Dijo una vez ZP que para el 2010 habríamos adelantado a Alemania en renta per capita y es posible que, de saber idiomas, hubiese añadido: “España über Deutschland”.
Hace tiempo que a este tipo, tan pomposo y vacío, no me lo tomo en serio; de hecho, dudo que me lo haya tomado en serio una sola vez. Eso sí, algunas de sus paridas son de las que no se olvidan. Y para mí, una de las inolvidables es la anterior.
Hará 2 ó 3 años, estuve trabajando en una pequeña empresa que se dedicaba a la venta, instalación y mantenimiento de máquinas expendoras de chuches y de café - demasiado caliente - en vasos de plástico, con palito del mismo material a modo cucharilla. Aunque duré una semana antes de que me echasen, la experiencia dio para mucho. Experiencia que sirve para tener claro que con empresas como ésta, jamás nos pondremos a la par de Alemania.
Podemos empezar con el gilihorario patrio. ¿Qué es eso de parar dos o más horas para comer? ¿No es mejor parar tres cuartos de hora para tomar un tentempié, un café y descansar? En muy pocos casos, el horario español no es gilihorario. En otro trabajo, durante un mes estuve en un fábrica en labores de mantenimiento. Eran diez horas diarias y, creánme, tras las cinco primeras se necesitan dos horas para comer bien y echar una cabezadita.
Sigamos con los horarios. Por las tardes se empezaba a trabajar a las 15h30... teóricamente. A esa hora se entraba... y el personal se ponía a tomar una largo café hablando de lo humano – de lo divino, nada: no hay nivel el país del Aquí hay tomate de audiencias millonarias – y a hacerle la pelota al jefecillo. Y claro, luego se salía tarde salvo, ¡oh sorpresa!, el jefecillo. No me hizo muy popular el haberme puesto desde el primer minuto de pelea con los chapuceros manuales de las máquinas, ni tampoco el dejar claro que yo me iba a casa a mi hora, salvo que me pagasen las extra.
También podemos hablar de la situación de la empresa. Todos los días había que cargar y descargar en la furgoneta máquinas que pesaban decenas de kilos; a veces, una persona no era suficiente y había que hacerlo entre dos. Creánme cuando les digo que la empresa estaba ubicada en una céntrica calle que, además, era una empinada cuesta. No es que ello dificultase la carga y descarga de las máquinas, es que éramos todo un peligro para los peatones que caminaban por la acera: ¡cómo se nos cayese una de esas máquinas! Por otra parte, estacionar correctamente la furgoneta era harto difícil por la sencilla razón de que esa calle, y también las circundantes, eran zona ORA. No tardé en enterarme de por qué la empresa no estaba ubicada, en vez de en plena ciudad, en un polígono industrial donde fuese fácil aparcar y se pudiese cargar y descargar las máquinas sin peligro para terceras personas: el lugar en el que estaba le quedaba al jefecillo a un tiro de piedra de su domicilio.
(Tanto hablar los ayuntamientos de los planes de urbanismo para que al final no haya ninguna ordenación racional del uso de las calles.)
¿Qué decir de la ética? Un día, un cliente deja un aviso: “Mi máquina recién estrenada no sirve café, ni sirve ná”. Allá vamos y comprobamos que hay que cambiar una pieza que salió defectuosa de fábrica. El cliente está que trina: la máquina empezó a fallar desde el primer día y pagó por ella una par de millones de pesetas de las antes. Ya en el taller, se presenta un problema: la fábrica tardará dos semanas en servirnos la pieza necesaria. ¿La genial solución del jefecillo? Coger una pieza de una máquina de otro fabricante y encasquetársela al cliente. Y, además, exclama con miedo: “¡Qué no se entere R!”.
¿Quién era R? R era el jefe del jefecillo. R y el jefecillo me entrevistaron. R me dio la impresión de ser una persona de palabra y de estar demasiado ocupado: aunque no mostraba signos de tener mala salud, llevaba escritas en su cara las palabras stress y cansancio. Viajaba mucho haciendo tareas de coordinación y supervisión de las distintas sedes o franquicias de la empresa. Por su parte, ya de aquella el jefecillo me dio mala impresión: durante la entrevista apenas dijo unas pocas palabras y era incapaz de mirar a la cara a R, es más, se mostraba servil y pelota.
Lo de dar gato por liebre al cliente no fue una orden, fue una sugerencia... que rechacé. Inicialmente lo hice por ética y, un rato después, caí en la cuenta de que por puro interés, era lo que más me convenía. ¿Qué pasaría si, por algún motivo, se descubren piezas no originales en las máquinas de los clientes? A juzgar por la impresión que me dió del jefecillo en la entrevista, me costaba mucho creer que daría la cara; al contrario, saldría templando gaitas diciendo que “vamos, el chico se hizo un lío” y que, huelga decirlo, él no sabía nada de nada.
A los pocos días de ese incidente, fui despedido. Nunca le gusté al jefecillo, creo que siempre quiso en el puesto a una persona sumisa y con tan pocos estudios como fuese posible.
Señor Zapatero, este es el percal empresarial que tenemos en España. No pretendo culparle de ello, pero tampoco nos venga que con semejante tropa de empresarios vamos a adelantar al país de, entre otras, la Siemens, la Bayer y la Volkswagen.
