Cuando una Organización no puede defender la vida de sus militantes
en el plano individual, debe hacerlo en la acción colectiva, en la revolución».
Ni hubo revolución ni se llevó a cabo la huelga general revolucionaria. Rodríguez
Salas y yo tratamos de promover una insurrección en el Alto Priorato.
No pasamos de Falset-Marsá. El resultado fue el fracaso más rotundo. Apenas
si quisieron escucharnos los compañeros.
—Lo mejor —dijeron— es que nos vayamos a dormir.
Tenían razón. Y la tenía Plaja cuando nos advirtió, hacía tiempo, de que
la organización que estábamos creando en los pueblos de la provincia no serviría
para la revolución proletaria a que aspirábamos, porque entre el campesino
de alta montaña, bracero y pequeño propietario al mismo tiempo, y el
proletariado de las ciudades mediaba un mundo de diferencias.
Silenciosamente regresamos a Tarragona. En Barcelona hubo sus más y
sus menos. Explotaron algunas bombas. Fueron asesinados, directamente o
por la «ley de fugas», algunos compañeros. Y fueron tantos los sindicalistas
detenidos, que no cabiendo ya en la guandoca Modelo, el gobierno de Dato dispuso
que en cuerdas de cien y doscientos detenidos fuesen deportados a pie
a La Coruña.
Para aminorar el mal efecto, se llamó a ese castigo «conducción ordinaria»,
es decir, a pie, bajo lluvia, bajo el sol, con nieves, polvo, vientos, atados a una
larga cuerda, custodiados por guardias civiles a caballo. Cuando llegaban los
presos a un pueblo, de paso o para pernoctar tirados en alguna cuadra, las
mujeres llamaban a sus rapaces, los arrastraban a las casas y cerraban las
puertas a cal y canto. Los guardias civiles se encargaban de explicar a las gentes:
«Son malhechores».
En tales circunstancias, el gobierno convocó elecciones a diputados. El gobierno
era conservador, con una oposición blandengue de liberales. Si ganaban los
liberales, la oposición la hacían los conservadores, pero con más dureza en
este caso.
A los sindicalistas nos tenían sin cuidado las elecciones parlamentarias. De
los gobiernos, conservadores o liberales, sólo esperábamos palos, tiros, Guardia
civil y prisiones. En aquellos momentos, con los sindicatos clausurados,
prohibidas las cotizaciones, con muchos presos que atender, con la necesidad
de mantener clandestinamente la lucha y la Organización, teníamos mucho
en que meditar. No nos rendiríamos; seguiríamos luchando, pasase lo que pasase,
cayese quien cayese.
Como la lucha sería violenta, lo primero era pensar en cómo adquirir pistolas.
Necesitaríamos dinero y carecíamos con que poder comer. «Bueno —nos
dijimos—, ya que no podemos trabajar, ni sostener a los presos, ni pagar los
alquileres de los locales sociales, y nos prohiben el cobro de las cuotas sindicales,
que paguen los patronos la cuota mensual que les fijemos». Tal fue el
acuerdo que había que llevar a la práctica. Y que se cumplió, dando lugar a no
pocos incidentes, algunos de gran violencia.
Me preparaba a regresar a Reus, para restablecer el ritmo de mi trabajo
de camarero, cuando en la secretaría del Comité provincial —una simple habitación
cerca del puerto— se nos presentó un extraño personaje, ilustre autor
que escribía poéticamente, y de quien me gustaba mucho leer su Glosari. Era
Eugenio d'Ors, conocido por «Xenius». Alto y de robusta complexión, bien
vestido y de elegantes maneras, algo grises sus cabellos, ocultos por un sombrero
gris claro. Venía acompañado de Segarra, que trabajaba en la imprenta
de la Organización. Temiendo Rodríguez Salas que se tratase de un polizonte,
me pidió que le recibiese yo solo.
—Soy Xenius —dijo presentándose—. Creo que usted y el Comité deben
saber quién soy.
—Sí. He leído bastantes de sus crónicas. Siempre me han gustado.
—Me trae aquí un asunto político, digamos electoral. Ya estarán enterados
de que próximamente se realizarán elecciones a diputados a Cortes. He pensado
presentarme, precisamente por la circunscripción de Tarragona. Lo haría
si pudiese contar con el sostén de los sindicatos que controlan ustedes.
Me quedé como viendo visiones. ¿No sería una alucinación mía? Xenius en
plan de electorero, cuando Layret acababa de morir vilmente asesinado, la
flor de la militancia sindicalista estaba deportada en el castillo de La Mola,
la Modelo estaba llena de compañeros y las carreteras eran holladas por las
cuerdas de quienes bajo las estrellas iban conducidos a Galicia. ¡Pensar en
elecciones cuando en el Clínico de Barcelona se amontonaban los cuerpos de
compañeros asesinados por los pistoleros y por la aplicación de la «ley de
fugas!».
—Quisiera saber hablar sin herirle. Pero no creo que lo logre. Soy sindicalista,
anarquista y revolucionario. Quienquiera que le haya dicho otra cosa, lo
engañó.
—Me doy cuenta de que usted está poseído por la generosa obcecación de
los que afrontan la muerte y las persecuciones. Pensé poder ser el diputado de
ustedes, pero ahora veo que es imposible. Le aseguro que, sea cual sea el
rumbo de mi vida en lo sucesivo, jamás se me ocurrirá presentarme otra vez
a diputado. ¡Adiós!
Regresé a Reus. A la hora de haberlo hecho, recibí la visita del cabo y de la
pareja de la Guardia civil. Traían orden de detenerme y de registrar minuciosamente
mi domicilio. Para ello se hicieron acompañar de un vecino nuestro,
José Magrané, que tenía un negocio de venta de paja al lado de donde vivíamos.
—Este señor es testigo obligado, porque en nombre de la ley se lo hemos
requerido —dijo el cabo.
Nada dejaron por registrar. Del tiempo de la huelga de camareros de Barcelona
tenía yo un papelito con unas recetas químicas para provocar incendios,
que me había dado «David Rey», comisionado por la Federación local de Barcelona
para orientarnos en sabotajes. Ni me acordaba del papelito. Pues lo
encontró la Guardia civil. Y bastó para que me esposasen y me hiciesen ir
entre ellos al tren, camino de Tarragona. De la estación me llevaron al castillo
de Pilatos.
Ya en la sala de presos sociales, me encontré con viejos conocidos. Allí
estaba Carbonell, detenido hacía algún tiempo, con intención de incriminarlo
en el proceso por la muerte del presidente del Libre de Reus. Estaba Plaja,
que también llevaba ya algún tiempo preso en tanto que director de Fructidor.
Estuve poco tiempo preso con ellos. La Guardia civil, ante la imposibilidad
de implicarme en un proceso por terrorismo incendiario, se tuvo que conformar
con dejarme en situación de preso gubernativo. Ello no excluía el peligro
de una larga permanencia en la prisión, que podía durar hasta que fueran restablecidas
las garantías constitucionales.
Algo ocurrido en Reus hizo que el gobernador civil dispusiese mi libertad.
Fue la presencia de los pistoleros del Libre, que andaban bastante desmandados
por la ciudad.
Reus fue siempre ciudad liberal y sufría la imposición de tener que aguantar
a un alcalde de Real Orden, es decir, designado por el ministro de la Gobernación.
Cuando la situación creada por los pistoleros del Libre se hizo intolerable,
un concejal republicano radical, Bofarull, excelente abogado, querido
por su prestancia de mosquetero, se levantó a criticar acerbamente al alcalde,
a quien hacía responsable de la presencia de los pistoleros. En un arrebato,
Simón Bofarull dijo:
—¡Salvat! Me consta que eres el responsable de lo que está pasando. Sé de
buena fuente que tú otorgaste el permiso para que esos pistoleros fueran traídos
aquí. Y mira lo que te digo: Si no los echas de Reus, y pronto, alguien te
ha de dar de baja de la suscripción de la vida, y ese alguien seré yo.
Dos días después de la memorable sesión del ayuntamiento, el alcalde
Salvat caía cosido a tiros.
No se supo quién lo mató. Pero Simón Bofarull fue detenido. A las setenta
y dos horas de su detención, el juez instructor de la causa por la muerte del
alcalde, no poseyendo pruebas de la participación directa o intelectual de Bofarull
en los hechos, dispuso su libertad. Pero la autoridad gubernativa ordenó
su destierro a Valladolid.
Y unos días después, para calmar los ánimos de mis conciudadanos, fueron
retirados de Reus los pistoleros y a mí me dejaron en libertad.
Reanudé mi trabajo de camarero, haciéndolo hasta los sábados y domingos,
por estar totalmente paralizada la actividad propagandística y organizativa.
Los sindicatos de Reus continuaban clausurados. Las gestiones ante el gobernador
civil para que permitiera reanudar la actividad sindical no tuvieron
resultado positivo. El gobernador se escudaba en la suspensión de garantías
constitucionales.
En Reus y Tarragona, no obstante, se cobraban cuotas para atender a lo
más elemental de la Organización y a los presos y perseguidos. Estas cuotas
las pagaban algunos burgueses, casi siempre a regañadientes.