Hace tiempo que a este tipo, tan pomposo y vacío, no me lo tomo en serio; de hecho, dudo que me lo haya tomado en serio una sola vez. Eso sí, algunas de sus paridas son de las que no se olvidan. Y para mí, una de las inolvidables es la anterior.
Hará 2 ó 3 años, estuve trabajando en una pequeña empresa que se dedicaba a la venta, instalación y mantenimiento de máquinas expendoras de chuches y de café - demasiado caliente - en vasos de plástico, con palito del mismo material a modo cucharilla. Aunque duré una semana antes de que me echasen, la experiencia dio para mucho. Experiencia que sirve para tener claro que con empresas como ésta, jamás nos pondremos a la par de Alemania.
Podemos empezar con el gilihorario patrio. ¿Qué es eso de parar dos o más horas para comer? ¿No es mejor parar tres cuartos de hora para tomar un tentempié, un café y descansar? En muy pocos casos, el horario español no es gilihorario. En otro trabajo, durante un mes estuve en un fábrica en labores de mantenimiento. Eran diez horas diarias y, creánme, tras las cinco primeras se necesitan dos horas para comer bien y echar una cabezadita.
Sigamos con los horarios. Por las tardes se empezaba a trabajar a las 15h30... teóricamente. A esa hora se entraba... y el personal se ponía a tomar una largo café hablando de lo humano – de lo divino, nada: no hay nivel el país del Aquí hay tomate de audiencias millonarias – y a hacerle la pelota al jefecillo. Y claro, luego se salía tarde salvo, ¡oh sorpresa!, el jefecillo. No me hizo muy popular el haberme puesto desde el primer minuto de pelea con los chapuceros manuales de las máquinas, ni tampoco el dejar claro que yo me iba a casa a mi hora, salvo que me pagasen las extra.
También podemos hablar de la situación de la empresa. Todos los días había que cargar y descargar en la furgoneta máquinas que pesaban decenas de kilos; a veces, una persona no era suficiente y había que hacerlo entre dos. Creánme cuando les digo que la empresa estaba ubicada en una céntrica calle que, además, era una empinada cuesta. No es que ello dificultase la carga y descarga de las máquinas, es que éramos todo un peligro para los peatones que caminaban por la acera: ¡cómo se nos cayese una de esas máquinas! Por otra parte, estacionar correctamente la furgoneta era harto difícil por la sencilla razón de que esa calle, y también las circundantes, eran zona ORA. No tardé en enterarme de por qué la empresa no estaba ubicada, en vez de en plena ciudad, en un polígono industrial donde fuese fácil aparcar y se pudiese cargar y descargar las máquinas sin peligro para terceras personas: el lugar en el que estaba le quedaba al jefecillo a un tiro de piedra de su domicilio.
(Tanto hablar los ayuntamientos de los planes de urbanismo para que al final no haya ninguna ordenación racional del uso de las calles.)
¿Qué decir de la ética? Un día, un cliente deja un aviso: “Mi máquina recién estrenada no sirve café, ni sirve ná”. Allá vamos y comprobamos que hay que cambiar una pieza que salió defectuosa de fábrica. El cliente está que trina: la máquina empezó a fallar desde el primer día y pagó por ella una par de millones de pesetas de las antes. Ya en el taller, se presenta un problema: la fábrica tardará dos semanas en servirnos la pieza necesaria. ¿La genial solución del jefecillo? Coger una pieza de una máquina de otro fabricante y encasquetársela al cliente. Y, además, exclama con miedo: “¡Qué no se entere R!”.
¿Quién era R? R era el jefe del jefecillo. R y el jefecillo me entrevistaron. R me dio la impresión de ser una persona de palabra y de estar demasiado ocupado: aunque no mostraba signos de tener mala salud, llevaba escritas en su cara las palabras stress y cansancio. Viajaba mucho haciendo tareas de coordinación y supervisión de las distintas sedes o franquicias de la empresa. Por su parte, ya de aquella el jefecillo me dio mala impresión: durante la entrevista apenas dijo unas pocas palabras y era incapaz de mirar a la cara a R, es más, se mostraba servil y pelota.
Lo de dar gato por liebre al cliente no fue una orden, fue una sugerencia... que rechacé. Inicialmente lo hice por ética y, un rato después, caí en la cuenta de que por puro interés, era lo que más me convenía. ¿Qué pasaría si, por algún motivo, se descubren piezas no originales en las máquinas de los clientes? A juzgar por la impresión que me dió del jefecillo en la entrevista, me costaba mucho creer que daría la cara; al contrario, saldría templando gaitas diciendo que “vamos, el chico se hizo un lío” y que, huelga decirlo, él no sabía nada de nada.
A los pocos días de ese incidente, fui despedido. Nunca le gusté al jefecillo, creo que siempre quiso en el puesto a una persona sumisa y con tan pocos estudios como fuese posible.
Señor Zapatero, este es el percal empresarial que tenemos en España. No pretendo culparle de ello, pero tampoco nos venga que con semejante tropa de empresarios vamos a adelantar al país de, entre otras, la Siemens, la Bayer y la Volkswagen.