Un día, el recadero entre Reus y Barcelona me trajo un cesto de frutas,
con una nota que decía: «De parte de Emilia». Comprendí. El Comité regional
requería mi presencia.
Siempre fui desconfiado. La vida clandestina desarrolla la desconfianza
hasta convertirla en un sentido. Procuré darle un aspecto inocuo a mi ida a
Barcelona. A mi familia y a los compañeros del Comité comarcal —clandestino—
les dije que me iba a Barcelona para buscar trabajo. Si teníamos infiltraciones
de confidentes, eso podría servirme de comprobante de lo que pensaba
declarar si me detenían en Barcelona. Sólo previne a Batlle Salvat, quien
me había sido enviado por el Comité regional para estos casos.
Convinimos que partiríamos en el mismo tren de la tarde, pero por separado.
Cerca de Bará, me di cuenta de que la pareja de la Guardia civil que
subió en Reus oteaba el compartimento donde yo me encontraba.
—No se mueva. Levante los brazos —me conminó uno de ellos. ¿Con que
ya lo dejaron en libertad, eh? Pues ahora verá.
Levanté los brazos, pero no les contesté. Me cachearon, registraron el pa
quetito que llevaba, con jabón, brocha y maquinilla de afeitar, el cepillo de
dientes y algo de pasta en un tubo. Cuando hubieron terminado, ocurrió lo de
siempre: me esposaron —¡malditos!— muy fuertemente las muñecas.
En el apeadero del Paseo de Gracia, Batlle cruzó por el pasillo para hacerme
ver que se daba por enterado. El descendió y nosotros continuamos hasta
la estación de Francia.
Me llevaron a la Inspección de vigilancia de la estación, pretendiendo entregarme
en el cuerpo de guardia.
—Se trata de un anarquista peligroso. Lo hemos detenido en el tren. Se lo
dejamos para que se encarguen de él.
—No, no puede ser. ¿Hizo algo delictivo en el tren? Porque si no ha hecho
nada y no traen ustedes mandamiento, tendrán que soltarlo o llevárselo ustedes
a la Jefatura superior de Policía.
Optaron por llevarme a la Jefatura de Policía, entonces cerca del puerto.
Me encerraron en un calabozo pequeño.
Como a las ocho de la noche, el sargento bigotudo que me había encerrado,
me hizo subir, diciéndome que mi novia había venido a verme. Era una de las
Cuadrado, familia de buenos compañeros. Me traía algo de comida en un paquetito.
Me preguntó:
—¿Qué te ocurrió?
—Ni yo lo sé. Es cosa de la Guardia civil de Reus. Una pareja de ellos me
detuvo en el tren y sin mandamiento de arresto me trajeron aquí.
—¿Te han interrogado?
—No, nadie.
Al día siguiente, el sargento de guardia apareció de nuevo.
—Sube, que arriba tienes otra novia que viene a visitarte.
En efecto, era otra novia, María, la compañera de Ángel Pestaña. Me traía
también algo de comer, y me susurró: «Vendremos todos los días, para que
vean que no estás abandonado».
En aquellos tiempos en que se aplicaba todas las noches la «ley de fugas»
a los sindicalistas barceloneses, venir a visitarme cada día no dejaba de ser
una excelente táctica. Batlle se dio prisa en correr la voz de alarma.
Ya de noche, me hicieron subir a declarar ante un comisario. Me hizo
sentar y fue tomando notas.
—Eres de Reus, ¿verdad?
•—Sí, soy de Reus.
—¿Qué hiciste en Reus, que la Guardia civil no te puede ver?
—No hice nada, pero parece que la tienen tomada conmigo.
—¿Esta es la primera vez que la Guardia civil te detiene por su cuenta?
—Ño. Ya lo hicieron otra vez.
—¿Tuviste algo que ver con la muerte del presidente del Sindicato Libre?
—Nada, en absoluto.
—¿Qué estabas haciendo cuando ocurrió el atentado?
—Estaba en Madrid, de visita al jefe del gobierno.
—¿No te burlas, verdad?
—No. Formaba parte de la comisión textil que negoció con la patronal la
creación del Comité Algodonero.
—Bueno, lo verificaré. Pero puede ser que la Guardia civil crea que tuviste
que ver con la muerte del alcalde, señor Salvat.
—Pues la Guardia civil es testigo de que no pude hacerlo, porque me encontraba
preso en Tarragona.
—Bueno, también podemos comprobarlo. Si es cierto lo que has dicho, por
esta vez no irás a la guandoca.
Debió aprovecharme la rivalidad entre policías y guardias de Seguridad y